Contrario a lo que piensan o aceptan los fanáticos religiosos, los mandatos de Dios no son reglas irracionales que hay que cumplir “porque sí”. Siempre existen razones que sustentan el querer de Dios, aunque a simple vista puedan parecer mera temeridad. Darse a la tarea de indagar esas razones es requisito sine qua non para […]
Contrario a lo que piensan o aceptan los fanáticos religiosos, los mandatos de Dios no son reglas irracionales que hay que cumplir “porque sí”. Siempre existen razones que sustentan el querer de Dios, aunque a simple vista puedan parecer mera temeridad. Darse a la tarea de indagar esas razones es requisito sine qua non para comprender y vivir una auténtica religiosidad.
La premisa es simple: “Dios, que nos concedió la capacidad de razonar, no puede condenarnos por usar la razón”. Así, pues, nada más lejos de la verdadera religión que hacer u omitir cosas simplemente porque las dijo el pastor o el sacerdote. Con tristeza hay que reconocer que muchos líderes religiosos se valen de la influencia de la que gozan y de técnicas baratas de sugestión para doblegar las voluntades y las intenciones de los débiles, cuando en realidad deberían iluminar su razón con la luz de la fe y ayudarles a encontrar motivos, razones para creer. Si Marx viviera en nuestros días, podría con mayor razón afirmar que “la religión es el opio del pueblo”.
La Biblia nos cuenta cómo Dios eligió al pueblo, pero también cómo el pueblo decidió elegir a Dios. La experiencia religiosa no anula la libertad y la elección divina espera siempre por el asentimiento humano. Dios eligió al pueblo y el pueblo eligió a Dios. La alianza pactada en el Sinaí podría resumirse con la frase “vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”; pero yendo un poco más allá, habría que analizar sus consecuencias prácticas. Eso son los mandamientos, la consecuencia lógica de la alianza, de la elección divina sobre el pueblo y de la elección humana sobre Dios. El pueblo acepta encarnar (hacer carne) los mandatos divinos no porque son las leyes temerarias de un déspota al que, por su poder, hay que temer, sino porque son garantía de convivencia con los hermanos y de armonía con la creación.
El octavo de los mandamientos prohíbe mentir, o mejor aún, prescribe decir siempre la verdad. Si ser cristiano significa ser seguidor de Aquél que es la Verdad en persona, ¿cómo es posible que el cristiano viva en la mentira? Nadie me malinterprete. Una cosa es la debilidad, por la cual todos caemos en el pecado, y otra muy distinta es la sevicia, por la que decidimos adormitar nuestra conciencia y vivir permanentemente en la maldad. El octavo mandamiento nos alerta frente a tres realidades que bien define el Catecismo de la Iglesia Católica:
1. El juicio temerario: admitir como verdadero, incluso tácitamente, sin tener para ello fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo.
2. La maledicencia: manifestar, sin razón objetivamente válida, los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran.
3. La calumnia: dañar, mediante palabras contrarias a la verdad, la reputación de otros y dar ocasión a juicios falsos respecto a ellos.
Post scriptum: El Papa NO dijo que “es mejor ser ateo que un católico hipócrita”. Aunque, sin duda, vale más ser una persona buena que no cree en Dios, que una persona mala que va a Misa o a Culto. ¿Qué es la bondad? Algo que fácilmente se atribuye a sí mismo el ser humano, mientras ignora su significado.
Contrario a lo que piensan o aceptan los fanáticos religiosos, los mandatos de Dios no son reglas irracionales que hay que cumplir “porque sí”. Siempre existen razones que sustentan el querer de Dios, aunque a simple vista puedan parecer mera temeridad. Darse a la tarea de indagar esas razones es requisito sine qua non para […]
Contrario a lo que piensan o aceptan los fanáticos religiosos, los mandatos de Dios no son reglas irracionales que hay que cumplir “porque sí”. Siempre existen razones que sustentan el querer de Dios, aunque a simple vista puedan parecer mera temeridad. Darse a la tarea de indagar esas razones es requisito sine qua non para comprender y vivir una auténtica religiosidad.
La premisa es simple: “Dios, que nos concedió la capacidad de razonar, no puede condenarnos por usar la razón”. Así, pues, nada más lejos de la verdadera religión que hacer u omitir cosas simplemente porque las dijo el pastor o el sacerdote. Con tristeza hay que reconocer que muchos líderes religiosos se valen de la influencia de la que gozan y de técnicas baratas de sugestión para doblegar las voluntades y las intenciones de los débiles, cuando en realidad deberían iluminar su razón con la luz de la fe y ayudarles a encontrar motivos, razones para creer. Si Marx viviera en nuestros días, podría con mayor razón afirmar que “la religión es el opio del pueblo”.
La Biblia nos cuenta cómo Dios eligió al pueblo, pero también cómo el pueblo decidió elegir a Dios. La experiencia religiosa no anula la libertad y la elección divina espera siempre por el asentimiento humano. Dios eligió al pueblo y el pueblo eligió a Dios. La alianza pactada en el Sinaí podría resumirse con la frase “vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”; pero yendo un poco más allá, habría que analizar sus consecuencias prácticas. Eso son los mandamientos, la consecuencia lógica de la alianza, de la elección divina sobre el pueblo y de la elección humana sobre Dios. El pueblo acepta encarnar (hacer carne) los mandatos divinos no porque son las leyes temerarias de un déspota al que, por su poder, hay que temer, sino porque son garantía de convivencia con los hermanos y de armonía con la creación.
El octavo de los mandamientos prohíbe mentir, o mejor aún, prescribe decir siempre la verdad. Si ser cristiano significa ser seguidor de Aquél que es la Verdad en persona, ¿cómo es posible que el cristiano viva en la mentira? Nadie me malinterprete. Una cosa es la debilidad, por la cual todos caemos en el pecado, y otra muy distinta es la sevicia, por la que decidimos adormitar nuestra conciencia y vivir permanentemente en la maldad. El octavo mandamiento nos alerta frente a tres realidades que bien define el Catecismo de la Iglesia Católica:
1. El juicio temerario: admitir como verdadero, incluso tácitamente, sin tener para ello fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo.
2. La maledicencia: manifestar, sin razón objetivamente válida, los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran.
3. La calumnia: dañar, mediante palabras contrarias a la verdad, la reputación de otros y dar ocasión a juicios falsos respecto a ellos.
Post scriptum: El Papa NO dijo que “es mejor ser ateo que un católico hipócrita”. Aunque, sin duda, vale más ser una persona buena que no cree en Dios, que una persona mala que va a Misa o a Culto. ¿Qué es la bondad? Algo que fácilmente se atribuye a sí mismo el ser humano, mientras ignora su significado.