Tal vez usted ha escuchado en algún momento, incluso de personas muy serias, que “el Estado es el peor administrador que existe”, que “todo lo público termina siendo dañado o despilfarrado o en la ineficiencia total”, y así una serie de apelativos para demonizar la gestión de lo público sobre aquellos servicios que le son […]
Tal vez usted ha escuchado en algún momento, incluso de personas muy serias, que “el Estado es el peor administrador que existe”, que “todo lo público termina siendo dañado o despilfarrado o en la ineficiencia total”, y así una serie de apelativos para demonizar la gestión de lo público sobre aquellos servicios que le son inherentes y obligatorios por mandato constitucional y por lo tanto tienen que ser entregados a manos privadas para que puedan ser, no solo rentables sino eficientes, generando un debate sobre si el Estado debe ser “rentable” o si definitivamente su labor debe ser 100 % social, pues para eso se concibe.
Bajo la anterior premisa, el Estado colombiano, a través de muchos gobiernos, ha ido desmantelando sus activos, unos casi que regalados a precio de huevo, otros entregados en concesión y otros bajo oscuras figuras de “administración”, que no permiten distinguir entre lo que es público y lo que es privado.
Pero más grave aún, en un país como el nuestro, donde la corrupción se convirtió en carrera y donde capturar los recursos que provienen de los impuestos es la meta de casi todos los partidos políticos actuales, ha generado una desigualdad profunda pues no se avanza en resolver los problemas de fondo sino en hacer buenos negocios.
Repasemos un poco la historia. Antes de 1992, el Estado colombiano era dueño, entre otras, de las siguientes empresas: Banco de Bogotá, Terpel, Colpatria, BCH (Banco Central Hipotecario), Bancolombia, ISA, EPSA, Chivor, Banco Popular, Promigas, Gas Natural, Banco Tequendama, Electricaribe, Carbocol, ETB, Telecom, Ecopetrol, Instituto de Seguros Sociales (ISS), Isagen y pare de contar porque la lista es larga, pues si echamos para atrás nos tocaría recordar cómo perdimos a la Gran Colombia o a Panamá.
Hoy, todas esas empresas a excepción de Ecopetrol, están en manos de privados. Pero, ¿cómo llega un país a deshacerse de las empresas más estratégicas con las que cuenta? ¿Necesidad o corrupción? Yo me inclino por lo segundo.
Pero si por el lado de las exempresas estatales llueve, por el lado de las concesiones no escampa; cinco familias tienen las más grandes y rentables concesiones viales, a las cuales los gobiernos le han inyectado billones de pesos de los contribuyentes: Conconcreto (Juan Luis Aristizábal), CASS (Carlos Alberto Solarte), MHC (Mario Huertas), El condor (Luz María Corredor), Corficolombiana, Coviandes, Episol, Concecol (Luis Carlos Sarmiento Angulo), estas últimas implicadas en el escándalo de Odebrecht.
El mismo grupo de empresas del banquero son responsables de la construcción de 85 km de la vía al Llano, cuya obra lleva en sus manos desde el año 94, adjudicada en el gobierno de César Gaviria y cuyo valor inicial era de $79,216 millones.
27 años después y durante cuatro gobiernos le han inyectado recursos del erario por más de $8 billones de pesos y la existencia de los peajes más costosos del país: la obra está inconclusa.
Las pensiones, las cotizaciones a cesantías, los aportes a la seguridad social, la conexión a la red eléctrica, los seguros, los mismos peajes, etc., que antes eran públicos, de repente y vía ley, pasaron a ser prestados por los privados con un agravante: se volvieron “obligatorias” y protegidas bajo un concepto muy conveniente que se le da a los inversionistas: “seguridad jurídica”, que no es otra cosa diferente que legislar para evitar que este tipo de negocios puedan ser intervenidos, revisados, cancelados o sencillamente prorrogados por tiempos absurdamente largos, cuarenta, cincuenta o hasta más años.
Ahora, la crítica no está dirigida en el sentido de si los privados puedan operar o no servicios que le son de obligatoriedad al Estado, pues algunos lo hacen de manera eficiente y transparente.
Lo que no es correcto es que los gobiernos lleguen subordinados a los grandes conglomerados financieros, quienes en épocas electorales financian las campañas electorales del Congreso y de los candidatos a la Presidencia, y una vez en el ejercicio se dedican a hacer que sus financiadores recuperen su “inversión” vía decretos y leyes.
Esto, señores, nunca será democracia, de ahí que hoy la puja sea no entre candidatos sino entre cuál grupo financiero se queda con los impuestos.
Tal vez usted ha escuchado en algún momento, incluso de personas muy serias, que “el Estado es el peor administrador que existe”, que “todo lo público termina siendo dañado o despilfarrado o en la ineficiencia total”, y así una serie de apelativos para demonizar la gestión de lo público sobre aquellos servicios que le son […]
Tal vez usted ha escuchado en algún momento, incluso de personas muy serias, que “el Estado es el peor administrador que existe”, que “todo lo público termina siendo dañado o despilfarrado o en la ineficiencia total”, y así una serie de apelativos para demonizar la gestión de lo público sobre aquellos servicios que le son inherentes y obligatorios por mandato constitucional y por lo tanto tienen que ser entregados a manos privadas para que puedan ser, no solo rentables sino eficientes, generando un debate sobre si el Estado debe ser “rentable” o si definitivamente su labor debe ser 100 % social, pues para eso se concibe.
Bajo la anterior premisa, el Estado colombiano, a través de muchos gobiernos, ha ido desmantelando sus activos, unos casi que regalados a precio de huevo, otros entregados en concesión y otros bajo oscuras figuras de “administración”, que no permiten distinguir entre lo que es público y lo que es privado.
Pero más grave aún, en un país como el nuestro, donde la corrupción se convirtió en carrera y donde capturar los recursos que provienen de los impuestos es la meta de casi todos los partidos políticos actuales, ha generado una desigualdad profunda pues no se avanza en resolver los problemas de fondo sino en hacer buenos negocios.
Repasemos un poco la historia. Antes de 1992, el Estado colombiano era dueño, entre otras, de las siguientes empresas: Banco de Bogotá, Terpel, Colpatria, BCH (Banco Central Hipotecario), Bancolombia, ISA, EPSA, Chivor, Banco Popular, Promigas, Gas Natural, Banco Tequendama, Electricaribe, Carbocol, ETB, Telecom, Ecopetrol, Instituto de Seguros Sociales (ISS), Isagen y pare de contar porque la lista es larga, pues si echamos para atrás nos tocaría recordar cómo perdimos a la Gran Colombia o a Panamá.
Hoy, todas esas empresas a excepción de Ecopetrol, están en manos de privados. Pero, ¿cómo llega un país a deshacerse de las empresas más estratégicas con las que cuenta? ¿Necesidad o corrupción? Yo me inclino por lo segundo.
Pero si por el lado de las exempresas estatales llueve, por el lado de las concesiones no escampa; cinco familias tienen las más grandes y rentables concesiones viales, a las cuales los gobiernos le han inyectado billones de pesos de los contribuyentes: Conconcreto (Juan Luis Aristizábal), CASS (Carlos Alberto Solarte), MHC (Mario Huertas), El condor (Luz María Corredor), Corficolombiana, Coviandes, Episol, Concecol (Luis Carlos Sarmiento Angulo), estas últimas implicadas en el escándalo de Odebrecht.
El mismo grupo de empresas del banquero son responsables de la construcción de 85 km de la vía al Llano, cuya obra lleva en sus manos desde el año 94, adjudicada en el gobierno de César Gaviria y cuyo valor inicial era de $79,216 millones.
27 años después y durante cuatro gobiernos le han inyectado recursos del erario por más de $8 billones de pesos y la existencia de los peajes más costosos del país: la obra está inconclusa.
Las pensiones, las cotizaciones a cesantías, los aportes a la seguridad social, la conexión a la red eléctrica, los seguros, los mismos peajes, etc., que antes eran públicos, de repente y vía ley, pasaron a ser prestados por los privados con un agravante: se volvieron “obligatorias” y protegidas bajo un concepto muy conveniente que se le da a los inversionistas: “seguridad jurídica”, que no es otra cosa diferente que legislar para evitar que este tipo de negocios puedan ser intervenidos, revisados, cancelados o sencillamente prorrogados por tiempos absurdamente largos, cuarenta, cincuenta o hasta más años.
Ahora, la crítica no está dirigida en el sentido de si los privados puedan operar o no servicios que le son de obligatoriedad al Estado, pues algunos lo hacen de manera eficiente y transparente.
Lo que no es correcto es que los gobiernos lleguen subordinados a los grandes conglomerados financieros, quienes en épocas electorales financian las campañas electorales del Congreso y de los candidatos a la Presidencia, y una vez en el ejercicio se dedican a hacer que sus financiadores recuperen su “inversión” vía decretos y leyes.
Esto, señores, nunca será democracia, de ahí que hoy la puja sea no entre candidatos sino entre cuál grupo financiero se queda con los impuestos.