En la ciudad, una típica capital selvática colombiana en la que las comunicaciones son escasas, sus habitantes vivían bajo el miedo frecuente de las avalanchas.
(EFE). El río Mocoa dio vida a la ciudad colombiana que lleva su nombre, que se ha visto beneficiada por la generosidad de sus aguas y que ha crecido a su vera, pero este sábado el torrente asoló el municipio en una catástrofe que ha causado al menos 254 muertos.
“Este río era fuente de riqueza”, comentó a EFE Ramiro Alzate Botero, un comerciante de la localidad que vio como las avalanchas se llevaron por delante su establecimiento.
El pueblo quedó anclado a la ribera del río, según cuentan, para protegerse de las comunidades indígenas que atacaban el primer asentamiento español.
A su alrededor se extiende el primer círculo amazónico, una gran riqueza natural que ha convertido a Mocoa en un centro de ecoturismo que recibe a miles de viajeros de todo el planeta, especialmente para conocer el Parque del Fin del Mundo.
Sin embargo, la naturaleza se rebeló contra los cerca de 50.000 habitantes de una ciudad que también atraviesan los ríos Sangoyaco y Mulatos, afluentes del Mocoa que en la madrugada del sábado se salieron de su cauce.
“Viví la noche (del alud) con mucho miedo e incertidumbre, cuando comenzamos a escuchar que venía el lodazal varios amigos nos ayudaron a cerrar el negocio y a huir”, relata Alzate.
En la ciudad, una típica capital selvática colombiana en la que las comunicaciones son escasas, sus habitantes vivían bajo el miedo frecuente de las avalanchas.
Esta no es la primera vez que se produce una, pues los mayores recuerdan otras que se produjeron en la década de 1940 y unas inundaciones en julio de 1974, aunque ninguna tan terrible como esta.
La zona comercial de Mocoa ha quedado reducida a escombros. Alrededor de uno de los puentes del barrio El Porvenir, que forma una “H” con las calles que lo rodean, los establecimientos todavía se lamen las heridas. Allí, el agua derribó casas y fluyó como un río.
De esa zona escapó Alzate, que en una muestra de admirable tenacidad trabaja ahora sin descanso para conseguir “el pan de cuatro o cinco familias”.
En paralelo intenta sobreponerse a lo que vio cuando retornó horas después de la avalancha a una “zona destrozada”, en la que había enormes “perdidas de vidas con muchas personas, enseres, negocios, viviendas, carros y motos”.
También es crítica la situación en el barrio de San Miguel, donde la riada fue tan intensa que destruyó el muro de la cárcel de la ciudad.
Ahora solo queda la verja electrificada que separa las celdas de los presos de lo que hasta hace unos días era un popular barrio en el que habitaban centenares de desplazados por el conflicto armado colombiano.
Esa población inestable es la que hace difícil calcular el número de habitantes de Mocoa y también el de desaparecidos en las avalanchas.
El escenario de San Miguel es hoy dantesco, además de arrastrar el muro de la prisión y las casas de los vecinos, el alud dejó un rastro de destrucción con rocas gigantes y troncos en el camino que abrieron a la fuerza los ríos.
Los vecinos improvisan homenajes a los desaparecidos y cruzan la zona con la certeza de que bajo sus pies están enterrados bajo el lodo y las rocas decenas de personas.
Algunos especulan con que el papa Francisco, que vendrá a Colombia en septiembre, visitará la zona y la declarará camposanto como hizo en 1986 Juan Pablo II con Armero tras la avalancha que dejó cerca de 25.000 muertos.
Uno de los supervivientes de lo que un día fue San Miguel es Carlos Alfonso Jácome, nacido en Buenaventura, en la costa del Pacífico, y que fue a Mocoa a la vista de las oportunidades que le ofrecía la selvática ciudad.
En la capital del Putumayo vendía verduras y fue el fútbol el que le salvó la vida. Practicaba ese deporte hasta altas horas de la noche cuando comenzaron las torrenciales lluvias que hicieron crecer los ríos.
“Andaba jugando y cuando llegué (a San Miguel) me asomé al río y le dije a mi esposa ‘sálgase’, pero ya era muy tarde porque se venía la avalancha encima”, recuerda a Efe.
Junto a sus hijos, este hombre de 38 años llegó a un edificio de tres pisos que aguantó la arremetida de las aguas, pero no puede olvidar los gritos de quienes quedaban atrás.
Pedían ayuda, rezaban, se arrodillaban para orar y, aunque lo intentó, Jácome no fue capaz de ayudarles, lo que le pesa mientras pasa las horas en el albergue que ha habilitado la Cruz Roja.
No obstante, afronta su futuro con entereza y voluntad, igual que Carlos Toro, otro comerciante que, aunque ve difícil el mañana, trabaja sin descanso mientras recuerda “con nostalgia” a los vecinos que perdió.
“Lo he perdido prácticamente todo, en lo que es tema material tenemos que empezar otra vez desde cero”, reconoce mientras se felicita porque su núcleo familiar sobrevivió.
EFE
En la ciudad, una típica capital selvática colombiana en la que las comunicaciones son escasas, sus habitantes vivían bajo el miedo frecuente de las avalanchas.
(EFE). El río Mocoa dio vida a la ciudad colombiana que lleva su nombre, que se ha visto beneficiada por la generosidad de sus aguas y que ha crecido a su vera, pero este sábado el torrente asoló el municipio en una catástrofe que ha causado al menos 254 muertos.
“Este río era fuente de riqueza”, comentó a EFE Ramiro Alzate Botero, un comerciante de la localidad que vio como las avalanchas se llevaron por delante su establecimiento.
El pueblo quedó anclado a la ribera del río, según cuentan, para protegerse de las comunidades indígenas que atacaban el primer asentamiento español.
A su alrededor se extiende el primer círculo amazónico, una gran riqueza natural que ha convertido a Mocoa en un centro de ecoturismo que recibe a miles de viajeros de todo el planeta, especialmente para conocer el Parque del Fin del Mundo.
Sin embargo, la naturaleza se rebeló contra los cerca de 50.000 habitantes de una ciudad que también atraviesan los ríos Sangoyaco y Mulatos, afluentes del Mocoa que en la madrugada del sábado se salieron de su cauce.
“Viví la noche (del alud) con mucho miedo e incertidumbre, cuando comenzamos a escuchar que venía el lodazal varios amigos nos ayudaron a cerrar el negocio y a huir”, relata Alzate.
En la ciudad, una típica capital selvática colombiana en la que las comunicaciones son escasas, sus habitantes vivían bajo el miedo frecuente de las avalanchas.
Esta no es la primera vez que se produce una, pues los mayores recuerdan otras que se produjeron en la década de 1940 y unas inundaciones en julio de 1974, aunque ninguna tan terrible como esta.
La zona comercial de Mocoa ha quedado reducida a escombros. Alrededor de uno de los puentes del barrio El Porvenir, que forma una “H” con las calles que lo rodean, los establecimientos todavía se lamen las heridas. Allí, el agua derribó casas y fluyó como un río.
De esa zona escapó Alzate, que en una muestra de admirable tenacidad trabaja ahora sin descanso para conseguir “el pan de cuatro o cinco familias”.
En paralelo intenta sobreponerse a lo que vio cuando retornó horas después de la avalancha a una “zona destrozada”, en la que había enormes “perdidas de vidas con muchas personas, enseres, negocios, viviendas, carros y motos”.
También es crítica la situación en el barrio de San Miguel, donde la riada fue tan intensa que destruyó el muro de la cárcel de la ciudad.
Ahora solo queda la verja electrificada que separa las celdas de los presos de lo que hasta hace unos días era un popular barrio en el que habitaban centenares de desplazados por el conflicto armado colombiano.
Esa población inestable es la que hace difícil calcular el número de habitantes de Mocoa y también el de desaparecidos en las avalanchas.
El escenario de San Miguel es hoy dantesco, además de arrastrar el muro de la prisión y las casas de los vecinos, el alud dejó un rastro de destrucción con rocas gigantes y troncos en el camino que abrieron a la fuerza los ríos.
Los vecinos improvisan homenajes a los desaparecidos y cruzan la zona con la certeza de que bajo sus pies están enterrados bajo el lodo y las rocas decenas de personas.
Algunos especulan con que el papa Francisco, que vendrá a Colombia en septiembre, visitará la zona y la declarará camposanto como hizo en 1986 Juan Pablo II con Armero tras la avalancha que dejó cerca de 25.000 muertos.
Uno de los supervivientes de lo que un día fue San Miguel es Carlos Alfonso Jácome, nacido en Buenaventura, en la costa del Pacífico, y que fue a Mocoa a la vista de las oportunidades que le ofrecía la selvática ciudad.
En la capital del Putumayo vendía verduras y fue el fútbol el que le salvó la vida. Practicaba ese deporte hasta altas horas de la noche cuando comenzaron las torrenciales lluvias que hicieron crecer los ríos.
“Andaba jugando y cuando llegué (a San Miguel) me asomé al río y le dije a mi esposa ‘sálgase’, pero ya era muy tarde porque se venía la avalancha encima”, recuerda a Efe.
Junto a sus hijos, este hombre de 38 años llegó a un edificio de tres pisos que aguantó la arremetida de las aguas, pero no puede olvidar los gritos de quienes quedaban atrás.
Pedían ayuda, rezaban, se arrodillaban para orar y, aunque lo intentó, Jácome no fue capaz de ayudarles, lo que le pesa mientras pasa las horas en el albergue que ha habilitado la Cruz Roja.
No obstante, afronta su futuro con entereza y voluntad, igual que Carlos Toro, otro comerciante que, aunque ve difícil el mañana, trabaja sin descanso mientras recuerda “con nostalgia” a los vecinos que perdió.
“Lo he perdido prácticamente todo, en lo que es tema material tenemos que empezar otra vez desde cero”, reconoce mientras se felicita porque su núcleo familiar sobrevivió.
EFE