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Columnista - 22 febrero, 2015

Mi muchacha era un travesti

Principios del siglo veintiuno. Arriba el sol, abajo las sombras. Un nuevo virus amenazaba con obligar a usar tapabocas a todo el mundo. La paranoia crecía, alimentada por los medios. Mientras, en Villacriticona, no faltaban detractores para el ejemplo de respeto a una de las mínimas libertades individuales que sin querer terminamos dando los Ferreiracosta […]

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Principios del siglo veintiuno. Arriba el sol, abajo las sombras. Un nuevo virus amenazaba con obligar a usar tapabocas a todo el mundo. La paranoia crecía, alimentada por los medios. Mientras, en Villacriticona, no faltaban detractores para el ejemplo de respeto a una de las mínimas libertades individuales que sin querer terminamos dando los Ferreiracosta al contratar a un travesti como sirvienta. Después de todo, para nadie era un secreto que vivíamos en una sociedad paranoica, que atacaba a todo lo que se moviera por fuera de sus angostos límites, seguros según ellos.

Veinte años, uno setenta de estatura, cuerpo moreno esbelto, pelo castaño ondulado recogido en un moño que dejaba escapar mechoncitos decolorados, jeans ajustados rotos, camiseta escotada, maquillaje fuerte, modales prudentes y excelente disposición para atender. “Me llamo Katiusca… pero me puede decir Kati”- Se presentó la mañana que fue contratada.

La Negra, Lucelis, Dubis, Mónica, Luz Mila, Tania, Yoselis, Barbarita, Lidubina, Nelly, Elibeth, Yosdada, Jenny, Josefina, Tomasa, Ledis y Solenis, honorables y trabajadoras mujeres, habían auxiliado a mi familia con las labores de limpieza de nuestro hogar durante ese año a cambio de una modesta compensación. Pero todas habían tenido que renunciar al empleo al poco tiempo de iniciado, argumentando dolor en los riñones, en la cadera, la cintura y en general en las articulaciones; áreas en donde decían ellas que sentían reflejadas fuertes punzadas producidas por el acicalamiento de nuestra casona de principios del siglo pasado, heredada y semi acondicionada para esos tiempos por mi mamá.

Las señoras debían deglutir toneladas de alimentos para mantener el ritmo vital necesario para ordenar y asear ocho habitaciones, dos salas, dos comedores, tres corredores larguísimos, tres baños, dos lavaderos, una terraza interior frente a un patio adoquinado en el que perfectamente cabe otra casa, y un andén de un tercio de cuadra. Kati, en cambio comía poquito: “Primero me tiro del puente al pedregal por donde pasa el río antes de engordarme ¿yo gorda? jamás- decía.” Y sin perder el rendimiento exigido por los quehaceres. Por ejemplo, una vez mi mamá le pidió el favor de que ayudara a correr un poco la nevera para que Gleidis, la muchacha de la cocina, pudiera limpiar el polvo acumulado debajo y sin pensarlo Katiusca abrazó el freezer, lo levantó veinte centímetros, esperó a que Gleidis barriera y mechara, y lo acomodó nuevamente en su puesto, con la delicadeza de quien posa una cereza sobre el bucle de la crema batida de un postre.

En mi casa todos sentimos que fue una fortuna dar con ella, nunca nos importó que en la cédula dijera que su nombre era Jader Albeiro, y que todavía no faltara quién la llamara así en la calle, porque sabíamos que en la vida lo importante no es como lo vean a uno sino sentirse a gusto con lo que uno sabe que es, sin andar dándole explicaciones a nadie, sin necesidad de estarse justificando tanto. Se es, punto. Y al que le gustó le gustó y al que no, no; y a partir de eso el que quiera opinar que opine.

Columnista
22 febrero, 2015

Mi muchacha era un travesti

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jarol Ferreira

Principios del siglo veintiuno. Arriba el sol, abajo las sombras. Un nuevo virus amenazaba con obligar a usar tapabocas a todo el mundo. La paranoia crecía, alimentada por los medios. Mientras, en Villacriticona, no faltaban detractores para el ejemplo de respeto a una de las mínimas libertades individuales que sin querer terminamos dando los Ferreiracosta […]


Principios del siglo veintiuno. Arriba el sol, abajo las sombras. Un nuevo virus amenazaba con obligar a usar tapabocas a todo el mundo. La paranoia crecía, alimentada por los medios. Mientras, en Villacriticona, no faltaban detractores para el ejemplo de respeto a una de las mínimas libertades individuales que sin querer terminamos dando los Ferreiracosta al contratar a un travesti como sirvienta. Después de todo, para nadie era un secreto que vivíamos en una sociedad paranoica, que atacaba a todo lo que se moviera por fuera de sus angostos límites, seguros según ellos.

Veinte años, uno setenta de estatura, cuerpo moreno esbelto, pelo castaño ondulado recogido en un moño que dejaba escapar mechoncitos decolorados, jeans ajustados rotos, camiseta escotada, maquillaje fuerte, modales prudentes y excelente disposición para atender. “Me llamo Katiusca… pero me puede decir Kati”- Se presentó la mañana que fue contratada.

La Negra, Lucelis, Dubis, Mónica, Luz Mila, Tania, Yoselis, Barbarita, Lidubina, Nelly, Elibeth, Yosdada, Jenny, Josefina, Tomasa, Ledis y Solenis, honorables y trabajadoras mujeres, habían auxiliado a mi familia con las labores de limpieza de nuestro hogar durante ese año a cambio de una modesta compensación. Pero todas habían tenido que renunciar al empleo al poco tiempo de iniciado, argumentando dolor en los riñones, en la cadera, la cintura y en general en las articulaciones; áreas en donde decían ellas que sentían reflejadas fuertes punzadas producidas por el acicalamiento de nuestra casona de principios del siglo pasado, heredada y semi acondicionada para esos tiempos por mi mamá.

Las señoras debían deglutir toneladas de alimentos para mantener el ritmo vital necesario para ordenar y asear ocho habitaciones, dos salas, dos comedores, tres corredores larguísimos, tres baños, dos lavaderos, una terraza interior frente a un patio adoquinado en el que perfectamente cabe otra casa, y un andén de un tercio de cuadra. Kati, en cambio comía poquito: “Primero me tiro del puente al pedregal por donde pasa el río antes de engordarme ¿yo gorda? jamás- decía.” Y sin perder el rendimiento exigido por los quehaceres. Por ejemplo, una vez mi mamá le pidió el favor de que ayudara a correr un poco la nevera para que Gleidis, la muchacha de la cocina, pudiera limpiar el polvo acumulado debajo y sin pensarlo Katiusca abrazó el freezer, lo levantó veinte centímetros, esperó a que Gleidis barriera y mechara, y lo acomodó nuevamente en su puesto, con la delicadeza de quien posa una cereza sobre el bucle de la crema batida de un postre.

En mi casa todos sentimos que fue una fortuna dar con ella, nunca nos importó que en la cédula dijera que su nombre era Jader Albeiro, y que todavía no faltara quién la llamara así en la calle, porque sabíamos que en la vida lo importante no es como lo vean a uno sino sentirse a gusto con lo que uno sabe que es, sin andar dándole explicaciones a nadie, sin necesidad de estarse justificando tanto. Se es, punto. Y al que le gustó le gustó y al que no, no; y a partir de eso el que quiera opinar que opine.