Soy costeña de agua dulce porque, aunque mis pies no se hundan en la arena del mar, mi corazón está profundamente arraigado en esta tierra fértil de historia, música y tradición.
Normalmente, tengo una discusión con mis amigos porque, cuando alguien me pregunta de dónde soy, no dudo en responder que soy vallenata y ellos insisten en corregirme diciendo que soy valduparense. Y es que, aunque ambos términos parecen sinónimos, la diferencia va mucho más allá de un simple juego de palabras o un tema de oficialismo: es una cuestión de identidad.
En el fondo se encuentra el orgullo profundo del patrimonio cultural, histórico y social que representa ser vallenata. No se trata solo de haber nacido en esta ciudad, sino de ser parte de una tradición que ha marcado a Colombia y al mundo a través de la música, los relatos orales y una forma particular de ver la vida.
“Valduparense” suena más formal. Aún recuerdo lo raro que se me hacía leerlo en el directorio cuando era pequeña. Es como si me forzara a una categoría más urbana y técnica, ligada exclusivamente a los límites geográficos de Valledupar. La palabra tiene una connotación más racional, menos emocional y, sobre todo, menos cultural.
Al llamarme “vallenata” me conecto directamente con la esencia de mi tierra, no solo con su ubicación en el mapa. Ser vallenata es asumir con orgullo el legado del vallenato, ese género musical que nació entre los ríos y las montañas, en el cruce de caminos largos y culturas, y que refleja en sus notas la alegría, la tristeza y todo lo que implica la vida misma del provinciano.
Pero ser vallenata también es mucho más que la música. Es una forma de ser, de sentir, de vivir. Una mujer vallenata lleva en su alma la fuerza del acordeón, la pasión del canto y el carácter firme que solo da esta tierra. Como dice Iván Villazón en su canción “Noticias”:
“Mujeres tan sabrosazas y amañandoras,
Querendonas, parranderas, amoreras,
Fritan bien un patacón, arrumadora,
Y esas son las mujeres e’ Valledupar.”
Las mujeres vallenatas son el corazón de esta cultura. Son mujeres que saben celebrar la vida con una sonrisa, que dominan el arte de la parranda y que con sus manos preparan un buen patacón o cualquier manjar costeño, pero también son las que tienen una sabiduría y una picardía que las hace irresistibles. Son arrulladoras de la familia, amigas incondicionales y apasionadas por la música, el amor y la tradición. Ser vallenata es vivir con alegría, con entrega total, con una mezcla perfecta entre dulzura y carácter fuerte.
Esta conexión va más allá de la ciudad. Los que somos del Cesar, del Magdalena, de La Guajira, sentimos que el vallenato nos pertenece y que nosotros le pertenecemos a él. Es un símbolo que no se cansa de trascender fronteras y que habla del alma de toda una región. Al llamarme vallenata, no solo estoy reclamando mi vínculo con Valledupar, sino con todo un territorio que respira este ritmo, con sus juglares, sus cuentos, su gente.
Así, también soy orgullosamente costeña, pero de agua dulce. Esta expresión, que parece una contradicción, refleja una verdad intrínseca de quienes vivimos en el Valle del Cacique Upar. No somos costeños de mar, pero llevamos el Caribe en la sangre. La Sierra Nevada nos define tanto como los ríos Guatapurí y Cesar. No necesitamos vivir frente al mar para sentir la brisa caribeña, porque nuestro carácter, nuestra música y nuestras costumbres están impregnadas del sabor y la picardía del Caribe, pero con el toque de serenidad que nos brindan los ríos. Aquí no corren olas de mar, pero nuestras aguas dulces traen consigo el mismo frescor y la misma vida que nos hace quienes somos.
Cuando digo que soy vallenata y no valduparense, estoy abrazando esa identidad cultural que resuena en cada acorde de acordeón, en cada verso de los juglares y en cada rincón de la historia que ha tejido este hermoso territorio. Soy costeña de agua dulce porque, aunque mis pies no se hundan en la arena del mar, mi corazón está profundamente arraigado en esta tierra fértil de historia, música y tradición.
Y si alguien duda de lo que significa ser vallenata, no hay mejor forma de explicarlo que con las palabras de la canción “Yo Soy Vallenato”, interpretada por Poncho Zuleta e Iván Zuleta:
“Amorosa y buena es la Vallenata
y cuando se entrega lo hace con el alma…
amorosa y buena,
que otra no la iguala.”
Y claro, cuando una vallenata se entrega con el alma, lo hace con todo: su música, su alegría y, bueno, su carácter. Porque si hay algo que nos define, es esa mezcla de dulzura y temperamento que no cualquiera maneja. Y que otra no la iguala… ¡bueno, eso también es bastante cierto! Porque una vez que el vallenato te atrapa, ya no hay vuelta atrás.
Soy costeña de agua dulce porque, aunque mis pies no se hundan en la arena del mar, mi corazón está profundamente arraigado en esta tierra fértil de historia, música y tradición.
Normalmente, tengo una discusión con mis amigos porque, cuando alguien me pregunta de dónde soy, no dudo en responder que soy vallenata y ellos insisten en corregirme diciendo que soy valduparense. Y es que, aunque ambos términos parecen sinónimos, la diferencia va mucho más allá de un simple juego de palabras o un tema de oficialismo: es una cuestión de identidad.
En el fondo se encuentra el orgullo profundo del patrimonio cultural, histórico y social que representa ser vallenata. No se trata solo de haber nacido en esta ciudad, sino de ser parte de una tradición que ha marcado a Colombia y al mundo a través de la música, los relatos orales y una forma particular de ver la vida.
“Valduparense” suena más formal. Aún recuerdo lo raro que se me hacía leerlo en el directorio cuando era pequeña. Es como si me forzara a una categoría más urbana y técnica, ligada exclusivamente a los límites geográficos de Valledupar. La palabra tiene una connotación más racional, menos emocional y, sobre todo, menos cultural.
Al llamarme “vallenata” me conecto directamente con la esencia de mi tierra, no solo con su ubicación en el mapa. Ser vallenata es asumir con orgullo el legado del vallenato, ese género musical que nació entre los ríos y las montañas, en el cruce de caminos largos y culturas, y que refleja en sus notas la alegría, la tristeza y todo lo que implica la vida misma del provinciano.
Pero ser vallenata también es mucho más que la música. Es una forma de ser, de sentir, de vivir. Una mujer vallenata lleva en su alma la fuerza del acordeón, la pasión del canto y el carácter firme que solo da esta tierra. Como dice Iván Villazón en su canción “Noticias”:
“Mujeres tan sabrosazas y amañandoras,
Querendonas, parranderas, amoreras,
Fritan bien un patacón, arrumadora,
Y esas son las mujeres e’ Valledupar.”
Las mujeres vallenatas son el corazón de esta cultura. Son mujeres que saben celebrar la vida con una sonrisa, que dominan el arte de la parranda y que con sus manos preparan un buen patacón o cualquier manjar costeño, pero también son las que tienen una sabiduría y una picardía que las hace irresistibles. Son arrulladoras de la familia, amigas incondicionales y apasionadas por la música, el amor y la tradición. Ser vallenata es vivir con alegría, con entrega total, con una mezcla perfecta entre dulzura y carácter fuerte.
Esta conexión va más allá de la ciudad. Los que somos del Cesar, del Magdalena, de La Guajira, sentimos que el vallenato nos pertenece y que nosotros le pertenecemos a él. Es un símbolo que no se cansa de trascender fronteras y que habla del alma de toda una región. Al llamarme vallenata, no solo estoy reclamando mi vínculo con Valledupar, sino con todo un territorio que respira este ritmo, con sus juglares, sus cuentos, su gente.
Así, también soy orgullosamente costeña, pero de agua dulce. Esta expresión, que parece una contradicción, refleja una verdad intrínseca de quienes vivimos en el Valle del Cacique Upar. No somos costeños de mar, pero llevamos el Caribe en la sangre. La Sierra Nevada nos define tanto como los ríos Guatapurí y Cesar. No necesitamos vivir frente al mar para sentir la brisa caribeña, porque nuestro carácter, nuestra música y nuestras costumbres están impregnadas del sabor y la picardía del Caribe, pero con el toque de serenidad que nos brindan los ríos. Aquí no corren olas de mar, pero nuestras aguas dulces traen consigo el mismo frescor y la misma vida que nos hace quienes somos.
Cuando digo que soy vallenata y no valduparense, estoy abrazando esa identidad cultural que resuena en cada acorde de acordeón, en cada verso de los juglares y en cada rincón de la historia que ha tejido este hermoso territorio. Soy costeña de agua dulce porque, aunque mis pies no se hundan en la arena del mar, mi corazón está profundamente arraigado en esta tierra fértil de historia, música y tradición.
Y si alguien duda de lo que significa ser vallenata, no hay mejor forma de explicarlo que con las palabras de la canción “Yo Soy Vallenato”, interpretada por Poncho Zuleta e Iván Zuleta:
“Amorosa y buena es la Vallenata
y cuando se entrega lo hace con el alma…
amorosa y buena,
que otra no la iguala.”
Y claro, cuando una vallenata se entrega con el alma, lo hace con todo: su música, su alegría y, bueno, su carácter. Porque si hay algo que nos define, es esa mezcla de dulzura y temperamento que no cualquiera maneja. Y que otra no la iguala… ¡bueno, eso también es bastante cierto! Porque una vez que el vallenato te atrapa, ya no hay vuelta atrás.