Por: Imelda Daza Cotes La lucha por la sobrevivencia es a veces tan dramática que compromete la existencia misma y se convierte en un permanente desafío a la muerte. Es así para los llamados “Pimpineros” y para todos los que participan del arriesgado oficio de traficar con gasolina de contrabando, una actividad ilegal pero corriente […]
Por: Imelda Daza Cotes
La lucha por la sobrevivencia es a veces tan dramática que compromete la existencia misma y se convierte en un permanente desafío a la muerte. Es así para los llamados “Pimpineros” y para todos los que participan del arriesgado oficio de traficar con gasolina de contrabando, una actividad ilegal pero corriente que ocurre a lo largo de la frontera viva con Venezuela. En estos territorios son escasas las usuales estaciones de servicio de expendio de combustibles con lavado de carros, montallantas y venta de productos. Las hay, pero sus operaciones son reducidas. En Norte de Santander el “negocio” de las pimpinas está establecido desde hace más de cuatro décadas.
Ya no se discute su formalidad legal, las autoridades parecen haber claudicado en su deber de luchar contra esta riesgosa actividad y pasaron a preocuparse por implementar algunas medidas de seguridad como la no aglomeración de vendedores, la exigencia de disponer de un extinguidor, de una caneca con agua, de un bulto de arena, de un aviso que prohíba fumar y de otro que recomiende apagar el motor mientras el carro se provee de la gasolina. Son requerimientos mínimos e insuficientes para cubrir los enormes riesgos que implica la manipulación artesanal de un combustible altamente inflamable como la gasolina
En La Guajira y en el Cesar esta actividad se tornó cotidiana también y hoy es prácticamente aceptada por todos. Se escribe con frecuencia sobre el tema y se intenta alarmar a las autoridades, pero cada vez se cuestiona menos la legalidad. El contrabando ha sido una actividad tradicional en la región y el de la gasolina, aunque amenazante, es también un buen negocio. Las reglas del mercado se imponen y la realidad económica, caracterizada por un elevadísimo desempleo, lo estimula. La gasolina se compra muy barata en Venezuela y eso la hace más que competitiva en Colombia y la desocupación lleva, a quienes la padecen, a desafiar la muerte a diario con tal de obtener unos ingresos. No en vano más de ocho mil familias de la región dependen de este oficio. En Cuestecitas y en La Paz cada hogar tiene algún vínculo con este negocio. Todo el mundo sabe cómo funciona; todos conocen las rutas del contrabando, y las “caravanas de la muerte” -viejos vehículos adaptados para el oficio- transitan desafiantes por las carreteras y caminos. A lo largo de un kilómetro puede haber hasta 6 puestos de venta, a la vista de todo el que pase por allí, incluida la Policía. Los clientes son buses, taxis, camionetas, motos y carros (oficiales y particulares) y hasta algunas patrullas de la policía.
En los pueblos, la gasolina se vende en las calles o en viviendas corrientes habitadas por familias con niños que, además del riesgo de incendio, inhalan permanentemente los peligrosos gases, es decir, el problema no es sólo la seguridad sino además la salubridad.
En el negocio se ocupan hombres y mujeres, jóvenes en su mayoría, algunos trabajan durísimo, en jornadas diurnas y a veces nocturnas de hasta 12 horas y sin día de descanso. Los expendedores son los que menos ganan; sin embargo, un pimpinero puede lograr entre dos y tres salarios mínimos mensuales. Por eso es difícil cambiar de oficio. El riesgo es un imponderable que los pobres no logran dimensionar. De ahí que las campañas de reconversión social convenzan a muy pocos. Urgen políticas serias de generación de empleo. Las medidas represivas tampoco han ayudado porque el problema no puede resolverse “problematizándolo”. La represión en ningún caso es solución. Alguna vez un grupo de pimpineros amenazó con rociarse la gasolina en el cuerpo e incendiarse si el gobierno insistía en quitarles el trabajo
El afán del rebusque ante la falta de oportunidades laborales ha llevado a miles de personas a caer en la “trampa mortal” del oficio de Pimpineros. Cuánta gente joven sacrificada o frustrada, cuántos talentos desperdiciados habrá entre esos muchachos que desesperadamente buscan una solución a su drama cotidiano. La ciudadanía por su parte parece haberse acostumbrado al fenómeno, que asombra y asusta cuando –como en mi caso- se le enfrenta por primera vez.
Las autoridades han demostrado incapacidad total ante una situación tan grave y tan amenazante. Son muy frecuentes los accidentes mortales y el peligro es general, no sólo para los Pimpineros. Hay lugares donde una chispa bastaría para arrasar con todo y serán esas mismas autoridades las que deberán responder si ocurriera una catástrofe, por demás anunciada.
Por: Imelda Daza Cotes La lucha por la sobrevivencia es a veces tan dramática que compromete la existencia misma y se convierte en un permanente desafío a la muerte. Es así para los llamados “Pimpineros” y para todos los que participan del arriesgado oficio de traficar con gasolina de contrabando, una actividad ilegal pero corriente […]
Por: Imelda Daza Cotes
La lucha por la sobrevivencia es a veces tan dramática que compromete la existencia misma y se convierte en un permanente desafío a la muerte. Es así para los llamados “Pimpineros” y para todos los que participan del arriesgado oficio de traficar con gasolina de contrabando, una actividad ilegal pero corriente que ocurre a lo largo de la frontera viva con Venezuela. En estos territorios son escasas las usuales estaciones de servicio de expendio de combustibles con lavado de carros, montallantas y venta de productos. Las hay, pero sus operaciones son reducidas. En Norte de Santander el “negocio” de las pimpinas está establecido desde hace más de cuatro décadas.
Ya no se discute su formalidad legal, las autoridades parecen haber claudicado en su deber de luchar contra esta riesgosa actividad y pasaron a preocuparse por implementar algunas medidas de seguridad como la no aglomeración de vendedores, la exigencia de disponer de un extinguidor, de una caneca con agua, de un bulto de arena, de un aviso que prohíba fumar y de otro que recomiende apagar el motor mientras el carro se provee de la gasolina. Son requerimientos mínimos e insuficientes para cubrir los enormes riesgos que implica la manipulación artesanal de un combustible altamente inflamable como la gasolina
En La Guajira y en el Cesar esta actividad se tornó cotidiana también y hoy es prácticamente aceptada por todos. Se escribe con frecuencia sobre el tema y se intenta alarmar a las autoridades, pero cada vez se cuestiona menos la legalidad. El contrabando ha sido una actividad tradicional en la región y el de la gasolina, aunque amenazante, es también un buen negocio. Las reglas del mercado se imponen y la realidad económica, caracterizada por un elevadísimo desempleo, lo estimula. La gasolina se compra muy barata en Venezuela y eso la hace más que competitiva en Colombia y la desocupación lleva, a quienes la padecen, a desafiar la muerte a diario con tal de obtener unos ingresos. No en vano más de ocho mil familias de la región dependen de este oficio. En Cuestecitas y en La Paz cada hogar tiene algún vínculo con este negocio. Todo el mundo sabe cómo funciona; todos conocen las rutas del contrabando, y las “caravanas de la muerte” -viejos vehículos adaptados para el oficio- transitan desafiantes por las carreteras y caminos. A lo largo de un kilómetro puede haber hasta 6 puestos de venta, a la vista de todo el que pase por allí, incluida la Policía. Los clientes son buses, taxis, camionetas, motos y carros (oficiales y particulares) y hasta algunas patrullas de la policía.
En los pueblos, la gasolina se vende en las calles o en viviendas corrientes habitadas por familias con niños que, además del riesgo de incendio, inhalan permanentemente los peligrosos gases, es decir, el problema no es sólo la seguridad sino además la salubridad.
En el negocio se ocupan hombres y mujeres, jóvenes en su mayoría, algunos trabajan durísimo, en jornadas diurnas y a veces nocturnas de hasta 12 horas y sin día de descanso. Los expendedores son los que menos ganan; sin embargo, un pimpinero puede lograr entre dos y tres salarios mínimos mensuales. Por eso es difícil cambiar de oficio. El riesgo es un imponderable que los pobres no logran dimensionar. De ahí que las campañas de reconversión social convenzan a muy pocos. Urgen políticas serias de generación de empleo. Las medidas represivas tampoco han ayudado porque el problema no puede resolverse “problematizándolo”. La represión en ningún caso es solución. Alguna vez un grupo de pimpineros amenazó con rociarse la gasolina en el cuerpo e incendiarse si el gobierno insistía en quitarles el trabajo
El afán del rebusque ante la falta de oportunidades laborales ha llevado a miles de personas a caer en la “trampa mortal” del oficio de Pimpineros. Cuánta gente joven sacrificada o frustrada, cuántos talentos desperdiciados habrá entre esos muchachos que desesperadamente buscan una solución a su drama cotidiano. La ciudadanía por su parte parece haberse acostumbrado al fenómeno, que asombra y asusta cuando –como en mi caso- se le enfrenta por primera vez.
Las autoridades han demostrado incapacidad total ante una situación tan grave y tan amenazante. Son muy frecuentes los accidentes mortales y el peligro es general, no sólo para los Pimpineros. Hay lugares donde una chispa bastaría para arrasar con todo y serán esas mismas autoridades las que deberán responder si ocurriera una catástrofe, por demás anunciada.