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Columnista - 9 enero, 2019

Los mil y un ojos de Leandro

Eran los tiempos de Matilde Lina, la misma que “cuando camina, hasta sonríe la sabana” y de aquellos lugares que “ya tienen su Diosa Coronada”. Era también mi primer día de consulta, como médico rural, recién egresado de la Universidad de Cartagena, en el Puesto de Salud de San Diego, Cesar. Ahí me aguardaban dos […]

Eran los tiempos de Matilde Lina, la misma que “cuando camina, hasta sonríe la sabana” y de aquellos lugares que “ya tienen su Diosa Coronada”.

Era también mi primer día de consulta, como médico rural, recién egresado de la Universidad de Cartagena, en el Puesto de Salud de San Diego, Cesar.

Ahí me aguardaban dos seres maravillosos, pertenecientes al mundo mágico de aquellas provincias bendecidas por Dios y la madre naturaleza: el Dr. Maya, quien le pronosticó a Rafael Escalona que “se ahogaría en la corriente del Cesar por andar de enamorao”, y el maestro Leandro Díaz Duarte, un ser intemporal, llegado al mundo en Hato Nuevo, Guajira, el 20 de febrero de 1928.

El Dr. Maya vino a darme la bienvenida, a ponerse a la orden; recuerdo su humildad y modales, propios de caballeros en vía de extinción.

Leandro trajo a Clementina Ramos Ustáris, quien padecía enorme y molestoso coto, pero que, según él, le servía de orientación en las noches de calentura, indicándole dónde quedaba el norte y dónde el sur de su fiel compañera.

Desde ese instante nació una amistad sincera y perdurable. En cierta ocasión, mientras conversábamos en su humilde pero digna vivienda, le solté la duda que tenía atragantada desde el primer día:

-Maestro Leandro, dígame la verdad. Conociendo, como conozco, que el proceso de la visión es sumamente complejo, y es la que nos permite apreciar la esencia del mundo exterior, yo dudo que usted sea ciego de nacimiento: describe en versos y canciones los encantos de la mujer amada, la hecatombe de El Verano y la explosión de colores de La Primavera, ¡con más detalles que el mejor de los videntes!

A lo que contestó meciéndose en su chinchorro guajiro:

–Médico, los ojos no ven lo que la mente no sabe. ¿Quién dice que yo no veo? Tengo miles de ojos sobre la piel, en la frente, oídos, en la punta de mis dedos, que iluminan mi alma… Veo lo que pocos ven… ¡los sentimientos!, y soy capaz de convertirlos en versos melódicos, para que, tanto Gabito como el ordeñador de Tocaimo, jóvenes y ancianos, blancos, indios o negros, los saboreen sin mezquindades. Yo no nací llorando; mi madre, María Ignacia, aseguraba que nací cantando y moriré cantando”.

Así fue, el 22 de febrero de 2013, en Valledupar, a sus 85 años, el maestro Leandro guindó, para siempre, su chinchorro de paseos y merengues, entre racimos de aplausos y luceros.

Columnista
9 enero, 2019

Los mil y un ojos de Leandro

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Henry vergara Sagbini

Eran los tiempos de Matilde Lina, la misma que “cuando camina, hasta sonríe la sabana” y de aquellos lugares que “ya tienen su Diosa Coronada”. Era también mi primer día de consulta, como médico rural, recién egresado de la Universidad de Cartagena, en el Puesto de Salud de San Diego, Cesar. Ahí me aguardaban dos […]


Eran los tiempos de Matilde Lina, la misma que “cuando camina, hasta sonríe la sabana” y de aquellos lugares que “ya tienen su Diosa Coronada”.

Era también mi primer día de consulta, como médico rural, recién egresado de la Universidad de Cartagena, en el Puesto de Salud de San Diego, Cesar.

Ahí me aguardaban dos seres maravillosos, pertenecientes al mundo mágico de aquellas provincias bendecidas por Dios y la madre naturaleza: el Dr. Maya, quien le pronosticó a Rafael Escalona que “se ahogaría en la corriente del Cesar por andar de enamorao”, y el maestro Leandro Díaz Duarte, un ser intemporal, llegado al mundo en Hato Nuevo, Guajira, el 20 de febrero de 1928.

El Dr. Maya vino a darme la bienvenida, a ponerse a la orden; recuerdo su humildad y modales, propios de caballeros en vía de extinción.

Leandro trajo a Clementina Ramos Ustáris, quien padecía enorme y molestoso coto, pero que, según él, le servía de orientación en las noches de calentura, indicándole dónde quedaba el norte y dónde el sur de su fiel compañera.

Desde ese instante nació una amistad sincera y perdurable. En cierta ocasión, mientras conversábamos en su humilde pero digna vivienda, le solté la duda que tenía atragantada desde el primer día:

-Maestro Leandro, dígame la verdad. Conociendo, como conozco, que el proceso de la visión es sumamente complejo, y es la que nos permite apreciar la esencia del mundo exterior, yo dudo que usted sea ciego de nacimiento: describe en versos y canciones los encantos de la mujer amada, la hecatombe de El Verano y la explosión de colores de La Primavera, ¡con más detalles que el mejor de los videntes!

A lo que contestó meciéndose en su chinchorro guajiro:

–Médico, los ojos no ven lo que la mente no sabe. ¿Quién dice que yo no veo? Tengo miles de ojos sobre la piel, en la frente, oídos, en la punta de mis dedos, que iluminan mi alma… Veo lo que pocos ven… ¡los sentimientos!, y soy capaz de convertirlos en versos melódicos, para que, tanto Gabito como el ordeñador de Tocaimo, jóvenes y ancianos, blancos, indios o negros, los saboreen sin mezquindades. Yo no nací llorando; mi madre, María Ignacia, aseguraba que nací cantando y moriré cantando”.

Así fue, el 22 de febrero de 2013, en Valledupar, a sus 85 años, el maestro Leandro guindó, para siempre, su chinchorro de paseos y merengues, entre racimos de aplausos y luceros.