De un momento a otro un hombre amoroso dejó que las compuertas de los celos se abrieran de par en par, emprendiéndola contra la mujer que le había dado la alegría de cinco hijos en menos de 13 años.
Por estos días cuando los medios de comunicación registran dolorosas noticias de agresiones físicas entre las parejas y las órdenes de captura son el pan de cada día, aparecen los recuerdos de sucesos similares cuando me desempeñé como Inspector Central de Policía en Chimichagua.
De un momento a otro un hombre amoroso dejó que las compuertas de los celos se abrieran de par en par, emprendiéndola contra la mujer que le había dado la alegría de cinco hijos en menos de 13 años. A él le contaron en su jornada de pesca que ella le era infiel.
Esa mañana del tres de junio de 1985 Ignacio Díaz después de una larga jornada de trasnocho, canoa y atarraya llegó a su casa con el producto de la pesca. No musitó palabra, tampoco tomó tinto, como era su costumbre. Por dentro lo carcomía la rabia teniendo envenenado el cerebro y para medio calmarse salió a dar una vuelta por el pueblo sin rumbo fijo. Mientras tanto su mujer María Felipa Arias, estaba dedicada en fritar los pescados para el desayuno.
De un momento a otro Ignacio entró y se dirigió al cuarto donde sacó un machete y aprovechando que su mujer estaba descuidada le dejó caer tres ‘planazos’ en la espalda. Entonces sus hijos desesperados y llorando, al ver ese cuadro de dolor, rodearon a su papá para que no le hiciera más daño a su mamá. La rabia era tal que Ignacio repetía una retahíla de insultos y los vecinos al escuchar los gritos llegaron y evitaron una tragedia.
Ante el estado de angustia y por las heridas causadas se hizo necesario el traslado de María Felipa al hospital de Chimichagua, donde la atendieron con prontitud.
El médico además de tratarla, le aconsejó denunciar a su marido. Ella no quería porque todo era mentira. Pudo más la insistencia demandándolo por lesiones personales. El médico le ayudó a redactar la carta dirigida al Inspector Central de Policía donde ella contaba detalles del hecho.
“No he sido infiel con él y todo se debe a que a mi casa iba un joven a contarme las penas de amor por una prima mía que lo dejó, pidiéndome que lo ayudara. Ese ha sido mi pecado y seguro que alguno le dijo cosas que no son. Inspector, lo juro por mis hijos, que son lo que más quiero, que yo no le he faltado en nada”. La carta fue contundente y la falta cometida mucho más, por lo que se le expidió a Ignacio la boleta de captura, que el mismo inspector acompañado de dos agentes de policía hizo efectiva.
Ignacio no esperaba que llegaran a capturarlo a su casa en el corregimiento de Sempegua, municipio de Chimichagua. Estaba arrepentido por lo que le había hecho a su mujer y así lo manifestaba a todos, especialmente a sus hijos. No tuvo otra alternativa que acompañar a la comisión policial.
En medio del traslado por la majestuosa y bella ciénaga de Zapatosa, él se la pasó diciendo que se cegó por los celos. Pedía que lo soltaran porque sus hijos lo necesitaban y su mujer lo iba a comprender. Los ruegos y lamentos se los llevó la brisa que sacudía el bote de madera porque no había reversa a la decisión.
Cuando menos se esperaba y el detenido cumplía un mes preso, María Felipa se presentó a la Inspección Central de Policía a retirar la demanda con el argumento de que ya estaba bueno el castigo. Además esgrimía que sus hijos estaban solos y necesitaban a su papá para solventar las necesidades de la casa.
Ante el perdón que le daba su mujer, y viendo que sus hijos no eran culpables de nada, el Inspector Central de Policía optó por darle a Ignacio la boleta de libertad, no sin antes reunirlos en su oficina y dictarles una cátedra de amor y comprensión en el hogar. Durante 15 minutos el inspector tomó la palabra y ante varios testigos, les hizo comprender la importancia de la unión matrimonial, el amor hacia los hijos y el respeto entre la pareja.
“La confianza y el diálogo deben ser el punto de partida para que no lleguen a presentarse estos casos donde los daños pueden ser irreparables. Miren que los perjudicados han sido sus hijos y todo por dejarse llevar por malos comentarios que no miden las consecuencias. Espero que esto sirva para borrar los celos y sean una pareja unida en todo momento”, dijo el inspector.
Les hizo levantar de la larga banca color café, ponerse la mano en el corazón y repetir una oración donde se pedía a Dios por la bendición de ese hogar. Seguidamente, el funcionario hizo que Ignacio Díaz firmara un documento donde se comprometía a mejorar de ahora en adelante su comportamiento, siendo evaluado por el corregidor de Sempegua y por su propia esposa, a petición de ella.
El inspector les habló también a los hijos para que ayudaran a sus padres dándose cuenta que lo pasado había sido un momento infortunado y la idea era volver a la normalidad. Mientras, el inspector hablaba a Ignacio lo sacudía un golpe de arrepentimiento que le humedeció la mirada. Después él juró rectificar el camino y esta pareja selló el compromiso con un beso, aplaudido por sus hijos. Salieron sonrientes para su pueblo y con el racimo de hijos colgados por todas partes.
Pasados 39 años de aquel acontecimiento en el pueblo pesquero de Sempegua, Ignacio y María Felipa nunca volvieron a pelear, incluso llegaron tres hijos más, haciendo posible que el amor se multiplicara.
Aquel momento difícil quedó en el olvido y la palabra celos ellos la sacaron de sus vidas, porque la comprensión reinó en esa pareja donde ocho hijos y varios nietos, fueron la materia prima para que la felicidad tuviera su nido de amor, logrando que ese hecho fuera capaz de poner en palabras los más hermosos sentimientos. Además, el corazón sacó sus reservas para que fuera una luna de miel eterna, regando en el camino risas, esperanzas y sueños para que el amor no dejara de florecer.
Al final Ignacio Díaz y María Felipa Arias, pusieron en práctica un versículo de la Biblia, que aparece en Cantares 8:7. “Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos”. Amén.
Por Juan Rincón Vanegas
@juanrinconv
De un momento a otro un hombre amoroso dejó que las compuertas de los celos se abrieran de par en par, emprendiéndola contra la mujer que le había dado la alegría de cinco hijos en menos de 13 años.
Por estos días cuando los medios de comunicación registran dolorosas noticias de agresiones físicas entre las parejas y las órdenes de captura son el pan de cada día, aparecen los recuerdos de sucesos similares cuando me desempeñé como Inspector Central de Policía en Chimichagua.
De un momento a otro un hombre amoroso dejó que las compuertas de los celos se abrieran de par en par, emprendiéndola contra la mujer que le había dado la alegría de cinco hijos en menos de 13 años. A él le contaron en su jornada de pesca que ella le era infiel.
Esa mañana del tres de junio de 1985 Ignacio Díaz después de una larga jornada de trasnocho, canoa y atarraya llegó a su casa con el producto de la pesca. No musitó palabra, tampoco tomó tinto, como era su costumbre. Por dentro lo carcomía la rabia teniendo envenenado el cerebro y para medio calmarse salió a dar una vuelta por el pueblo sin rumbo fijo. Mientras tanto su mujer María Felipa Arias, estaba dedicada en fritar los pescados para el desayuno.
De un momento a otro Ignacio entró y se dirigió al cuarto donde sacó un machete y aprovechando que su mujer estaba descuidada le dejó caer tres ‘planazos’ en la espalda. Entonces sus hijos desesperados y llorando, al ver ese cuadro de dolor, rodearon a su papá para que no le hiciera más daño a su mamá. La rabia era tal que Ignacio repetía una retahíla de insultos y los vecinos al escuchar los gritos llegaron y evitaron una tragedia.
Ante el estado de angustia y por las heridas causadas se hizo necesario el traslado de María Felipa al hospital de Chimichagua, donde la atendieron con prontitud.
El médico además de tratarla, le aconsejó denunciar a su marido. Ella no quería porque todo era mentira. Pudo más la insistencia demandándolo por lesiones personales. El médico le ayudó a redactar la carta dirigida al Inspector Central de Policía donde ella contaba detalles del hecho.
“No he sido infiel con él y todo se debe a que a mi casa iba un joven a contarme las penas de amor por una prima mía que lo dejó, pidiéndome que lo ayudara. Ese ha sido mi pecado y seguro que alguno le dijo cosas que no son. Inspector, lo juro por mis hijos, que son lo que más quiero, que yo no le he faltado en nada”. La carta fue contundente y la falta cometida mucho más, por lo que se le expidió a Ignacio la boleta de captura, que el mismo inspector acompañado de dos agentes de policía hizo efectiva.
Ignacio no esperaba que llegaran a capturarlo a su casa en el corregimiento de Sempegua, municipio de Chimichagua. Estaba arrepentido por lo que le había hecho a su mujer y así lo manifestaba a todos, especialmente a sus hijos. No tuvo otra alternativa que acompañar a la comisión policial.
En medio del traslado por la majestuosa y bella ciénaga de Zapatosa, él se la pasó diciendo que se cegó por los celos. Pedía que lo soltaran porque sus hijos lo necesitaban y su mujer lo iba a comprender. Los ruegos y lamentos se los llevó la brisa que sacudía el bote de madera porque no había reversa a la decisión.
Cuando menos se esperaba y el detenido cumplía un mes preso, María Felipa se presentó a la Inspección Central de Policía a retirar la demanda con el argumento de que ya estaba bueno el castigo. Además esgrimía que sus hijos estaban solos y necesitaban a su papá para solventar las necesidades de la casa.
Ante el perdón que le daba su mujer, y viendo que sus hijos no eran culpables de nada, el Inspector Central de Policía optó por darle a Ignacio la boleta de libertad, no sin antes reunirlos en su oficina y dictarles una cátedra de amor y comprensión en el hogar. Durante 15 minutos el inspector tomó la palabra y ante varios testigos, les hizo comprender la importancia de la unión matrimonial, el amor hacia los hijos y el respeto entre la pareja.
“La confianza y el diálogo deben ser el punto de partida para que no lleguen a presentarse estos casos donde los daños pueden ser irreparables. Miren que los perjudicados han sido sus hijos y todo por dejarse llevar por malos comentarios que no miden las consecuencias. Espero que esto sirva para borrar los celos y sean una pareja unida en todo momento”, dijo el inspector.
Les hizo levantar de la larga banca color café, ponerse la mano en el corazón y repetir una oración donde se pedía a Dios por la bendición de ese hogar. Seguidamente, el funcionario hizo que Ignacio Díaz firmara un documento donde se comprometía a mejorar de ahora en adelante su comportamiento, siendo evaluado por el corregidor de Sempegua y por su propia esposa, a petición de ella.
El inspector les habló también a los hijos para que ayudaran a sus padres dándose cuenta que lo pasado había sido un momento infortunado y la idea era volver a la normalidad. Mientras, el inspector hablaba a Ignacio lo sacudía un golpe de arrepentimiento que le humedeció la mirada. Después él juró rectificar el camino y esta pareja selló el compromiso con un beso, aplaudido por sus hijos. Salieron sonrientes para su pueblo y con el racimo de hijos colgados por todas partes.
Pasados 39 años de aquel acontecimiento en el pueblo pesquero de Sempegua, Ignacio y María Felipa nunca volvieron a pelear, incluso llegaron tres hijos más, haciendo posible que el amor se multiplicara.
Aquel momento difícil quedó en el olvido y la palabra celos ellos la sacaron de sus vidas, porque la comprensión reinó en esa pareja donde ocho hijos y varios nietos, fueron la materia prima para que la felicidad tuviera su nido de amor, logrando que ese hecho fuera capaz de poner en palabras los más hermosos sentimientos. Además, el corazón sacó sus reservas para que fuera una luna de miel eterna, regando en el camino risas, esperanzas y sueños para que el amor no dejara de florecer.
Al final Ignacio Díaz y María Felipa Arias, pusieron en práctica un versículo de la Biblia, que aparece en Cantares 8:7. “Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos”. Amén.
Por Juan Rincón Vanegas
@juanrinconv