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Columnista - 9 noviembre, 2013

Lo que no tengo y lo que no quiero

Por Marlon Javier Domínguez                        Uno de los grandes enigmas y preocupaciones de la humanidad es la muerte. En efecto, el ser humano en normales condiciones se resiste ante ese momento final de su existencia. Nadie quiere morir y, cuando alguien desea que su vida […]

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Por Marlon Javier Domínguez                       

Uno de los grandes enigmas y preocupaciones de la humanidad es la muerte. En efecto, el ser humano en normales condiciones se resiste ante ese momento final de su existencia. Nadie quiere morir y, cuando alguien desea que su vida termine es porque, debido a un alto nivel de angustia, dolor, sufrimiento y desesperanza, se encuentra fuera de sí; o porque la esperanza de encontrar algo mejor que la vida misma es más fuerte que el natural instinto de supervivencia. Pero en condiciones normales nadie quiere que llegue el último momento, porque “la figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa”. De alguna manera, aún a pesar de las concepciones religiosas, la muerte es temida por ser vista como la desaparición total del ser.

Sin embargo, tarde o temprano tendremos que enfrentarnos a ese crucial momento que realmente prueba a todo ser humano y que confirma una célebre sentencia: “por la forma como un hombre muere se conoce cómo vivió”. Ello pone ante nuestros ojos una cuestión tan antigua como la humanidad misma: ¿Hay algo después de la muerte? Y, si la respuesta es positiva, ¿Qué es ese algo? ¿Tienen todos los seres humanos el mismo destino, o existe una especie de vida eterna estratificada en la que unos gozan de beneficios y otros padecen necesidades? Las respuestas son muy variadas. La literatura está plagada de “testimonios” de quienes dicen haber visto el más allá; en algunos casos se trata de proyecciones inconexas del inconsciente, tan absurdas que no resistirían ni el más somero análisis de la lógica proposicional; en otros casos se trata de discursos cuidadosamente examinados y ajustados a un determinado cuerpo de doctrina. Determinar si estos o aquellos son auténticas revelaciones de la divinidad escapa por completo a mi competencia. Lo cierto es que la muerte y su posible después roban el sueño a la humanidad, aunque haya quienes afirmen con vehemencia que tal cosa no les trasnocha.

En el Evangelio que se lee en la Misa de hoy, Jesús enseña algo interesante al respecto: La muerte no es el final de la existencia, sino la transformación de la misma. El estado que cada quien experimente después de ella depende de la forma como se haya asumido la vida terrenal. Quienes realmente hayan amado tendrán a Dios y, con él, lo poseerán todo; quienes se hayan resistido al amor sufrirán el más grande de los tormentos: la ausencia de Dios. ¿Cuáles serán los pormenores de tales situaciones? Jesús no lo dice y yo no me siento con la suficiente osadía para hacer conjeturas al respecto.

Otro elemento importante que resalta el Maestro Jesús es que, mientras vivimos aquí, tenemos necesidades y aspiraciones que intentamos satisfacer con la adquisición de bienes, la diversión, el trabajo, el afecto de los hijos, el matrimonio, etc. Pero cuando poseamos a Dios ya no habrá necesidad de nada más. Hablar de los pormenores de lo primero requeriría espacio y no lo tengo; hablar de los pormenores de lo segundo requeriría morirme y no lo quiero.

 

Columnista
9 noviembre, 2013

Lo que no tengo y lo que no quiero

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

Por Marlon Javier Domínguez                        Uno de los grandes enigmas y preocupaciones de la humanidad es la muerte. En efecto, el ser humano en normales condiciones se resiste ante ese momento final de su existencia. Nadie quiere morir y, cuando alguien desea que su vida […]


Por Marlon Javier Domínguez                       

Uno de los grandes enigmas y preocupaciones de la humanidad es la muerte. En efecto, el ser humano en normales condiciones se resiste ante ese momento final de su existencia. Nadie quiere morir y, cuando alguien desea que su vida termine es porque, debido a un alto nivel de angustia, dolor, sufrimiento y desesperanza, se encuentra fuera de sí; o porque la esperanza de encontrar algo mejor que la vida misma es más fuerte que el natural instinto de supervivencia. Pero en condiciones normales nadie quiere que llegue el último momento, porque “la figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa”. De alguna manera, aún a pesar de las concepciones religiosas, la muerte es temida por ser vista como la desaparición total del ser.

Sin embargo, tarde o temprano tendremos que enfrentarnos a ese crucial momento que realmente prueba a todo ser humano y que confirma una célebre sentencia: “por la forma como un hombre muere se conoce cómo vivió”. Ello pone ante nuestros ojos una cuestión tan antigua como la humanidad misma: ¿Hay algo después de la muerte? Y, si la respuesta es positiva, ¿Qué es ese algo? ¿Tienen todos los seres humanos el mismo destino, o existe una especie de vida eterna estratificada en la que unos gozan de beneficios y otros padecen necesidades? Las respuestas son muy variadas. La literatura está plagada de “testimonios” de quienes dicen haber visto el más allá; en algunos casos se trata de proyecciones inconexas del inconsciente, tan absurdas que no resistirían ni el más somero análisis de la lógica proposicional; en otros casos se trata de discursos cuidadosamente examinados y ajustados a un determinado cuerpo de doctrina. Determinar si estos o aquellos son auténticas revelaciones de la divinidad escapa por completo a mi competencia. Lo cierto es que la muerte y su posible después roban el sueño a la humanidad, aunque haya quienes afirmen con vehemencia que tal cosa no les trasnocha.

En el Evangelio que se lee en la Misa de hoy, Jesús enseña algo interesante al respecto: La muerte no es el final de la existencia, sino la transformación de la misma. El estado que cada quien experimente después de ella depende de la forma como se haya asumido la vida terrenal. Quienes realmente hayan amado tendrán a Dios y, con él, lo poseerán todo; quienes se hayan resistido al amor sufrirán el más grande de los tormentos: la ausencia de Dios. ¿Cuáles serán los pormenores de tales situaciones? Jesús no lo dice y yo no me siento con la suficiente osadía para hacer conjeturas al respecto.

Otro elemento importante que resalta el Maestro Jesús es que, mientras vivimos aquí, tenemos necesidades y aspiraciones que intentamos satisfacer con la adquisición de bienes, la diversión, el trabajo, el afecto de los hijos, el matrimonio, etc. Pero cuando poseamos a Dios ya no habrá necesidad de nada más. Hablar de los pormenores de lo primero requeriría espacio y no lo tengo; hablar de los pormenores de lo segundo requeriría morirme y no lo quiero.