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Columnista - 15 diciembre, 2021

¡Llamen a la Policía!

Mientras asistía a una ceremonia militar en la Décima Brigada, un asistente le preguntó a su comandante: “General, ¿por qué el Ejército ingresa a sus filas a tanto soldado delincuente, consumidores de droga y toda clase de responsables de delitos de toda índole?”. La respuesta del oficial nos dejó una gran reflexión a todos los […]

Mientras asistía a una ceremonia militar en la Décima Brigada, un asistente le preguntó a su comandante: “General, ¿por qué el Ejército ingresa a sus filas a tanto soldado delincuente, consumidores de droga y toda clase de responsables de delitos de toda índole?”.

La respuesta del oficial nos dejó una gran reflexión a todos los asistentes:   “…Señora, los soldados no se vuelven delincuentes en el Ejército, recuerde que mis soldados los recluto de esta misma comunidad y de todas las regiones del país”.  

La respuesta pudo pasar desapercibida, incluso no se dimensionó su alcance, porque no solo los soldados salen de esta sociedad, también los policías, los jueces, los servidores públicos, los médicos y abogados con los que nos topamos  a diario.

Por ello, intentaré explicar la explosión de los indicadores del delito, no solo en la ciudad sino en todo el territorio nacional, dando como resultado que siempre exigimos como ciudadanos que la Policía y la justicia “hagan algo” para frenar el aumento del mismo de manera desaforada.

Pero surge un cuestionamiento a la sociedad misma: ¿Por qué necesitamos cada vez más de la fuerza para controlarnos? ¿En qué tipo de sociedad nos hemos convertido como para necesitar mayores acciones por parte de la autoridad?

Desde el principio de la humanidad se han planteado formas de organización social  estableciendo  límites y reglas de juego para que todos los que compartimos espacio y hábitat  podamos convivir de manera pacífica, ordenada, respetuosa de dichos límites y todo cuanto contenga el acuerdo o el contrato social que es aceptado por la comunidad como rector de nuestras conductas; este contrato social o acuerdo lo llamamos leyes, normas, reglamentos entre otros.

Pero: ¿qué pasa cuando ese orden o esos acuerdos son rotos por algún miembro de la comunidad? Lo que debería pasar es que esa misma comunidad pueda resolverlos desde la exigencia civil, del llamado a cumplir lo pactado, es lo que el humano racional hace o debería hacer dentro del sentido común.

Pero nuestra realidad es diferente, la ruptura de esas normas, que empezaron por pequeñas e inofensivas acciones contrarias a la convivencia, como arrojar basuras en la calle, subir el volumen de la música, pequeños incidentes de tránsito o no recoger el estiércol de la mascota, fueron subiendo de nivel hasta llegar al punto en el que nos encontramos hoy: homicidios, hurtos, riñas con lesiones graves, y toda suerte de violencia asociada a la intolerancia.

Este escenario podría tener dos posibles soluciones; la primera tiene que ver con reeducar a la sociedad desde los primeros niveles escolares y hasta el último nivel educativo, esto implica replantear el modelo de educación por completo desde su estructura, pasando por todo su contenido, donde las disciplinas como la ética, los valores, la democracia, la urbanidad se complementan con la sensibilización de los hogares y las familias; enseñar tolerancia, respeto, convivencia, etc. 

Y aquí debe jugar un papel preponderante el Estado como tal, y para ello requiere una ampliación sin precedentes de ese mismo Estado para que intervenga, en el buen sentido, todos los factores que hoy generan esa violencia. 

El ICBF, el SENA, las universidades públicas y privadas, las EPS, las ONG y toda una articulación Estado-sociedad para llevar programas de prevención, capacitación y soluciones a los habitantes de manera efectiva.

Mientras se avanza en la primera estrategia, se debe acompañar con una justicia efectiva y eficiente, por ejemplo: hacer una revisión al código penal para garantizar que la aplicación de las penas a los delitos sean efectivas, revisar con lupa el beneficio de la “casa por cárcel”, reformar el sistema penitenciario en cuanto  a su administración y sus objetivos.

Además, ampliar y fortalecer los distritos judiciales, que cada municipio tenga al menos jueces, fiscales, CTI, investigadores forenses y todo el soporte para resolver de manera expedita los delitos  menores, que hoy al no ser resueltos o atendidos de manera efectiva, terminan administrando justicia por mano propia.

Descongestionar los despachos, aumentar la cantidad de jueces, fiscales y policía judicial con una reforma estructural profunda al aparato judicial y la presencia efectiva del Estado en todos los territorios debe prevenir y disminuir el delito. Si eso no funciona, ¡llamen a la policía! 

Columnista
15 diciembre, 2021

¡Llamen a la Policía!

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Eloy Gutiérrez Anaya

Mientras asistía a una ceremonia militar en la Décima Brigada, un asistente le preguntó a su comandante: “General, ¿por qué el Ejército ingresa a sus filas a tanto soldado delincuente, consumidores de droga y toda clase de responsables de delitos de toda índole?”. La respuesta del oficial nos dejó una gran reflexión a todos los […]


Mientras asistía a una ceremonia militar en la Décima Brigada, un asistente le preguntó a su comandante: “General, ¿por qué el Ejército ingresa a sus filas a tanto soldado delincuente, consumidores de droga y toda clase de responsables de delitos de toda índole?”.

La respuesta del oficial nos dejó una gran reflexión a todos los asistentes:   “…Señora, los soldados no se vuelven delincuentes en el Ejército, recuerde que mis soldados los recluto de esta misma comunidad y de todas las regiones del país”.  

La respuesta pudo pasar desapercibida, incluso no se dimensionó su alcance, porque no solo los soldados salen de esta sociedad, también los policías, los jueces, los servidores públicos, los médicos y abogados con los que nos topamos  a diario.

Por ello, intentaré explicar la explosión de los indicadores del delito, no solo en la ciudad sino en todo el territorio nacional, dando como resultado que siempre exigimos como ciudadanos que la Policía y la justicia “hagan algo” para frenar el aumento del mismo de manera desaforada.

Pero surge un cuestionamiento a la sociedad misma: ¿Por qué necesitamos cada vez más de la fuerza para controlarnos? ¿En qué tipo de sociedad nos hemos convertido como para necesitar mayores acciones por parte de la autoridad?

Desde el principio de la humanidad se han planteado formas de organización social  estableciendo  límites y reglas de juego para que todos los que compartimos espacio y hábitat  podamos convivir de manera pacífica, ordenada, respetuosa de dichos límites y todo cuanto contenga el acuerdo o el contrato social que es aceptado por la comunidad como rector de nuestras conductas; este contrato social o acuerdo lo llamamos leyes, normas, reglamentos entre otros.

Pero: ¿qué pasa cuando ese orden o esos acuerdos son rotos por algún miembro de la comunidad? Lo que debería pasar es que esa misma comunidad pueda resolverlos desde la exigencia civil, del llamado a cumplir lo pactado, es lo que el humano racional hace o debería hacer dentro del sentido común.

Pero nuestra realidad es diferente, la ruptura de esas normas, que empezaron por pequeñas e inofensivas acciones contrarias a la convivencia, como arrojar basuras en la calle, subir el volumen de la música, pequeños incidentes de tránsito o no recoger el estiércol de la mascota, fueron subiendo de nivel hasta llegar al punto en el que nos encontramos hoy: homicidios, hurtos, riñas con lesiones graves, y toda suerte de violencia asociada a la intolerancia.

Este escenario podría tener dos posibles soluciones; la primera tiene que ver con reeducar a la sociedad desde los primeros niveles escolares y hasta el último nivel educativo, esto implica replantear el modelo de educación por completo desde su estructura, pasando por todo su contenido, donde las disciplinas como la ética, los valores, la democracia, la urbanidad se complementan con la sensibilización de los hogares y las familias; enseñar tolerancia, respeto, convivencia, etc. 

Y aquí debe jugar un papel preponderante el Estado como tal, y para ello requiere una ampliación sin precedentes de ese mismo Estado para que intervenga, en el buen sentido, todos los factores que hoy generan esa violencia. 

El ICBF, el SENA, las universidades públicas y privadas, las EPS, las ONG y toda una articulación Estado-sociedad para llevar programas de prevención, capacitación y soluciones a los habitantes de manera efectiva.

Mientras se avanza en la primera estrategia, se debe acompañar con una justicia efectiva y eficiente, por ejemplo: hacer una revisión al código penal para garantizar que la aplicación de las penas a los delitos sean efectivas, revisar con lupa el beneficio de la “casa por cárcel”, reformar el sistema penitenciario en cuanto  a su administración y sus objetivos.

Además, ampliar y fortalecer los distritos judiciales, que cada municipio tenga al menos jueces, fiscales, CTI, investigadores forenses y todo el soporte para resolver de manera expedita los delitos  menores, que hoy al no ser resueltos o atendidos de manera efectiva, terminan administrando justicia por mano propia.

Descongestionar los despachos, aumentar la cantidad de jueces, fiscales y policía judicial con una reforma estructural profunda al aparato judicial y la presencia efectiva del Estado en todos los territorios debe prevenir y disminuir el delito. Si eso no funciona, ¡llamen a la policía!