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Columnista - 25 septiembre, 2016

Líbranos del mal

Habiendo invocado a nuestro Dios con la más tierna, confiada e inocente palabra (“Papá…”), pasamos a reconocer su perfección (“…que estás en el cielo…”), a desear que nuestros actos reflejen su santidad (“…santificado sea tu nombre…”), a añorar el momento en que sea Él rey de todo y de todos, y la justicia sea más […]

Habiendo invocado a nuestro Dios con la más tierna, confiada e inocente palabra (“Papá…”), pasamos a reconocer su perfección (“…que estás en el cielo…”), a desear que nuestros actos reflejen su santidad (“…santificado sea tu nombre…”), a añorar el momento en que sea Él rey de todo y de todos, y la justicia sea más que un mero concepto amañado (…venga a nosotros tu reino…), a reconocer que su querer es y será siempre lo mejor, aunque en ocasiones no lo entendamos (…hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo…), a suplicar por el alimento necesario, tanto material como espiritual (…danos hoy nuestro pan de cada día…), a pedir el perdón de nuestras faltas y reconocer la necesidad que tenemos de prodigar perdón a nuestros semejantes (…perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…), a suplicar la ayuda divina para los momentos de tentación, de tal manera que no sucumbamos ante las inclinaciones desviadas de nuestra naturaleza ni las asechanzas del enemigo (…no nos dejes caer en la tentación…).

Nuestra oración, la oración de un hijo a su padre, la oración que nos enseñó el Hijo del Padre, termina con la petición “Líbranos del mal”. Por doquier el mal nos circunda, las injusticias, la sevicia, el dolor, la desesperanza, la falta de fe y de amor están a la orden del día en nuestro mundo. Además, no sólo nos encontramos inmersos en un ambiente plagado de maldad, sino que sentimos cómo de nuestro interior brota el deseo de perpetrar lo que es contrario a lo bueno. No obstante, es preciso reconocer la presencia del bien, tanto en nuestro interior como en el ambiente que nos rodea. Tantas heroicas acciones, deseos e intenciones dan cuenta de que el mundo no está condenado y de que queda en nosotros, aunque sea “un eco lejano de la santidad original”.

Ante tal situación, algunos han concluido erróneamente que el ser humano viene a ser en el mundo no sujeto sino objeto del bien y del mal, un mero campo de batalla en el que se enfrentan continuamente dos fuerzas superiores. Nada más lejos de la realidad. No es posible librarnos de la responsabilidad: somos nosotros quienes actuamos bien o mal, y nadie hace solo el bien ni nadie hace solo el mal.

“Líbranos del mal”, pedimos a Dios. Y con ello suplicamos varias cosas: protégenos del mal que pueda dañarnos, de las malas intenciones y malos actos, nuestros y de los demás, presérvanos de perpetrar lo malo y también, líbranos del malo, de aquél que en el principio se reveló contra ti, de aquél que nos tienta y nos susurra al oído que deberíamos no depender de ti y constituirnos en instancia última que decida qué es lo bueno y qué es lo malo.

“Líbranos del mal”. Tú que eres el bien por excelencia, el supremo bien; tú, fuera de quien nada es bueno ni justo, tú de quien somos imagen y semejanza, tú nuestro padre, tú nuestro creador, tú que lo eres todo líbranos del mal a nosotros que somos nada… ¡Padre nuestro!

Columnista
25 septiembre, 2016

Líbranos del mal

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

Habiendo invocado a nuestro Dios con la más tierna, confiada e inocente palabra (“Papá…”), pasamos a reconocer su perfección (“…que estás en el cielo…”), a desear que nuestros actos reflejen su santidad (“…santificado sea tu nombre…”), a añorar el momento en que sea Él rey de todo y de todos, y la justicia sea más […]


Habiendo invocado a nuestro Dios con la más tierna, confiada e inocente palabra (“Papá…”), pasamos a reconocer su perfección (“…que estás en el cielo…”), a desear que nuestros actos reflejen su santidad (“…santificado sea tu nombre…”), a añorar el momento en que sea Él rey de todo y de todos, y la justicia sea más que un mero concepto amañado (…venga a nosotros tu reino…), a reconocer que su querer es y será siempre lo mejor, aunque en ocasiones no lo entendamos (…hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo…), a suplicar por el alimento necesario, tanto material como espiritual (…danos hoy nuestro pan de cada día…), a pedir el perdón de nuestras faltas y reconocer la necesidad que tenemos de prodigar perdón a nuestros semejantes (…perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…), a suplicar la ayuda divina para los momentos de tentación, de tal manera que no sucumbamos ante las inclinaciones desviadas de nuestra naturaleza ni las asechanzas del enemigo (…no nos dejes caer en la tentación…).

Nuestra oración, la oración de un hijo a su padre, la oración que nos enseñó el Hijo del Padre, termina con la petición “Líbranos del mal”. Por doquier el mal nos circunda, las injusticias, la sevicia, el dolor, la desesperanza, la falta de fe y de amor están a la orden del día en nuestro mundo. Además, no sólo nos encontramos inmersos en un ambiente plagado de maldad, sino que sentimos cómo de nuestro interior brota el deseo de perpetrar lo que es contrario a lo bueno. No obstante, es preciso reconocer la presencia del bien, tanto en nuestro interior como en el ambiente que nos rodea. Tantas heroicas acciones, deseos e intenciones dan cuenta de que el mundo no está condenado y de que queda en nosotros, aunque sea “un eco lejano de la santidad original”.

Ante tal situación, algunos han concluido erróneamente que el ser humano viene a ser en el mundo no sujeto sino objeto del bien y del mal, un mero campo de batalla en el que se enfrentan continuamente dos fuerzas superiores. Nada más lejos de la realidad. No es posible librarnos de la responsabilidad: somos nosotros quienes actuamos bien o mal, y nadie hace solo el bien ni nadie hace solo el mal.

“Líbranos del mal”, pedimos a Dios. Y con ello suplicamos varias cosas: protégenos del mal que pueda dañarnos, de las malas intenciones y malos actos, nuestros y de los demás, presérvanos de perpetrar lo malo y también, líbranos del malo, de aquél que en el principio se reveló contra ti, de aquél que nos tienta y nos susurra al oído que deberíamos no depender de ti y constituirnos en instancia última que decida qué es lo bueno y qué es lo malo.

“Líbranos del mal”. Tú que eres el bien por excelencia, el supremo bien; tú, fuera de quien nada es bueno ni justo, tú de quien somos imagen y semejanza, tú nuestro padre, tú nuestro creador, tú que lo eres todo líbranos del mal a nosotros que somos nada… ¡Padre nuestro!