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Columnista - 11 enero, 2016

Las críticas apenas comienzan

En estos días, en los que tantas personas tenemos la esperanza de que el 2016 sea un año en el que Colombia, por fin, pueda gozar de la paz, vale la pena reflexionar acerca de los acuerdos convenidos entre el gobierno y las Farc, en aras de depurarlos y optimizarlos para que las negociaciones sí […]

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En estos días, en los que tantas personas tenemos la esperanza de que el 2016 sea un año en el que Colombia, por fin, pueda gozar de la paz, vale la pena reflexionar acerca de los acuerdos convenidos entre el gobierno y las Farc, en aras de depurarlos y optimizarlos para que las negociaciones sí conduzcan a una paz duradera, al soñado fin del conflicto y no a una simple firma registrada por la prensa mundial y bendecida en Oslo con el Nobel.

Un acuerdo de paz es, ante todo, un acto político, y, como tal, en el caso de un país como Colombia, debe respetar ese núcleo esencial de nuestro Estado que es la democracia. Y, teniendo en cuenta esto, no puede soslayar que una de las bases cardinales del Estado democrático, para el buen cumplimiento de su deber de salvaguardar la vida, la honra y los bienes de los nacionales, producto del contrato social, es la justicia. Esta herramienta, sin la cual no puede haber Estado, no se puede sacrificar sin poner en riesgo la democracia misma.

Y cuando un Estado democrático se ha acogido a una justicia internacional, es a las reglas de estas, las convenidas por el grueso de las naciones democráticas, a las que debe someterse si no quiere hacer tambalear su carácter como democracia.

Según el Artículo 77 (parte VII) del Estatuto de Roma, suscrito por Colombia, los requerimientos pertinentes para un proceso como el que nos ocupa sea legítimo serían los siguientes:

– Reconocimiento de la responsabilidad penal.
– Desmovilización y desarme efectivos.
– Garantías de verdad y no repetición.
– Penas proporcionales a la gravedad de los hechos.
– Condenas efectivas a los máximos responsables que satisfagan los objetivos de la pena.

A la luz de los tratados internacionales, no es posible relativizar ni restringir el alcance de la obligación estatal de investigar, juzgar y condenar por delitos de lesa humanidad a los máximos responsables, cuyas penas tendrán que consistir en la privación de la libertad, proporcionales a la gravedad de los hechos imputados, con cumplimiento efectivo, real e inmediato.

Si este pacto incumple los compromisos internacionales suscritos por Colombia, no habrá seguridad jurídica y sus signatarios no podrán gozar con certeza del beneficio de la “cosa juzgada”. Vivirán en zozobra permanente, lo cual impedirá el afianzamiento de la paz.

Al leer el texto integral del acuerdo, tememos que el incumplimiento múltiple de las reglas internacionales mencionadas, al establecer, entre otras cosas, penas inadecuadas a los máximos responsables y al instituir un nuevo tribunal para el juzgamiento de los máximos responsables en este proceso (lo cual es prohibido por el Artículo 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos), hará que los efectos del acuerdo no puedan sean reconocidos jurídicamente en el ámbito nacional ni en el internacional.

Columnista
11 enero, 2016

Las críticas apenas comienzan

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Sofía Gaviria Correa

En estos días, en los que tantas personas tenemos la esperanza de que el 2016 sea un año en el que Colombia, por fin, pueda gozar de la paz, vale la pena reflexionar acerca de los acuerdos convenidos entre el gobierno y las Farc, en aras de depurarlos y optimizarlos para que las negociaciones sí […]


En estos días, en los que tantas personas tenemos la esperanza de que el 2016 sea un año en el que Colombia, por fin, pueda gozar de la paz, vale la pena reflexionar acerca de los acuerdos convenidos entre el gobierno y las Farc, en aras de depurarlos y optimizarlos para que las negociaciones sí conduzcan a una paz duradera, al soñado fin del conflicto y no a una simple firma registrada por la prensa mundial y bendecida en Oslo con el Nobel.

Un acuerdo de paz es, ante todo, un acto político, y, como tal, en el caso de un país como Colombia, debe respetar ese núcleo esencial de nuestro Estado que es la democracia. Y, teniendo en cuenta esto, no puede soslayar que una de las bases cardinales del Estado democrático, para el buen cumplimiento de su deber de salvaguardar la vida, la honra y los bienes de los nacionales, producto del contrato social, es la justicia. Esta herramienta, sin la cual no puede haber Estado, no se puede sacrificar sin poner en riesgo la democracia misma.

Y cuando un Estado democrático se ha acogido a una justicia internacional, es a las reglas de estas, las convenidas por el grueso de las naciones democráticas, a las que debe someterse si no quiere hacer tambalear su carácter como democracia.

Según el Artículo 77 (parte VII) del Estatuto de Roma, suscrito por Colombia, los requerimientos pertinentes para un proceso como el que nos ocupa sea legítimo serían los siguientes:

– Reconocimiento de la responsabilidad penal.
– Desmovilización y desarme efectivos.
– Garantías de verdad y no repetición.
– Penas proporcionales a la gravedad de los hechos.
– Condenas efectivas a los máximos responsables que satisfagan los objetivos de la pena.

A la luz de los tratados internacionales, no es posible relativizar ni restringir el alcance de la obligación estatal de investigar, juzgar y condenar por delitos de lesa humanidad a los máximos responsables, cuyas penas tendrán que consistir en la privación de la libertad, proporcionales a la gravedad de los hechos imputados, con cumplimiento efectivo, real e inmediato.

Si este pacto incumple los compromisos internacionales suscritos por Colombia, no habrá seguridad jurídica y sus signatarios no podrán gozar con certeza del beneficio de la “cosa juzgada”. Vivirán en zozobra permanente, lo cual impedirá el afianzamiento de la paz.

Al leer el texto integral del acuerdo, tememos que el incumplimiento múltiple de las reglas internacionales mencionadas, al establecer, entre otras cosas, penas inadecuadas a los máximos responsables y al instituir un nuevo tribunal para el juzgamiento de los máximos responsables en este proceso (lo cual es prohibido por el Artículo 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos), hará que los efectos del acuerdo no puedan sean reconocidos jurídicamente en el ámbito nacional ni en el internacional.