Las comparaciones son odiosas, pero a veces igualmente necesarias, y duelen más aún cuando impactan de frente contra la fibra de tu profesión o lo que te enseñaron en la facultad, te quitan la venda y te sacuden por dentro. En mi caso, fue una corta llamada con un abogado panameño, un sencillo cruce de […]
Las comparaciones son odiosas, pero a veces igualmente necesarias, y duelen más aún cuando impactan de frente contra la fibra de tu profesión o lo que te enseñaron en la facultad, te quitan la venda y te sacuden por dentro. En mi caso, fue una corta llamada con un abogado panameño, un sencillo cruce de notas para emular en ese país y de forma paralela una operación corporativa binacional. Una por una, todas las engorrosas obligaciones impuestas por la ley colombiana eran desvirtuadas con su voz tranquila que simplemente repetía “eso aquí no es necesario”. Para cuando colgamos, un simple registro allá cubría una lista de dos páginas y media de cosas por hacer acá.
Desde inanes publicaciones en diarios de amplia circulación nacional que nadie lee, autorizaciones paquidérmicas ante un rosario de entidades, fotocopias con sellos de tinta verde que excitan a los funcionarios públicos con su aroma a autenticidad y hasta formas especiales de amarrar la cabuya que envuelve los expedientes judiciales, nuestra normatividad está plagada de absurdas formalidades que nada aportan. Todo un menú de rituales de magia oscura jurídica que a cualquier extranjero le resultaría difícil de asimilar de no ser explicado como otro aspecto más de nuestro realismo mágico.
Pero quizás estos mecanismos de triple seguridad imaginaria tengan una explicación coherente. Tal vez simplemente respondan a la cultura de un país que se ha basado en la desconfianza hacia el otro, en una angustia innata y constante de ser víctimas de la “malicia indígena”, la “viveza”, el “ser abeja” o cualquiera de esos retorcidos valores por los cuales algunos inflan el pecho. Los ríos de estampillas, las inefables impresiones en papel Kimberly con marca de agua, los mordiscos sin dientes de los sellos secos y las fotocopias de algún RUT al 150% nos devuelven la confianza perdida y nos blindan contra la vulnerabilidad de creer en los demás.
Mientras tanto, los negocios en el mundo, como bien me lo demostró mi colega panameño en aquella magistral clase sobre nuestra ridiculez jurídica, han abandonado las excesivas formalidades y han optado por simplificar los trámites para que el dinero y los proyectos fluyan con indiscutible naturalidad. Un síntoma claro de avance regulatorio y políticas vanguardistas, algunas de las cuales se han intentado imitar en el país a través de valientes decretos antitrámites, pero que en la práctica descansan como letra muerta en el anaquel polvoriento de bonitas iniciativas sin aplicación.
Es bastante probable que la generación de abogados que se graduó conmigo muera primero que las copias auténticas notarizadas, y muy seguramente las fotocopias de cédulas ampliadas seguirán con su reinado de terror, pero es importante que Colombia cuestione la necesidad y utilidad del laberinto formalista que se erigió a su alrededor. Esta es la única forma como el país será atractivo para la inversión extranjera haciendo que los empresarios volteen sus cabezas hacia nosotros con la vista puesta en alternativas de negocio. Demasiadas oportunidades que no podemos dejar pasar por culpa de nuestra desbordante desconfianza.
Por Fuad Gonzalo Chacón
[email protected]
@FuadChacon
Las comparaciones son odiosas, pero a veces igualmente necesarias, y duelen más aún cuando impactan de frente contra la fibra de tu profesión o lo que te enseñaron en la facultad, te quitan la venda y te sacuden por dentro. En mi caso, fue una corta llamada con un abogado panameño, un sencillo cruce de […]
Las comparaciones son odiosas, pero a veces igualmente necesarias, y duelen más aún cuando impactan de frente contra la fibra de tu profesión o lo que te enseñaron en la facultad, te quitan la venda y te sacuden por dentro. En mi caso, fue una corta llamada con un abogado panameño, un sencillo cruce de notas para emular en ese país y de forma paralela una operación corporativa binacional. Una por una, todas las engorrosas obligaciones impuestas por la ley colombiana eran desvirtuadas con su voz tranquila que simplemente repetía “eso aquí no es necesario”. Para cuando colgamos, un simple registro allá cubría una lista de dos páginas y media de cosas por hacer acá.
Desde inanes publicaciones en diarios de amplia circulación nacional que nadie lee, autorizaciones paquidérmicas ante un rosario de entidades, fotocopias con sellos de tinta verde que excitan a los funcionarios públicos con su aroma a autenticidad y hasta formas especiales de amarrar la cabuya que envuelve los expedientes judiciales, nuestra normatividad está plagada de absurdas formalidades que nada aportan. Todo un menú de rituales de magia oscura jurídica que a cualquier extranjero le resultaría difícil de asimilar de no ser explicado como otro aspecto más de nuestro realismo mágico.
Pero quizás estos mecanismos de triple seguridad imaginaria tengan una explicación coherente. Tal vez simplemente respondan a la cultura de un país que se ha basado en la desconfianza hacia el otro, en una angustia innata y constante de ser víctimas de la “malicia indígena”, la “viveza”, el “ser abeja” o cualquiera de esos retorcidos valores por los cuales algunos inflan el pecho. Los ríos de estampillas, las inefables impresiones en papel Kimberly con marca de agua, los mordiscos sin dientes de los sellos secos y las fotocopias de algún RUT al 150% nos devuelven la confianza perdida y nos blindan contra la vulnerabilidad de creer en los demás.
Mientras tanto, los negocios en el mundo, como bien me lo demostró mi colega panameño en aquella magistral clase sobre nuestra ridiculez jurídica, han abandonado las excesivas formalidades y han optado por simplificar los trámites para que el dinero y los proyectos fluyan con indiscutible naturalidad. Un síntoma claro de avance regulatorio y políticas vanguardistas, algunas de las cuales se han intentado imitar en el país a través de valientes decretos antitrámites, pero que en la práctica descansan como letra muerta en el anaquel polvoriento de bonitas iniciativas sin aplicación.
Es bastante probable que la generación de abogados que se graduó conmigo muera primero que las copias auténticas notarizadas, y muy seguramente las fotocopias de cédulas ampliadas seguirán con su reinado de terror, pero es importante que Colombia cuestione la necesidad y utilidad del laberinto formalista que se erigió a su alrededor. Esta es la única forma como el país será atractivo para la inversión extranjera haciendo que los empresarios volteen sus cabezas hacia nosotros con la vista puesta en alternativas de negocio. Demasiadas oportunidades que no podemos dejar pasar por culpa de nuestra desbordante desconfianza.
Por Fuad Gonzalo Chacón
[email protected]
@FuadChacon