Es un cuento que escribí hace veinticinco años, cuando mis narraciones eran endebles y un tanto inocentes. Ni me acordaba de él, pero Jairo Cala Otero, mi amigo y colega, no solo en el periodismo sino en el oficio de escritor y de defensor del buen uso del idioma, como yo, me lo envió e hizo que estos días fueran para mí un festín de bellos recuerdos y de dulces añoranzas.
Por Mary Daza Orozco
Es un cuento que escribí hace veinticinco años, cuando mis narraciones eran endebles y un tanto inocentes. Ni me acordaba de él, pero Jairo Cala Otero, mi amigo y colega, no solo en el periodismo sino en el oficio de escritor y de defensor del buen uso del idioma, como yo, me lo envió e hizo que estos días fueran para mí un festín de bellos recuerdos y de dulces añoranzas.
Lo tenía mi amigo porque fue escrito para él, pero no es el argumento lo que voy a comentar, porque ahora lo habría escrito diferente, aunque la carga de ternura que tiene creo que se la dejaría; quiero destacar el encanto que despiden los viejos escritos, al leerlos es como si se abriera el mundo de los asombros y se hicieran presentes las preguntas; asombros de que la línea, el estilo y la realidad que los inspiró quizás no sean los mismos y las preguntas: ¿por qué escribí así, por qué no así? Hasta que se cae en cuenta de que éramos más jóvenes, que no habíamos vivido lo suficiente para empapar de vigor la narrativa a la que no dedicaríamos toda la vida.
Siempre le he aconsejado a mis ocasionales alumnos de Creación Literaria que no destruyan lo que escriben, que guarden cualquier frase, cuento o pequeñas historias y que las lean después de pasado por lo menos diez años, y verán que van a asombrarse: ¿yo escribí eso? , es lo mínimo que dirán. Es entonces cuando se detendrán a recordar cómo era la vida una década atrás y sentirán esa nostalgia de que hablo, ingrediente importante para una narración literaria.
¿Por qué no reescribir un viejo cuento, por qué no arreglarlo? Porque sería como destruir su historia, sería como tomar los álbumes familiares con sus fotos amarillentas, algunos todavía en cartulinas negras y triangulitos que ya no aguantan más el peso de las fotografías y quitarles el gozo de hacernosreír ante el sombrero que usaba la abuela, las faldas de las tías y sus peinados encopetados, los pantalones anchos y las correas delgaditas de los mayores, el sombrero de copa de algún antepasado, o sin ir tan lejos: lo cachetes del hermanito, que hoy es abuelo, o el asombro ante la belleza de sus ojos azules, en fin, es como destruir épocas con todas sus cargas de vidas que quedaron plasmadas en una cartulina.
Cualquiera de los antiguos escritores que leyera hoy sus historias, estaría tentado de arreglarlos, pero sería imposible porque ya hicieron parte de una era, irreversible por supuesto. De lo único que estoy segura, con mi viejo cuento, es de que no tuvo un mejor protagonista, Jairo Cala Otero siempre recordado en su Ciudad Bonita, en una noche de cigarras estridentes y observando una rosa entre mis manos.
Es un cuento que escribí hace veinticinco años, cuando mis narraciones eran endebles y un tanto inocentes. Ni me acordaba de él, pero Jairo Cala Otero, mi amigo y colega, no solo en el periodismo sino en el oficio de escritor y de defensor del buen uso del idioma, como yo, me lo envió e hizo que estos días fueran para mí un festín de bellos recuerdos y de dulces añoranzas.
Por Mary Daza Orozco
Es un cuento que escribí hace veinticinco años, cuando mis narraciones eran endebles y un tanto inocentes. Ni me acordaba de él, pero Jairo Cala Otero, mi amigo y colega, no solo en el periodismo sino en el oficio de escritor y de defensor del buen uso del idioma, como yo, me lo envió e hizo que estos días fueran para mí un festín de bellos recuerdos y de dulces añoranzas.
Lo tenía mi amigo porque fue escrito para él, pero no es el argumento lo que voy a comentar, porque ahora lo habría escrito diferente, aunque la carga de ternura que tiene creo que se la dejaría; quiero destacar el encanto que despiden los viejos escritos, al leerlos es como si se abriera el mundo de los asombros y se hicieran presentes las preguntas; asombros de que la línea, el estilo y la realidad que los inspiró quizás no sean los mismos y las preguntas: ¿por qué escribí así, por qué no así? Hasta que se cae en cuenta de que éramos más jóvenes, que no habíamos vivido lo suficiente para empapar de vigor la narrativa a la que no dedicaríamos toda la vida.
Siempre le he aconsejado a mis ocasionales alumnos de Creación Literaria que no destruyan lo que escriben, que guarden cualquier frase, cuento o pequeñas historias y que las lean después de pasado por lo menos diez años, y verán que van a asombrarse: ¿yo escribí eso? , es lo mínimo que dirán. Es entonces cuando se detendrán a recordar cómo era la vida una década atrás y sentirán esa nostalgia de que hablo, ingrediente importante para una narración literaria.
¿Por qué no reescribir un viejo cuento, por qué no arreglarlo? Porque sería como destruir su historia, sería como tomar los álbumes familiares con sus fotos amarillentas, algunos todavía en cartulinas negras y triangulitos que ya no aguantan más el peso de las fotografías y quitarles el gozo de hacernosreír ante el sombrero que usaba la abuela, las faldas de las tías y sus peinados encopetados, los pantalones anchos y las correas delgaditas de los mayores, el sombrero de copa de algún antepasado, o sin ir tan lejos: lo cachetes del hermanito, que hoy es abuelo, o el asombro ante la belleza de sus ojos azules, en fin, es como destruir épocas con todas sus cargas de vidas que quedaron plasmadas en una cartulina.
Cualquiera de los antiguos escritores que leyera hoy sus historias, estaría tentado de arreglarlos, pero sería imposible porque ya hicieron parte de una era, irreversible por supuesto. De lo único que estoy segura, con mi viejo cuento, es de que no tuvo un mejor protagonista, Jairo Cala Otero siempre recordado en su Ciudad Bonita, en una noche de cigarras estridentes y observando una rosa entre mis manos.