Después de aquella memorable declaración en la que Jesús se atribuyó el título de “Pan vivo bajado del cielo”, muchos de sus oyentes comenzaron a murmurar: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre?” Y es que les resultaba extraño que aquel a quien conocían […]
Después de aquella memorable declaración en la que Jesús se atribuyó el título de “Pan vivo bajado del cielo”, muchos de sus oyentes comenzaron a murmurar: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre?” Y es que les resultaba extraño que aquel a quien conocían desde siempre, al que vieron jugar por las tardes en la plaza, crecer y convertirse en un excelente carpintero, apareciera de súbito diciendo que había bajado del cielo y que era preciso creer que sus palabras eran las palabras del mismo Dios. Debió ser muy difícil para los contemporáneos de Jesús dar el salto de la fe y comenzar a ver en el hijo de José al Hijo de Dios.
La lucha que vivieron los coterráneos del Maestro era más que justificada: lo conocían, habían compartido con él durante su infancia y su adolescencia… verlo ahora como Mesías era pedir demasiado. Muchos, sin embargo, creyeron; fueron más allá de las apariencias, y las palabras y obras de aquél viejo conocido sonaron nuevas a sus oídos y se anidaron en sus corazones, dándoles una razón para creer que “Dios había visitado a su pueblo”.
En estos días de agitación política y encontrándome geográficamente lejos, he tenido la oportunidad de mirar desde otro ángulo la realidad que convulsiona cada rincón de mi querida Colombia. Candidatos de todos los colores (algunos tinturados de manera artificial y otros desteñidos), con niveles educativos y culturales que abarcan un amplio espectro, con ideologías marcadas o sin ni siquiera saber lo que significa la palabra ideología, nuevas generaciones y viejos gallos curtidos en el arte de la política (o del engaño), jóvenes y veteranos, se disputan los cargos de elección popular a nivel de asambleas, gobernaciones, alcaldías y concejos.
La carrera por la victoria está plagada de estrategias, reuniones y discursos en los que se echa mano de lo que primero se venga a la cabeza, publicidad engañosa, competencia desleal e insultos que van y vienen a través de las redes sociales y los demás medios de comunicación, promesas absurdas y fotografías con personas humildes a quienes no volverán a “tocar” después del 25 de octubre, resulten vencedores o vencidos. Así, lastimosamente, es la política. En eso es en lo que hemos convertido el noble ejercicio del poder que (teóricamente) reside en el pueblo.
Es verdad que hay candidatos con buenas ideas y honestidad asomando en sus propuestas y deseos, pero es triste que en medio de la vorágine tengamos que darnos no a la tarea de elegir al mejor sino al menos malo, debido a que un proyecto político no es una persona sino un grupo y en cada grupo hay manzanas pasadas de tiempo.
El lector podrá estar extrañado y preguntándose por qué de súbito cambió el tema de mi columna. En realidad no hay tal cambio: la memoria y los recuerdos de los contemporáneos de Jesús hacían difícil que creyeran en su mesianismo; la falta de recuerdos y de memoria de muchos electores de nuestros días les hace pensar que algunos candidatos son el mesías. De primera mano sé que uno de nuestros honorables candidatos a la alcaldía de Valledupar pedía en su oficina jugosas comisiones por asignar contratos en una pasada administración municipal.
Feliz domingo.
Después de aquella memorable declaración en la que Jesús se atribuyó el título de “Pan vivo bajado del cielo”, muchos de sus oyentes comenzaron a murmurar: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre?” Y es que les resultaba extraño que aquel a quien conocían […]
Después de aquella memorable declaración en la que Jesús se atribuyó el título de “Pan vivo bajado del cielo”, muchos de sus oyentes comenzaron a murmurar: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre?” Y es que les resultaba extraño que aquel a quien conocían desde siempre, al que vieron jugar por las tardes en la plaza, crecer y convertirse en un excelente carpintero, apareciera de súbito diciendo que había bajado del cielo y que era preciso creer que sus palabras eran las palabras del mismo Dios. Debió ser muy difícil para los contemporáneos de Jesús dar el salto de la fe y comenzar a ver en el hijo de José al Hijo de Dios.
La lucha que vivieron los coterráneos del Maestro era más que justificada: lo conocían, habían compartido con él durante su infancia y su adolescencia… verlo ahora como Mesías era pedir demasiado. Muchos, sin embargo, creyeron; fueron más allá de las apariencias, y las palabras y obras de aquél viejo conocido sonaron nuevas a sus oídos y se anidaron en sus corazones, dándoles una razón para creer que “Dios había visitado a su pueblo”.
En estos días de agitación política y encontrándome geográficamente lejos, he tenido la oportunidad de mirar desde otro ángulo la realidad que convulsiona cada rincón de mi querida Colombia. Candidatos de todos los colores (algunos tinturados de manera artificial y otros desteñidos), con niveles educativos y culturales que abarcan un amplio espectro, con ideologías marcadas o sin ni siquiera saber lo que significa la palabra ideología, nuevas generaciones y viejos gallos curtidos en el arte de la política (o del engaño), jóvenes y veteranos, se disputan los cargos de elección popular a nivel de asambleas, gobernaciones, alcaldías y concejos.
La carrera por la victoria está plagada de estrategias, reuniones y discursos en los que se echa mano de lo que primero se venga a la cabeza, publicidad engañosa, competencia desleal e insultos que van y vienen a través de las redes sociales y los demás medios de comunicación, promesas absurdas y fotografías con personas humildes a quienes no volverán a “tocar” después del 25 de octubre, resulten vencedores o vencidos. Así, lastimosamente, es la política. En eso es en lo que hemos convertido el noble ejercicio del poder que (teóricamente) reside en el pueblo.
Es verdad que hay candidatos con buenas ideas y honestidad asomando en sus propuestas y deseos, pero es triste que en medio de la vorágine tengamos que darnos no a la tarea de elegir al mejor sino al menos malo, debido a que un proyecto político no es una persona sino un grupo y en cada grupo hay manzanas pasadas de tiempo.
El lector podrá estar extrañado y preguntándose por qué de súbito cambió el tema de mi columna. En realidad no hay tal cambio: la memoria y los recuerdos de los contemporáneos de Jesús hacían difícil que creyeran en su mesianismo; la falta de recuerdos y de memoria de muchos electores de nuestros días les hace pensar que algunos candidatos son el mesías. De primera mano sé que uno de nuestros honorables candidatos a la alcaldía de Valledupar pedía en su oficina jugosas comisiones por asignar contratos en una pasada administración municipal.
Feliz domingo.