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Columnista - 26 abril, 2024

La máquina del tiempo

Este relato tiene un valor como referencia, una especie de espejo. Cada uno de nosotros se ubicará en su espacio y tiempo y en ese ejercicio se llevará más de una sorpresa. Hay que sincronizarse. Mi relación con Valledupar es antigua y rememorando debo ubicarme para la época en que en Sincelejo, mi ciudad natal […]

Este relato tiene un valor como referencia, una especie de espejo. Cada uno de nosotros se ubicará en su espacio y tiempo y en ese ejercicio se llevará más de una sorpresa. Hay que sincronizarse.

Mi relación con Valledupar es antigua y rememorando debo ubicarme para la época en que en Sincelejo, mi ciudad natal y de residencia, se celebró un Congreso Eucarístico con asistencia de altos prelados de la Iglesia católica, siendo uno de ellos monseñor Vicente Roig y Villalba, vicario apostólico, el equivalente a obispo, del vicariato apostólico de Valledupar, personaje que fue alojado en casa de mis abuelos Chadid, en la que vivíamos también mi madre, mi hermano y yo. Tengo una fotografía en donde estamos con monseñor y mis abuelos, lucía yo pantalón corto, frisaba los seis años. Ese obispo, me introdujo, veinte años después cómo una especie de garante, en casa de la familia Cuello Dávila y bendijo mi matrimonio con Ligia, posteriormente bautizó nuestro primer hijo.

Más adelante, siendo muy joven, 16 años, me aficioné a las radiocomunicaciones y de los puntos con que más contactaba era Valledupar. Un señor con voz de trueno, a quien nunca conocí personalmente, era mi contertulio, se trataba de José Emilio Cortez, quien tenía que encender su propio generador eléctrico para mover su potente equipo pues el servicio público de energía era precario. En ese tiempo también me relacioné con quien se conoció cómo Fray Mariano de Orihuela, y ya sacerdote, José Cabrera Riquelme, relación que me llevó al trato con Reinaldo Aarón Medina que lideraba el Club Nuevas Juventudes.

Un par de veces contacté con Manuel Pineda Bastidas y con frecuencia con dos sacerdotes: uno ubicado en Nabusimake (Sierra Nevada) y otro en la serranía del Perijá, (Socomba , si no estoy mal) uno de ellos se llamaba Hermenegildo.

Asistí, creo que fue, al tercer Festival de la leyenda Vallenata por allá en 1970, evento para entonces manejado por la Oficina Departamental de Turismo y no recuerdo bien si el director era Darío Pavajeau o Alonso Fernández Oñate.

Ya en Bogotá, estudiando profesión y haciendo uso de mis conocimientos en radiocomunicaciones, de noche y para escuchar las trasmisiones del Festival Vallenato, sintonizábamos con dificultad a Radio Guatapurí que tenía un pequeño trasmisor de onda corta. Era una proeza.

Para llegar de Sincelejo a Valledupar, vía terrestre, había que tomar una trocha que se iniciaba en el Carmen de Bolívar para llegar a Zambrano y rogarle a Dios que el Ferry (boat) estuviera funcionando. Del otro lado Plato (Magdalena) separado de Valledupar por casi doscientos kilómetros de los cuales el 80 % era huecos y polvo y en invierno físicos pantanos, lo que cambiaba en Puente Lajas en donde se iniciaba la vía pavimentada.

Pero si se aventuraba en avión había que tomar una avioneta de Aerosucre hasta Barranquilla y allí un DC4 a Valledupar. La pista era un largo playón y la vía de acceso un pedregal infame de las cuales mi querido amigo Jorquica no vio ni una.

No puedo dejar de mencionar a Sofi Quintero y a Meche Romero, la madre de los Quintero Romero, casa en la que fui acogido con afecto y generosidad. Compartí habitación con Chichí y Rodolfo.

Tal y cómo se pregona en el béisbol esa pelota picó y rodó lejos.

Jaime García Chadid

Columnista
26 abril, 2024

La máquina del tiempo

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jaime García Chadid.

Este relato tiene un valor como referencia, una especie de espejo. Cada uno de nosotros se ubicará en su espacio y tiempo y en ese ejercicio se llevará más de una sorpresa. Hay que sincronizarse. Mi relación con Valledupar es antigua y rememorando debo ubicarme para la época en que en Sincelejo, mi ciudad natal […]


Este relato tiene un valor como referencia, una especie de espejo. Cada uno de nosotros se ubicará en su espacio y tiempo y en ese ejercicio se llevará más de una sorpresa. Hay que sincronizarse.

Mi relación con Valledupar es antigua y rememorando debo ubicarme para la época en que en Sincelejo, mi ciudad natal y de residencia, se celebró un Congreso Eucarístico con asistencia de altos prelados de la Iglesia católica, siendo uno de ellos monseñor Vicente Roig y Villalba, vicario apostólico, el equivalente a obispo, del vicariato apostólico de Valledupar, personaje que fue alojado en casa de mis abuelos Chadid, en la que vivíamos también mi madre, mi hermano y yo. Tengo una fotografía en donde estamos con monseñor y mis abuelos, lucía yo pantalón corto, frisaba los seis años. Ese obispo, me introdujo, veinte años después cómo una especie de garante, en casa de la familia Cuello Dávila y bendijo mi matrimonio con Ligia, posteriormente bautizó nuestro primer hijo.

Más adelante, siendo muy joven, 16 años, me aficioné a las radiocomunicaciones y de los puntos con que más contactaba era Valledupar. Un señor con voz de trueno, a quien nunca conocí personalmente, era mi contertulio, se trataba de José Emilio Cortez, quien tenía que encender su propio generador eléctrico para mover su potente equipo pues el servicio público de energía era precario. En ese tiempo también me relacioné con quien se conoció cómo Fray Mariano de Orihuela, y ya sacerdote, José Cabrera Riquelme, relación que me llevó al trato con Reinaldo Aarón Medina que lideraba el Club Nuevas Juventudes.

Un par de veces contacté con Manuel Pineda Bastidas y con frecuencia con dos sacerdotes: uno ubicado en Nabusimake (Sierra Nevada) y otro en la serranía del Perijá, (Socomba , si no estoy mal) uno de ellos se llamaba Hermenegildo.

Asistí, creo que fue, al tercer Festival de la leyenda Vallenata por allá en 1970, evento para entonces manejado por la Oficina Departamental de Turismo y no recuerdo bien si el director era Darío Pavajeau o Alonso Fernández Oñate.

Ya en Bogotá, estudiando profesión y haciendo uso de mis conocimientos en radiocomunicaciones, de noche y para escuchar las trasmisiones del Festival Vallenato, sintonizábamos con dificultad a Radio Guatapurí que tenía un pequeño trasmisor de onda corta. Era una proeza.

Para llegar de Sincelejo a Valledupar, vía terrestre, había que tomar una trocha que se iniciaba en el Carmen de Bolívar para llegar a Zambrano y rogarle a Dios que el Ferry (boat) estuviera funcionando. Del otro lado Plato (Magdalena) separado de Valledupar por casi doscientos kilómetros de los cuales el 80 % era huecos y polvo y en invierno físicos pantanos, lo que cambiaba en Puente Lajas en donde se iniciaba la vía pavimentada.

Pero si se aventuraba en avión había que tomar una avioneta de Aerosucre hasta Barranquilla y allí un DC4 a Valledupar. La pista era un largo playón y la vía de acceso un pedregal infame de las cuales mi querido amigo Jorquica no vio ni una.

No puedo dejar de mencionar a Sofi Quintero y a Meche Romero, la madre de los Quintero Romero, casa en la que fui acogido con afecto y generosidad. Compartí habitación con Chichí y Rodolfo.

Tal y cómo se pregona en el béisbol esa pelota picó y rodó lejos.

Jaime García Chadid