Una de las definiciones más exactas y menos dramáticas de la lectura fue la que hizo Roland Barthes cuando la describió como “el acto de levantar la cabeza”. Allí dijo todo. La lectura completa el texto en ese acto, cuando al despegar los ojos del libro el sujeto lector permite que lo permee una serie […]
Una de las definiciones más exactas y menos dramáticas de la lectura fue la que hizo Roland Barthes cuando la describió como “el acto de levantar la cabeza”. Allí dijo todo. La lectura completa el texto en ese acto, cuando al despegar los ojos del libro el sujeto lector permite que lo permee una serie de sensaciones que van desde la comprensión razonada de lo que lee hasta las secretas emociones que le despierta.
Si menciono el sujeto es porque hay un objeto de deseo. Lo es el libro, digamos mejor, la lectura, y claro está, entre un sujeto y su objeto de deseo se establece una relación erótica. Por eso la lectura es un acto erótico. Muchos han hablado sobre esto, porque si de algo hablan los lectores es de lo que para ellos significa leer y de sus lecturas. Cuando lo hacen les brillan sus ojos a la manera misma en que le brillan cuando describen una relación amorosa, como a Sarita anoche, una bella muchachita adolescente que alucinaba contándole a su tío Santiago su última lectura mientras yo descubría ese brillo del que hablo.
En ocasiones cuando la pasión nos atrapa, así como en el amor, el sujeto no puede, simplemente, estar sin su objeto de deseo. Siente que no puede abandonarlo ni por un instante porque se perdería sin él, porque perdería el sentido sin él o porque cree firmemente que el objeto se le perdería, se escabulliría, lo abandonaría. Entonces pasa como le pasó al Quijote, quien no era más sino un lector consagrado a quienes los libros de caballería lo habían llevado al extremo de devenir personaje de los mismos y así, como quien pega su salto triunfal, saltó de su biblioteca al lomo de Rocinante para convertirse en caballero en una época en que ya no existían. No era más el Quijote sino un enamorado y ya sabemos que ese es el estado de enajenación por excelencia.
Cuando vivía en Valledupar de niña había un personaje díscolo que visitaba mi casa, no recuerdo bien porqué, pero tan pronto hallaba interlocutor, así se tratara de la señora Fina atareada en los asuntos domésticos, empezaba una especie de confesión sobre todo el mundo antiguo occidental, el griego especialmente. Es decir, empezaba a hablar de sus lecturas, que lo habían llevado a esa condición desenfrenada de un monólogo. Yo me sentaba por ahí a escucharlo. Fue a la primera persona a la que le escuché hablar de los jardines colgantes de Babilonia y quedé maravillada. En alguna ocasión le pregunté a mi mamá sobre esa locura de él, como la describí entonces a mi corta edad y ella me dijo que se había enloquecido de tanto leer, que además había leído sin instrucción ni guía de nadie y por eso tenía todo mezclado en la cabeza y hablaba sin parar de los libros. Imagínense un Quijote en Valledupar en plenos años setenta. Qué fascinación. Solo que el pobre hombre no encontró nunca a su Sancho.
Ahora mientras escribo, pienso que mi madre, a su manera, me hablaba del acto de levantar la cabeza por otras razones. De la necesidad que hay en la lectura, como en todo otro acto creo, de levantar la cabeza a fin de asimilar y reaccionar de la mejor manera, como si tratáramos de afinar el brillo de los ojos tal como afinamos el amor.
Una de las definiciones más exactas y menos dramáticas de la lectura fue la que hizo Roland Barthes cuando la describió como “el acto de levantar la cabeza”. Allí dijo todo. La lectura completa el texto en ese acto, cuando al despegar los ojos del libro el sujeto lector permite que lo permee una serie […]
Una de las definiciones más exactas y menos dramáticas de la lectura fue la que hizo Roland Barthes cuando la describió como “el acto de levantar la cabeza”. Allí dijo todo. La lectura completa el texto en ese acto, cuando al despegar los ojos del libro el sujeto lector permite que lo permee una serie de sensaciones que van desde la comprensión razonada de lo que lee hasta las secretas emociones que le despierta.
Si menciono el sujeto es porque hay un objeto de deseo. Lo es el libro, digamos mejor, la lectura, y claro está, entre un sujeto y su objeto de deseo se establece una relación erótica. Por eso la lectura es un acto erótico. Muchos han hablado sobre esto, porque si de algo hablan los lectores es de lo que para ellos significa leer y de sus lecturas. Cuando lo hacen les brillan sus ojos a la manera misma en que le brillan cuando describen una relación amorosa, como a Sarita anoche, una bella muchachita adolescente que alucinaba contándole a su tío Santiago su última lectura mientras yo descubría ese brillo del que hablo.
En ocasiones cuando la pasión nos atrapa, así como en el amor, el sujeto no puede, simplemente, estar sin su objeto de deseo. Siente que no puede abandonarlo ni por un instante porque se perdería sin él, porque perdería el sentido sin él o porque cree firmemente que el objeto se le perdería, se escabulliría, lo abandonaría. Entonces pasa como le pasó al Quijote, quien no era más sino un lector consagrado a quienes los libros de caballería lo habían llevado al extremo de devenir personaje de los mismos y así, como quien pega su salto triunfal, saltó de su biblioteca al lomo de Rocinante para convertirse en caballero en una época en que ya no existían. No era más el Quijote sino un enamorado y ya sabemos que ese es el estado de enajenación por excelencia.
Cuando vivía en Valledupar de niña había un personaje díscolo que visitaba mi casa, no recuerdo bien porqué, pero tan pronto hallaba interlocutor, así se tratara de la señora Fina atareada en los asuntos domésticos, empezaba una especie de confesión sobre todo el mundo antiguo occidental, el griego especialmente. Es decir, empezaba a hablar de sus lecturas, que lo habían llevado a esa condición desenfrenada de un monólogo. Yo me sentaba por ahí a escucharlo. Fue a la primera persona a la que le escuché hablar de los jardines colgantes de Babilonia y quedé maravillada. En alguna ocasión le pregunté a mi mamá sobre esa locura de él, como la describí entonces a mi corta edad y ella me dijo que se había enloquecido de tanto leer, que además había leído sin instrucción ni guía de nadie y por eso tenía todo mezclado en la cabeza y hablaba sin parar de los libros. Imagínense un Quijote en Valledupar en plenos años setenta. Qué fascinación. Solo que el pobre hombre no encontró nunca a su Sancho.
Ahora mientras escribo, pienso que mi madre, a su manera, me hablaba del acto de levantar la cabeza por otras razones. De la necesidad que hay en la lectura, como en todo otro acto creo, de levantar la cabeza a fin de asimilar y reaccionar de la mejor manera, como si tratáramos de afinar el brillo de los ojos tal como afinamos el amor.