Algunos tienen agendas y otros memorizan con facilidad las responsabilidades que por horas se deben cumplir. Y sí, se deben, porque nos acostumbramos a cumplirle a otros, más que a nosotros mismos.
No sé si va más acelerado el mundo o yo. El tiempo no alcanza para todo lo que se planea a diario, y si alcanza, queda el sentimiento de frustración que se añade a la tarea que no se terminó. Algunos tienen agendas y otros memorizan con facilidad las responsabilidades que por horas se deben cumplir. Y sí, se deben, porque nos acostumbramos a cumplirle a otros, más que a nosotros mismos.
Nos levantamos violentados con el sonido del despertador, corremos a cumplir horarios imposibles y nos acostamos con la mente atrapada en listas interminables de tareas pendientes. Sin embargo, en lo profundo de cada uno de nosotros existe una sed primigenia: la necesidad de descansar. No hablamos del sueño, esa reparación fisiológica indispensable para no sucumbir, sino de una pausa verdadera, de ese éxtasis momentáneo que implica detenerse y existir simplemente por el placer de hacerlo.
Según un informe reciente de la Organización Mundial de la Salud, las cifras de estrés laboral se han disparado a niveles alarmantes: más del 60 % de los trabajadores en el mundo reportan sentirse abrumados o agotados emocionalmente. Este fenómeno, conocido como “burnout”, es un recordatorio brutal de que nuestros cuerpos y mentes no son infinitos. Es como si, al exigirnos constantemente, olvidáramos que somos más frágiles de lo que nos atrevemos a admitir. Y, aun así, seguimos caminando con esa conformidad tranquila, arrastrando las cadenas de ser productivos.
Por otro lado, estudios realizados en comunidades tradicionales demuestran que estas culturas, menos sacudidas por la “maravilla” industrial y digital, dedican más tiempo al ocio y al descanso colectivo. Los pueblos Khoisan del desierto del Kalahari, por ejemplo, dedican apenas entre 15 y 20 horas semanales a labores de supervivencia, dejando el resto del tiempo a actividades lúdicas, espirituales y sociales. Estas sociedades no padecen los índices de ansiedad ni las enfermedades psicosomáticas que carcomen al mundo occidental. En el silencio de sus pausas, los Khoisan encuentran lo que nosotros hemos perdido: la posibilidad de respirar sin sentir culpa.
Entonces, ¿qué nos impide descansar? Quizás sea esta absurda veneración contemporánea por estar ocupados, esa obsesiva necesidad de llenar cada minuto como si el vacío fuera algo vergonzoso y señalador. Hemos confundido la acción con el valor y el ocio con la pereza. Pero no todo movimiento genera progreso; a veces, detenerse a contemplar una flor es el acto más revolucionario.
La paradoja es que, al perseguir el descanso con la misma frenética urgencia con la que perseguimos el éxito, lo transformamos en otro objeto de consumo. Nos metemos de cabeza en retiros de mindfulness, compramos colchones y relojes inteligentes que monitorizan nuestras horas de sueño. Intentamos programar la pausa como programamos reuniones y, en ese intento, la despojamos de su esencia.
No se trata de evadir responsabilidades ni de negar los retos de la vida cotidiana. Se trata de entender que somos seres finitos, que necesitamos tiempo para regenerarnos, que nuestra sed de descanso no es una debilidad, sino una llamada a recordar lo que significa estar vivos. Porque descansar no es detenerse: es avanzar hacia adentro, es reconectarse con lo humano, hacia ese lugar donde habita nuestra esencia, siempre esperando ser escuchada. Tal vez sea hora de darle la oportunidad de hablar.
Por Melissa Lambraño Jaimes
Algunos tienen agendas y otros memorizan con facilidad las responsabilidades que por horas se deben cumplir. Y sí, se deben, porque nos acostumbramos a cumplirle a otros, más que a nosotros mismos.
No sé si va más acelerado el mundo o yo. El tiempo no alcanza para todo lo que se planea a diario, y si alcanza, queda el sentimiento de frustración que se añade a la tarea que no se terminó. Algunos tienen agendas y otros memorizan con facilidad las responsabilidades que por horas se deben cumplir. Y sí, se deben, porque nos acostumbramos a cumplirle a otros, más que a nosotros mismos.
Nos levantamos violentados con el sonido del despertador, corremos a cumplir horarios imposibles y nos acostamos con la mente atrapada en listas interminables de tareas pendientes. Sin embargo, en lo profundo de cada uno de nosotros existe una sed primigenia: la necesidad de descansar. No hablamos del sueño, esa reparación fisiológica indispensable para no sucumbir, sino de una pausa verdadera, de ese éxtasis momentáneo que implica detenerse y existir simplemente por el placer de hacerlo.
Según un informe reciente de la Organización Mundial de la Salud, las cifras de estrés laboral se han disparado a niveles alarmantes: más del 60 % de los trabajadores en el mundo reportan sentirse abrumados o agotados emocionalmente. Este fenómeno, conocido como “burnout”, es un recordatorio brutal de que nuestros cuerpos y mentes no son infinitos. Es como si, al exigirnos constantemente, olvidáramos que somos más frágiles de lo que nos atrevemos a admitir. Y, aun así, seguimos caminando con esa conformidad tranquila, arrastrando las cadenas de ser productivos.
Por otro lado, estudios realizados en comunidades tradicionales demuestran que estas culturas, menos sacudidas por la “maravilla” industrial y digital, dedican más tiempo al ocio y al descanso colectivo. Los pueblos Khoisan del desierto del Kalahari, por ejemplo, dedican apenas entre 15 y 20 horas semanales a labores de supervivencia, dejando el resto del tiempo a actividades lúdicas, espirituales y sociales. Estas sociedades no padecen los índices de ansiedad ni las enfermedades psicosomáticas que carcomen al mundo occidental. En el silencio de sus pausas, los Khoisan encuentran lo que nosotros hemos perdido: la posibilidad de respirar sin sentir culpa.
Entonces, ¿qué nos impide descansar? Quizás sea esta absurda veneración contemporánea por estar ocupados, esa obsesiva necesidad de llenar cada minuto como si el vacío fuera algo vergonzoso y señalador. Hemos confundido la acción con el valor y el ocio con la pereza. Pero no todo movimiento genera progreso; a veces, detenerse a contemplar una flor es el acto más revolucionario.
La paradoja es que, al perseguir el descanso con la misma frenética urgencia con la que perseguimos el éxito, lo transformamos en otro objeto de consumo. Nos metemos de cabeza en retiros de mindfulness, compramos colchones y relojes inteligentes que monitorizan nuestras horas de sueño. Intentamos programar la pausa como programamos reuniones y, en ese intento, la despojamos de su esencia.
No se trata de evadir responsabilidades ni de negar los retos de la vida cotidiana. Se trata de entender que somos seres finitos, que necesitamos tiempo para regenerarnos, que nuestra sed de descanso no es una debilidad, sino una llamada a recordar lo que significa estar vivos. Porque descansar no es detenerse: es avanzar hacia adentro, es reconectarse con lo humano, hacia ese lugar donde habita nuestra esencia, siempre esperando ser escuchada. Tal vez sea hora de darle la oportunidad de hablar.
Por Melissa Lambraño Jaimes