A Severino Yolofo, un joven esclavo, le azotaron el dorso con un perrero cuando lo ataron a un poste en el patio del aljibe. Su falta fue no haber apretado la riata de la silla de montar del joven Tomás, esa mañana en que salía de cabalgata con Catalina Ruíz de Quijano y Mosquera, su pariente lejana. La caída del caballo sufrida por tal descuido rasgó el pantalón del jinete y le dejó moreteada una rodilla, que fue atendida por la dama que hemos dicho, toqueteando la lastimadura con un manojillo de ortiga, con mimos y palabras condolidas.
Lee también: ‘Euparí-Roll’: el viaje de César González por Valledupar
Estaba ella, como él también, en la primavera de los 17 años. Era navidad de 1816. Ambos habían concurrido allí por invitación de Rafael Arboleda, pariente de los dos, dueño de esa hacienda en vecindades de Quilichao, un pueblito caucano.
Tomás Cipriano Ignacio María Mosquera y Figueroa Arboleda y Salazar Prieto del Tovar Vergara Silva Hurtado de Mendoza Urrutia y Guzmán, como así firmaría en el ocaso de su vida su propio testamento, en ese año de 1816 se había alistado en el ejército de don Antonio Nariño y Álvarez del Casal en la campaña hacia Pasto, pero tales tropas fueron descalabradas con dureza en La Cuchilla del Tambo.
Intentó escapar a pezuña de caballo con otros de su batallón Bravos del Socorro, pero atrapado, fue llevado a la cárcel pública de Popayán, asiento de su familia. A disgusto de su padre se había ido con esas montoneras patriotas con el grado de teniente. Esa rebelión del joven Tomás, según su progenitor José María Mosquera y Arboleda, ponía en peligro 300 años de señorío de su apellido sobre sus minas, esclavos y haciendas, y hasta la libertad y la vida, si la justicia del rey le pasaba la cuenta por ese desatino de su alocado hijo.
Ahora tendría que consumir su prestigio de leal vasallo de su Majestad en intrigas y afanes para salvar a Tomás. Al final fue su madre, María Manuela Arboleda, quien hubo de pagar 1.500 reales de oro para evitar el “sorteo del quinto” en el cual se sacaba a la suerte uno de cada cinco prisioneros para ser fusilado. Además, Tomás debía pagar la humillación de un año de servicio en el ejército español, con galones al hombro de un grado menor como cabo de Proveeduría.
Así comenzó la vida pública de una de las personalidades más complejas de nuestra historia política y militar, quien fuera cuatro veces presidente de la República. En este escrito solo tentaremos de tangente su vida pública abastanza conocida ya. No tocaremos los campamentos de sus revueltas armadas, sus méritos como valeroso soldado republicano, sus logros como mandatario, su anticlericalismo delirante ni los fusilamientos que mandó para hartazgo de sus venganzas. Anotaremos episodios de su vida privada como gallardo galán de aristocráticos salones, y de afanado mancebo rebuscón de polleras.
RUPTURA Y EQUILIBRIO
Tomás Cipriano de Mosquera era un esqueje de muchos incestos por el cruce de sus mayores entre primos, tíos y sobrinos, que por matrimonio entre ellos, con dispensa de la Iglesia, se apretujaron entre sí para no dar cabida a que otras familias entraran en su círculo de gamonales, mineros y esclavistas.
No dejes de leer: Simón Bolívar y sus historias de alcoba
Era un pool genético de varias generaciones anteriores a él, lo que llevó a decir a alguien que si se desenvolviera esa trabazón de los Mosquera, Tomás Cipriano resultaría primo de sí mismo varias veces.
De aquél encuentro casual con Catalina Ruíz de Quijano nació un idilio epistolar donde estuvo presente el deseo de un matrimonio. Para tales tiempos hay un registro de su desarrollo temprano como varón. Tenía 18 años cuando su tío y padrino, Antonio Arboleda, le obsequió una joven esclava para su “servicio personal”, lo que de por sí era un disimulado hecho que atestigua sus primeros trajines masculinos.
Su padre, para que él avisorara otros horizontes y se olvidara de sus sueños de pólvora y revueltas, lo envió a la costa caribe. Hubo en tal ocasión un intercambio de esquelas con Catalina, llamada por él Natalcia que era un anagrama de su nombre, y ella le devuelve el de Paniciro que era el de Cipriano. Pertenecía ella a una rama de los Mosquera que había quedado sin bienes de fortuna por lo cual se había venido a menos, con una madre viuda que no tenía cómo ofrecer una buena dote de matrimonio, y que además tenía el estigma de haber nacido en un pueblo, lo que le disminuía su categoría social.
En Cartagena, con una costurera de nombre María Candelaria Cervantes, en una aventura de sus urgencias de varón, tuvo un hijo a quien bautizaron como Tomás María.
Cuando Tomás toma camino de regreso a Popayán, lleva la decisión de romper con su prima pobre, Catalina, su Natalcia. Desde Honda anticipa por escrito la ruptura. Ella tenía idea del cambio de su Paniciro y con dignidad le contesta haciéndole mención “de la fea mancha de la pobreza”. Además, añadía: “Conservaré sus cartas para satisfacer a los que han sabido de mi comprometimiento, que si se ha disuelto no ha sido por ningún defecto de mi honor, sino por la facilidad que tuvo usted para abrazar los consejos de los suyos.”
Por aquellos tiempos hay cruces de cartas entre María Manuela y Dolores Vicenta, ambas desposadas y hermanas de Tomás, porque este había embarazado a dos negras de la servidumbre. Una de ellas, nombrada Luisa, a quien para tapar el hecho mandaron a Quito a casa de Joaquín Mosquera, el hermano mayor. El esposo de María Manuela, a su vez su primo, le recrimina en una misiva: “Cúan sensible me es ver que por travesuras pierdas tu honor y esclavices tu sangre”.
También se refieren las cartas al embarazo de Ignacia, una esclava que hacía de ama de llaves. María Manuela escribe al propio Tomás anunciando el nacimiento de un varoncito a quien le dieron el nombre de Manuel José.
Te puede interesar: ‘Naferito’ Durán, el Rey Vallenato que vive contando recuerdos
En 1821 se encuentra Tomás Cipriano al frente de las minas de su padre en Barbacoa, lavadero aurífero, lugar donde le aparecieron los síntomas de una blenorragia, enfermedad venérea incurable para la época, de la cual tendría rebrotes en su larga vida, según sus repetidas solicitudes de remedios para la infección de gonococos. Hay recomendaciones de amigos y parientes que le recetan el uso de fármacos como sal de prunela, canamelanos, mercurio dulce, bálsamo de copaiba, trementina de saturno y tártaro soluble. Esa enfermedad la habían regado por todo el ámbito de la Nueva Granada las tropas españolas de la expedición de Pablo Morillo en 1816.
Roto el idilio epistolar con Catalina, Tomás centra su atención en su prima Mariana Josefa Benvenuta Vicenta Arboleda y Arroyo, con el gusto de los suyos por haber equilibrio de riqueza y alcurnia. En mayo de 1820 hay boda. Duraría el lazo 50 años, la mayoría de los cuales estuvieron separados por las contingencias de las guerras civiles, las misiones diplomáticas, las actividades de comercio, de gobierno y el exilio. Dos hijos hubo: Amalia y Aníbal.
HUELLAS DE LA GUERRA AL PRESIDENTE
El fogoso Tomás, en 1822 se enrola en el ejército patriota de Bolívar que va a Ecuador y Perú. En agradecimiento por algún auxilio prestado al general Simón por el padre de Tomás Cipriano, que ya había cambiado de bando, el Libertador distinguió al joven como su edecán y más luego lo haría general. En uno de esos encuentros armados con los guerrilleros pastusos de Agustín Agualongo, fieles a la causa del rey Fernando VII, de manos de uno de aquellos guerreros que perseguido a caballo volvió grupas, y con un disparo hecho a Tomás Cipriano le rompió varios dientes, la quijada inferior, la lengua y un carrillo. El rostro le quedó desfigurado debiendo usar mostachos a la prusiana para ocultar “su honrosa fealdad”.
Sería más tarde en Panamá donde un cirujano le reconstruyó el maxilar con hilos de plata, pero quedó articulando algunos ruidos al hablar, por lo que le apodaron ‘Mascachochas’, mote socarrón difundido por el coro de sus muchos malquerientes que desde siempre le declararon la guerra del ridículo.
La convalecencia de su herida lo lleva a la atención de la extensa red de los bienes mineros de su padre en Telembí, Barbacoa, Itsmina, Iscuandé, Guapi, así como las haciendas de Timbío, San Isidro, Poblanza y Coconucos. Esta última le correspondería a Tomás en herencia, con una cabida de 45.000 acres (18.000 hectáreas).
Para 1830 deambula por Europa. De allí vendría infatuado de sus amistades en las esferas de la nobleza y del alto clero. Se cuenta que en París fue al taller de un famoso sastre a quien le dijo: “Vengo a que me haga un informe para un general granadino”. El aludido responde: “¿Cómo es ese uniforme?”. A eso contesta Mosquera: “Como un mariscal de Francia”.
Existen varias cartas de su esposa, para tal época, quien con frases disimuladas se queja del contagio venéreo. Ella guardaría ese resentimiento contra él y por sus desbordados afanes sexuales, cuyas noticias le llegaban. “Se sentía degradada y sucia como si también tuviera el alma contagiada. El general Tomás debió pensar mucho sobre las consecuencias tristes del goce de la carne”. Parte de las ausencias largas del hogar – dicen algunos – se debió a evitar las ocasiones de pasarle los rebrotes de su mal a ella. Algunos explican que los desvaríos de él en las etapas últimas de su vida, fue la secuela de la enfermedad.
Lee también: La desmoronada grandeza de la última marquesa
Para el cuatrienio de 1845 a 1849, postulan su nombre para la primera magistratura del país en reemplazo de José Ignacio de Márquez. Su esposa Mariana Josefa al saberlo, quien conocía lo turbulento y variante del temperamento de su consorte, exclamó: “¡Válgame Dios! Tomás en la presidencia sería como un mico en pesebre”.
No obstante, como mandatario, entre otras obras funda el Colegio Militar, inicia la construcción del Capitolio, también el ferrocarril de Panamá y abre la navegación a vapor por el río Magdalena.
Entre sus muchos amores “atravesados”, como se les llamaba en su época, Tomás Cipriano conquista a María Elorza. Con ella tiene una hija, María Engracia, que se casó con un ingeniero inglés, Thomas Davies, de mala salud y alcohólico, que dependía en su sostén de su suegro. A él le administraba las minas de Barbacoa y Timbiquí.
Con Paula Luque, bajo el pretexto de que su esposa no podría engendrar más por caso de una enfermedad, tuvo a tres niñas reconocidas en su testamento como hijas. Sus nombres fueron Clelia, Teodulina e Isabel. Esta murió en la infancia. De Clelia nació Elvira Cárdenas Mosquera, quien sería primera dama de Colombia por su matrimonio con José Vicente Concha. Nieto de Teodulina nació Bernardo de la Espriella Mosquera, sacerdote de la Compañía de Jesús, asesinado en 1944 por el ejército japonés con la ocupación de la isla de Yap, en la Micronesia, y que está ahora en proceso de beatificación por el Vaticano.
No hemos podido rastrear a la madre de Antonia Arias, una joven bogotana que pretendió ser reconocida como hija del general. Una carta del 8 de diciembre de 1845 de ella para él, dice: “A mi muy querido papá. Los títulos de papá e hija de que uso no me corresponden hoy como antes, pero los uso porque ellos son gratos para mí y porque en todo caso usted me los concederá”.
Otro hijo que aparece en la vida del caudillo fue Emiliano Mosquera. Asistió a su padre en Coconucos hasta la hora final de este.
Aquél hijo habido en Cartagena con Candelaria Cervantes fue admitido en el círculo de los Mosquera como pariente. Acompañó a su padre como militar en la campaña de 1841 contra el levantado general Obando. Con el grado de coronel cayó mortalmente herido en la batalla de Subachoque en abril de 1861, cuando su padre se alzó en armas contra el gobierno de Mariano Ospina Rodríguez.
El gran amor del general Mosquera fue una mulata antioqueña de ojos verdes. Susana Llamas era su nombre a quien conoció en Cartagena en 1841. Los excesos de esta relación trascendieron desde la costa y remontaron hasta el propio palacio presidencial, a la sazón ocupado por Pedro Alcántara Herrán, yerno de Mosquera y su viejo compañero de armas, pues estaba casado con Amalia, su hija, en un matrimonio inducido por el propio caudillo pese a la inmensa diferencia de edades. El presidente Herrán vivía bajo el mismo techo con su esposa y su suegra a donde llegaban los comentarios deslucidos de su suegro con Susana Llamas, por eso le motivó un viaje a doña Mariana a Popayán con el fin de alejarla de ese entretejido de habladurías.
No dejes de leer: El conde Cagliostro, el rey de los impostores
Un antiguo secretario de Mosquera, le advierte desde Medellín: “Susana, por su conducta arrastrada, prostituida, verrionda, es la mujer más despreciada que hay en esta ciudad. No merece el cariño de un caballero noble como usted. No hay aquí negro, artesano ni comerciante que no haya conseguido favores de la incasta Susana, así como no hubo soldado ni oficial del Batallón No. 2 que no pasara revista sobre ella. Se me cae la cara de vergüenza en cuanto oigo referir la vida de esta ramera que ha tenido la astucia de engañarlo a usted”.
Cuando Mosquera fue presidente, la primera ocasión, su esposa Mariana viajó a Estados Unidos, entonces el mandatario se llevó a Susana a Palacio como ama de llaves, pero la murmuración ciudadana se hizo intensa, entonces la regresó a Barraquilla y después en la capital le instaló un almacén. En 1851, el general le montó un negocio similar en Broonklyn.
DE REGRESO
El 18 de mayo de 1872 el general Mosquera sufre un atentado en Bogotá. El presidente Murillo Toro lo saca del país como ministro plenipotenciario para varios países de Europa. Allá revivió su fama de mujeriego. Su vida se disolvía en coches, palcos de ópera, levitones y sombreros de cubilete, museos y palacios. En los salones de valses y festines le hace coqueteos a Eugenia de Montijo, la esposa del emperador de Francia, Napoleón III. De tal intento de conquista, solo consigue el abanico que ella le dio de regalo. En esos tiempos tiene devaneos con dos italianas, con quienes no tuvo hijos: Gentilina Baudini y Amalia Todela de Errighi.
En Londres se enteró que el Congreso lo había elegido presidente de los Estados Unidos de Colombia, para el período 1866 – 1868
Ya en el cargo se hizo más autoritario. Tiene episodios de desatino en su comportamiento. Un día, en riguroso traje ritual de Gran Maestro masón, entre cirios encendidos va en procesión pública de Palacio al templo del Gran Oriente Colombiano. Poco después convoca en la iglesia de Santo Domingo a una reunión popular, asciende al púlpito y en tono episcopal, con su uniforme de gala, arenga a los asistentes. Este cerebro agotado por sus largos desgastes nerviosos gira como una rueda loca, sin eje ni órbita. Ya perdido el respeto, una copla nacida en el arte menor de las tabernas, como burla dice: “Si valientes, con gesto bizarro/ a Mosquera una Ese quitamos/de su orgullo sólo dejamos/un sinónimo fiel de catarro”.
El ejército acordonó el Congreso el 20 de abril de 1867. Mosquera lo cierra para evitarse una acusación por la compra secreta de un buque de guerra para el Perú, entonces en guerra con España. El 23 de mayo de ese año es derrocado. Esa noche los soldados que hacían la guardia en Palacio franquean a los conspiradores la entrada a su alcoba. Santiago Pérez raspa una cerilla para dar luz a una vela que aproxima al general indefenso, que yace dormido con la herrumbre de los años viejos.
Este se viste sin prisa, y antes de salir del aposento se devolvió para darle cuerda a una caja de música. El Senado lo juzga y lo manda al destierro que cumple en Lima. A poco muere su esposa Mariana en Medellín. Apenas enterado de su viudez, el caudillo corteja por carta a una sobrina-nieta de 27 años, hija de su primo Manuel Esteban Arboleda y de su cuñada y prima Paula Arboleda, hermana esta de Mariana, su difunta esposa. Tomás Cipriano le manda un mosaico litográfico con fotos suyas. Su sobrina-nieta, María Ignacia Arboleda, a quien él le lleva 44 años, responde positivamente los requerimientos de su famoso tío-abuelo.
Como Mosquera tenía cuentas pendientes con la Iglesia porque le había confiscado sus bienes con el Decreto de Desamortización de Bienes de Manos Muertas, y además había expulsado del país a la Compañía de Jesús en uno de sus mandatos, para efectuar su enlace por el rito católico autoriza a sus hermanos Joaquín y Manuel María “para que sin reserva alguna hagan en su nombre delante de Dios y del mundo, retractación de todos sus errores en que hubiere incurrido en orden a la religión y con escándalo de santas personas a quienes pide perdón”.
Ya en Popayán, Mosquera visita a diario, con puntualidad de cadete, a su novia. En el pedimento de su mano le preguntó: “¿Quieres ser la viuda del general Mosquera?”. En el oratorio de su casa de La Pamba, en tal ciudad, fue la boda. Se fueron a vivir a Coconucos. Hubo un hijo a quien le dieron el nombre de José Bolívar Carlos Dórico Mosquera y Arboleda. Hacía honor así a Simón Bolívar, su ídolo, y a un tal Dórico, un ruso que en el siglo X había llegado a España para servir al rey Ramiro II de León en su lucha contra los moros, quien se casó con la hija del monarca llamada Ingaluisa, de donde, según Tomás Cipriano, se desprendía el árbol genealógico de los Mosquera.
Lee también: Las corredurías de Calixto Ochoa y Liborio reyes en el Bolívar grande
Mosquera fallece el 7 de octubre de 1878, a un mes de sus 80 años. En Coconucos se fue consumiendo esa pasmosa y relumbrona vida del ‘Gran General’, como se hizo llamar ahíta de episodios osados, caprichosos y algunos contradictorios que dan la estatura del caudillo criollo. Bien calza la definición del sociólogo López de Mesa cuando escribía que Mosquera había sido una híbrida concurrencia de infanzón y de cacique, de beduino y de letrado, de bandolero y de estadista.
Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, agosto 30, 2020.
Por Rodolfo Ortega Montero