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General - 6 enero, 2025

La historia del cachaco que se enamoró de Valledupar

Primero, pongámonos de acuerdo: el acento del cachaco es distinto al de un costeño, hablando el mismo idioma español. En el departamento del Cesar, cuya única costa es la ribera del río Guatapurí, sus habitantes se creen costeños siendo mediterráneos, y en el extremo de sus celos, por el tono de la voz, califican como […]

Carlos Augusto Rojas Castaño, protagonista de la historia del cachaco que se enamoró de Valledupar.
Carlos Augusto Rojas Castaño, protagonista de la historia del cachaco que se enamoró de Valledupar.
Boton Wpp

Primero, pongámonos de acuerdo: el acento del cachaco es distinto al de un costeño, hablando el mismo idioma español. En el departamento del Cesar, cuya única costa es la ribera del río Guatapurí, sus habitantes se creen costeños siendo mediterráneos, y en el extremo de sus celos, por el tono de la voz, califican como cachacos a los habitantes del sur del departamento: Aguachica, San Alberto, San Martín, etc., que por su vecindad con Santander hablan distinto en el mismo idioma. 

Alguien del interior del país con mayor razón es catalogado como cachaco, sobre todo si llega a Valledupar con el “ala, cómo estás”, de clara estirpe bogotana.

Algo tiene que haber en el ADN vallenato para que, aún burlándose de los cachacos con chistes reales o inventados por una lengua larga típica de la región, al mismo tiempo los atiendan con guante de seda y con dedicación de enamorado cuando llegan por montones a finales de abril para beberse hasta la última gota de Whisky, durante el Festival Vallenato. 

Y así como los vallenatos son felices ejerciendo el papel de efímeros anfitriones de los cachacos, también los cachacos terminan enamorados de Valledupar y de los vallenatos hasta el punto de que a Valledupar todo el mundo quiere ir y nadie quiere tomar el camino del regreso a su lugar de orígen. 

Amor a prueba de distancia

Llegué a Valledupar en julio de 1996 de la mano querendona, como todas las manos vallenatas, de mi jefa laboral, la entonces senadora María Cleofe Martínez, y fue amor a primera vista, como si cupido también pudiera actuar entre un ser humano y una ciudad, así como actúa causando estragos entre mujeres y hombres. Es un amor que está vigente 29 años después: un récord imbatible cuando se trata de amor, porque el amor, lo que se dice amor en términos generales con traga incluida, no pasa de siete meses, a veces un año.

Ese amor mío por Valledupar sigue palpitando como el primer día sin necesidad de que yo respire su aire o recorra sus calles todos los días, y ha resistido mis ausencias físicas, cosa que parece no ocurrir con el amor entre seres humanos, que casi siempre se extingue lentamente por la distancia geográfica o las largas temporadas sin contacto visual.

Valledupar, capital del departamento del Cesar, celebra 475 años.

A esta ciudad, así como a las mujeres, no queda otro camino que adorarla, parodiando una popular canción mexicana. Y no queda otro camino porque, qué más se puede hacer con una ciudad sobre la cual Gabriel García Márquez dijo en la novela ‘El amor en los tiempos del cólera’ que: “Bien pronto se dio cuenta Fermina Daza que la tarde de su llegada a Valledupar no había sido distinta, sino que en aquella provincia feraz todos los días de la semana se vivían como si fueran de fiesta”.

Qué otra cosa se puede hacer si no amar a una ciudad donde un compositor tuvo la suficiente inspiración para escribir:  “…Si quereis me arranco el pecho y en mil pedazos te entrego el alma”, canción titulada ‘Corazón martirizado’, de Gustavo Gutiérrez. Despedazar algo inexistente, algo que los científicos llevan trescientos años buscando tanto en seres vivos como en cadáveres, y no han hallado ni su rastro; encontraron el corazón, los riñones, el páncreas y muchos órganos más, pero jamás el alma, y sin embargo en Valledupar se puede entregar el alma en mil pedazos. 

Y donde otro compositor dijo: “Una pena y otra pena son dos penas para mí, ayer lloraba por verla y hoy lloro porque la vi”, canción Callate corazón -sin tilde-, de Tobias Enrique Pumarejo, don Toba. 

Son muchísimos los ejemplos de cosas inverosímiles que ocurren en canciones y en la vida cotidiana dentro de un espacio geográfico que difícilmente se puede delimitar en un mapa porque encaja perfectamente en Macondo, que es una ficción, un estado del alma inexistente, cuyos límites están sujetos solo a la imaginación.

Y donde uno puede deleitar el ojo con una estadística hermosa: el mayor número de mujeres por metro cuadrado, mostrando la seductora piel de sus hombros y espaldas, como si la Calle del Cesar (la del “caminando por la Calle del Cesar, de arriba a abajo…”) o la carrera novena, o los centros comerciales, fueran unas pasarelas públicas permanentes.

Y donde sus habitantes, los nacidos allí y los cachacos, terminan emparentados por un mágico hilo de sangre que los enlaza como primos, hermanos, primo hermano o por lo menos compadres. “¡Ajá, primo! Ajá compadre!”. 

Un mundo feliz

La música a temprana hora del día empieza a deslizarse por avenidas, calles y callejones como inundan la ciudad algunos torrenciales aguaceros. Donde los sepelios de sus grandes compositores, cantantes y acordeoneros se convierten en memorables conciertos como si esos distinguidos muertos no fueran en ese momento protagonistas de sus propios funerales sino actores de su última parranda vallenata.

Y donde un equipo de sonido a alto volumen basta para que toda la cuadra y hasta el barrio completo celebren el 25 de diciembre o el año nuevo o el lanzamiento de nuevas canciones de los cantantes máximos, como ocurría cada vez que un nuevo disco de Diomedes Díaz alteraba la cotidianidad de todo el departamento y de la región como si un mundo feliz se hubiera ganado el premio mayor de la lotería.

Con base en mi “nacionalidad” vallenata adquirida por adopción a mucho honor, puedo dar testimonio de que bajo el amplio cielo azul de Valledupar todos somos vallenatos. Por eso, “hilo hasta el carreto” con esta ciudad que llega a sus primeros 475 años este 6 de enero. Podei juralo”, como dicen con melodía encantadora los viejos habitantes del tradicional barrio Cañaguate. Homenaje a Valledupar en sus 475 años.

Por Carlos Augusto Rojas Castaño

General
6 enero, 2025

La historia del cachaco que se enamoró de Valledupar

Primero, pongámonos de acuerdo: el acento del cachaco es distinto al de un costeño, hablando el mismo idioma español. En el departamento del Cesar, cuya única costa es la ribera del río Guatapurí, sus habitantes se creen costeños siendo mediterráneos, y en el extremo de sus celos, por el tono de la voz, califican como […]


Carlos Augusto Rojas Castaño, protagonista de la historia del cachaco que se enamoró de Valledupar.
Carlos Augusto Rojas Castaño, protagonista de la historia del cachaco que se enamoró de Valledupar.
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Primero, pongámonos de acuerdo: el acento del cachaco es distinto al de un costeño, hablando el mismo idioma español. En el departamento del Cesar, cuya única costa es la ribera del río Guatapurí, sus habitantes se creen costeños siendo mediterráneos, y en el extremo de sus celos, por el tono de la voz, califican como cachacos a los habitantes del sur del departamento: Aguachica, San Alberto, San Martín, etc., que por su vecindad con Santander hablan distinto en el mismo idioma. 

Alguien del interior del país con mayor razón es catalogado como cachaco, sobre todo si llega a Valledupar con el “ala, cómo estás”, de clara estirpe bogotana.

Algo tiene que haber en el ADN vallenato para que, aún burlándose de los cachacos con chistes reales o inventados por una lengua larga típica de la región, al mismo tiempo los atiendan con guante de seda y con dedicación de enamorado cuando llegan por montones a finales de abril para beberse hasta la última gota de Whisky, durante el Festival Vallenato. 

Y así como los vallenatos son felices ejerciendo el papel de efímeros anfitriones de los cachacos, también los cachacos terminan enamorados de Valledupar y de los vallenatos hasta el punto de que a Valledupar todo el mundo quiere ir y nadie quiere tomar el camino del regreso a su lugar de orígen. 

Amor a prueba de distancia

Llegué a Valledupar en julio de 1996 de la mano querendona, como todas las manos vallenatas, de mi jefa laboral, la entonces senadora María Cleofe Martínez, y fue amor a primera vista, como si cupido también pudiera actuar entre un ser humano y una ciudad, así como actúa causando estragos entre mujeres y hombres. Es un amor que está vigente 29 años después: un récord imbatible cuando se trata de amor, porque el amor, lo que se dice amor en términos generales con traga incluida, no pasa de siete meses, a veces un año.

Ese amor mío por Valledupar sigue palpitando como el primer día sin necesidad de que yo respire su aire o recorra sus calles todos los días, y ha resistido mis ausencias físicas, cosa que parece no ocurrir con el amor entre seres humanos, que casi siempre se extingue lentamente por la distancia geográfica o las largas temporadas sin contacto visual.

Valledupar, capital del departamento del Cesar, celebra 475 años.

A esta ciudad, así como a las mujeres, no queda otro camino que adorarla, parodiando una popular canción mexicana. Y no queda otro camino porque, qué más se puede hacer con una ciudad sobre la cual Gabriel García Márquez dijo en la novela ‘El amor en los tiempos del cólera’ que: “Bien pronto se dio cuenta Fermina Daza que la tarde de su llegada a Valledupar no había sido distinta, sino que en aquella provincia feraz todos los días de la semana se vivían como si fueran de fiesta”.

Qué otra cosa se puede hacer si no amar a una ciudad donde un compositor tuvo la suficiente inspiración para escribir:  “…Si quereis me arranco el pecho y en mil pedazos te entrego el alma”, canción titulada ‘Corazón martirizado’, de Gustavo Gutiérrez. Despedazar algo inexistente, algo que los científicos llevan trescientos años buscando tanto en seres vivos como en cadáveres, y no han hallado ni su rastro; encontraron el corazón, los riñones, el páncreas y muchos órganos más, pero jamás el alma, y sin embargo en Valledupar se puede entregar el alma en mil pedazos. 

Y donde otro compositor dijo: “Una pena y otra pena son dos penas para mí, ayer lloraba por verla y hoy lloro porque la vi”, canción Callate corazón -sin tilde-, de Tobias Enrique Pumarejo, don Toba. 

Son muchísimos los ejemplos de cosas inverosímiles que ocurren en canciones y en la vida cotidiana dentro de un espacio geográfico que difícilmente se puede delimitar en un mapa porque encaja perfectamente en Macondo, que es una ficción, un estado del alma inexistente, cuyos límites están sujetos solo a la imaginación.

Y donde uno puede deleitar el ojo con una estadística hermosa: el mayor número de mujeres por metro cuadrado, mostrando la seductora piel de sus hombros y espaldas, como si la Calle del Cesar (la del “caminando por la Calle del Cesar, de arriba a abajo…”) o la carrera novena, o los centros comerciales, fueran unas pasarelas públicas permanentes.

Y donde sus habitantes, los nacidos allí y los cachacos, terminan emparentados por un mágico hilo de sangre que los enlaza como primos, hermanos, primo hermano o por lo menos compadres. “¡Ajá, primo! Ajá compadre!”. 

Un mundo feliz

La música a temprana hora del día empieza a deslizarse por avenidas, calles y callejones como inundan la ciudad algunos torrenciales aguaceros. Donde los sepelios de sus grandes compositores, cantantes y acordeoneros se convierten en memorables conciertos como si esos distinguidos muertos no fueran en ese momento protagonistas de sus propios funerales sino actores de su última parranda vallenata.

Y donde un equipo de sonido a alto volumen basta para que toda la cuadra y hasta el barrio completo celebren el 25 de diciembre o el año nuevo o el lanzamiento de nuevas canciones de los cantantes máximos, como ocurría cada vez que un nuevo disco de Diomedes Díaz alteraba la cotidianidad de todo el departamento y de la región como si un mundo feliz se hubiera ganado el premio mayor de la lotería.

Con base en mi “nacionalidad” vallenata adquirida por adopción a mucho honor, puedo dar testimonio de que bajo el amplio cielo azul de Valledupar todos somos vallenatos. Por eso, “hilo hasta el carreto” con esta ciudad que llega a sus primeros 475 años este 6 de enero. Podei juralo”, como dicen con melodía encantadora los viejos habitantes del tradicional barrio Cañaguate. Homenaje a Valledupar en sus 475 años.

Por Carlos Augusto Rojas Castaño