El Congreso de la República tiene como funciones propias hacer las leyes, interpretarlas, ejercer el control político y, como Constituyente derivado, puede reformar la Constitución Política. A menudo la percepción que se tiene de un Congreso de la República que cumple con su deber es aquel que expide el mayor número de leyes, por ello […]
El Congreso de la República tiene como funciones propias hacer las leyes, interpretarlas, ejercer el control político y, como Constituyente derivado, puede reformar la Constitución Política. A menudo la percepción que se tiene de un Congreso de la República que cumple con su deber es aquel que expide el mayor número de leyes, por ello ningún congresista quiere quedarse atrás a la hora de presentar sus propias iniciativas, las que sumadas a las del ejecutivo son muchas y se termina sacrificando la calidad por la cantidad.
No obstante, que muchos proyectos se quedan en el camino, se hunden y no alcanzan su cometido, no dejan de proliferar aquellas que alcanzan a convertirse en leyes de la República, muchas de ellas sin ton ni son, inicuas, inocuas y vacuas. Ello es lo que da lugar a la hiperinflación legislativa. Basta con decir que en un solo cuatrienio (2010 – 2014) se expidieron 296 leyes. Cabe preguntarse, a ese ritmo a ¿dónde vamos a llegar? Esta hiperinflación, dicho sea de paso, afecta la seguridad jurídica, que se fundamenta en reglas de juego claras y estables e incrementa los costos de transacción, dos lastres que, a juicio del Nobel de Economía Douglas North, frenan el crecimiento económico y el desarrollo social de los países.
Son tantas leyes y actos legislativos expedidos por el Congreso que, según el jurista, experto en Derecho constitucional, Hernán Olano de las 1.830 expedidas desde 1992 no se sabe a ciencia cierta cuáles están vigentes, derogadas o declaradas inexequibles. Según él, el 30 % de las leyes expedidas son inútiles, destacándose entre ellas el cúmulo de leyes de honores; es así cómo entre 2010 y 2016 se aprobaron 100 de ellas, la mayoría de las cuales no son más que un saludo a la bandera.
Hace cuatro años el presidente Juan Manuel Santos propuso que el Congreso de la República dedicara un período legislativo a “purgar” el ordenamiento jurídico, con el fin de depurarlo dejando sin efecto las leyes inútiles, muchas de las cuales son anacrónicas o han entrado en desuso. Esta loable tarea se inició pero quedó trunca y amerita retomarla, con el fin de que la armazón jurídica del país deje de ser una maraña inescrutable y así se le facilite el trabajo a todos los operadores jurídicos, ganando en eficiencia y eficacia.
Se estima que desde la publicación del primer Diario Oficial, en donde se registran y validan las leyes sancionadas por el ejecutivo hasta la fecha son más de 16.000 las que siguen vigentes, por no haber sido derogadas expresamente, aunque la coletilla con la que finalizan todas ellas, derogando “todas las normas que le sean contrarias” podría haber dado cuenta de muchas de ellas, sin que se sepa al final cuáles siguen y cuáles fenecen. Ni el jurista más avezado lo sabe. Colombia se cuenta entre los países más atrasados en la región en este aspecto, países como Perú, Ecuador o México han hecho serios esfuerzos en la actualización y tamizaje de su normatividad jurídica. Colombia está en mora de hacerlo.
Un primer esfuerzo se hizo en el Gobierno del Presidente Juan Manuel Santos al proceder a compilar, conciliar y concordar más de 7.000 decretos en sólo 26, en uso de la potestad que le otorga al Presidente el numeral 11 del artículo 189 de la Constitución Política. Algo similar habrá que hacer con ese arrume de leyes que hacen del conjunto de las mismas algo farragoso, incoherente, inconsistente e incongruente. Este paso que se dio va en la dirección correcta, de procurar la racionalización y simplificación del ordenamiento jurídico, lo mismo que los decretos expedidos por la Dirección Administrativa de la Función Pública (DAFP) 1068 y 1083 de 2015.
Por qué no puede el Congreso de la República a motu propio o a pedido del ejecutivo hacer un alto en el camino, decretar un paréntesis en su acostumbrada actividad legislativa y dedicarse a la cacería de todas aquellas normas inútiles o que simplemente su decaimiento las torna inoficiosas, para proceder a suprimirlas, fusionarlas o simplemente codificarlas, para que dejen de ser ese amasijo normativo, fuente de tantos artilugios y argucias jurídicas deplorables. Así lo hizo hace 44 años Suecia y borró del mapa un sinnúmero de leyes que sólo servían para estorbar el normal ejercicio de las funciones públicas y para menoscabar la tan ansiada seguridad jurídica. Y se ufanan de haberlo hecho. ¿Por qué no imitarla, si es que nos conviene hacerlo? Esta es una asignatura pendiente, hace rato, del Congreso de la República.
El Congreso de la República tiene como funciones propias hacer las leyes, interpretarlas, ejercer el control político y, como Constituyente derivado, puede reformar la Constitución Política. A menudo la percepción que se tiene de un Congreso de la República que cumple con su deber es aquel que expide el mayor número de leyes, por ello […]
El Congreso de la República tiene como funciones propias hacer las leyes, interpretarlas, ejercer el control político y, como Constituyente derivado, puede reformar la Constitución Política. A menudo la percepción que se tiene de un Congreso de la República que cumple con su deber es aquel que expide el mayor número de leyes, por ello ningún congresista quiere quedarse atrás a la hora de presentar sus propias iniciativas, las que sumadas a las del ejecutivo son muchas y se termina sacrificando la calidad por la cantidad.
No obstante, que muchos proyectos se quedan en el camino, se hunden y no alcanzan su cometido, no dejan de proliferar aquellas que alcanzan a convertirse en leyes de la República, muchas de ellas sin ton ni son, inicuas, inocuas y vacuas. Ello es lo que da lugar a la hiperinflación legislativa. Basta con decir que en un solo cuatrienio (2010 – 2014) se expidieron 296 leyes. Cabe preguntarse, a ese ritmo a ¿dónde vamos a llegar? Esta hiperinflación, dicho sea de paso, afecta la seguridad jurídica, que se fundamenta en reglas de juego claras y estables e incrementa los costos de transacción, dos lastres que, a juicio del Nobel de Economía Douglas North, frenan el crecimiento económico y el desarrollo social de los países.
Son tantas leyes y actos legislativos expedidos por el Congreso que, según el jurista, experto en Derecho constitucional, Hernán Olano de las 1.830 expedidas desde 1992 no se sabe a ciencia cierta cuáles están vigentes, derogadas o declaradas inexequibles. Según él, el 30 % de las leyes expedidas son inútiles, destacándose entre ellas el cúmulo de leyes de honores; es así cómo entre 2010 y 2016 se aprobaron 100 de ellas, la mayoría de las cuales no son más que un saludo a la bandera.
Hace cuatro años el presidente Juan Manuel Santos propuso que el Congreso de la República dedicara un período legislativo a “purgar” el ordenamiento jurídico, con el fin de depurarlo dejando sin efecto las leyes inútiles, muchas de las cuales son anacrónicas o han entrado en desuso. Esta loable tarea se inició pero quedó trunca y amerita retomarla, con el fin de que la armazón jurídica del país deje de ser una maraña inescrutable y así se le facilite el trabajo a todos los operadores jurídicos, ganando en eficiencia y eficacia.
Se estima que desde la publicación del primer Diario Oficial, en donde se registran y validan las leyes sancionadas por el ejecutivo hasta la fecha son más de 16.000 las que siguen vigentes, por no haber sido derogadas expresamente, aunque la coletilla con la que finalizan todas ellas, derogando “todas las normas que le sean contrarias” podría haber dado cuenta de muchas de ellas, sin que se sepa al final cuáles siguen y cuáles fenecen. Ni el jurista más avezado lo sabe. Colombia se cuenta entre los países más atrasados en la región en este aspecto, países como Perú, Ecuador o México han hecho serios esfuerzos en la actualización y tamizaje de su normatividad jurídica. Colombia está en mora de hacerlo.
Un primer esfuerzo se hizo en el Gobierno del Presidente Juan Manuel Santos al proceder a compilar, conciliar y concordar más de 7.000 decretos en sólo 26, en uso de la potestad que le otorga al Presidente el numeral 11 del artículo 189 de la Constitución Política. Algo similar habrá que hacer con ese arrume de leyes que hacen del conjunto de las mismas algo farragoso, incoherente, inconsistente e incongruente. Este paso que se dio va en la dirección correcta, de procurar la racionalización y simplificación del ordenamiento jurídico, lo mismo que los decretos expedidos por la Dirección Administrativa de la Función Pública (DAFP) 1068 y 1083 de 2015.
Por qué no puede el Congreso de la República a motu propio o a pedido del ejecutivo hacer un alto en el camino, decretar un paréntesis en su acostumbrada actividad legislativa y dedicarse a la cacería de todas aquellas normas inútiles o que simplemente su decaimiento las torna inoficiosas, para proceder a suprimirlas, fusionarlas o simplemente codificarlas, para que dejen de ser ese amasijo normativo, fuente de tantos artilugios y argucias jurídicas deplorables. Así lo hizo hace 44 años Suecia y borró del mapa un sinnúmero de leyes que sólo servían para estorbar el normal ejercicio de las funciones públicas y para menoscabar la tan ansiada seguridad jurídica. Y se ufanan de haberlo hecho. ¿Por qué no imitarla, si es que nos conviene hacerlo? Esta es una asignatura pendiente, hace rato, del Congreso de la República.