Lo reconozco, estoy ante uno de los mayores retos que puede enfrentar un hombre del siglo XXI: criar un niño. Lo reconozco, estoy montado en una vaca loca porque un hijo te hace frágil, vulnerable, sensible, más responsable. Un hijo transfigura la vida, la forma de ver el mundo y las relaciones sociales. Cuando a […]
Lo reconozco, estoy ante uno de los mayores retos que puede enfrentar un hombre del siglo XXI: criar un niño. Lo reconozco, estoy montado en una vaca loca porque un hijo te hace frágil, vulnerable, sensible, más responsable.
Un hijo transfigura la vida, la forma de ver el mundo y las relaciones sociales. Cuando a la casa llega un nuevo integrante, todo es distinto. Uno empieza a interpretar los hechos y circunstancias cotidianas de otra manera; los temas de las conversaciones cambian: que si se despertó en la madrugada, que si tomó tetero, que si ya camina… y uno se siente feliz con sus progresos y logros; hasta las lecturas son de otro tipo.
En uno de esos virajes literarios encontré el libro ‘Hiperpaternidad’, de Eva Millet, donde alerta sobre una epidemia: los padres sobreprotectores que impiden a sus hijos ser autónomos y les convierten en seres frágiles que se desmoronan ante el primer obstáculo.
Es normal que queramos para nuestros hijos lo mejor por eso son normales expresiones como: “no quiero que ellos sufran lo que yo sufrí, que tengan lo que nunca pude tener”. Lo reconozco, a veces pienso de la misma manera. El gran peligro es que, al querer ajustar cuentas con la vida e intentar saldar las deudas del destino en nuestros hijos, podemos llegar a un escaso o inexistente nivel de exigencias al niño, exigencias que son necesarias para moldear su carácter.
El carácter está empezando a hacer parte del debate sobre la educación, aunque el tema no es nuevo. Gregorio Luri, filósofo y autor del libro ‘Mejor educados’, recuerda una frase atribuida al Duque Wellinton: “La batalla de Waterloo se empezó a ganar en los campos de deporte de Eton, el mítico colegio inglés donde los niños, al caer, rehusaban a ser ayudados a levantarse si podían hacerlo solos”.
Si analizamos bien, nuestra sociedad está tendiendo a volverse más cómoda, con poca capacidad de sufrimiento y resiliencia, hoy cualquier cosa es bullying y los casos de suicidio entre la población más joven son cada vez más frecuentes. Estamos frente a la generación blandita: niños y jóvenes hiperprotegidos, poco resolutivos, débiles.
Hace unos días, mientras iba rumbo a casa en un taxi, escuché en la emisión meridiana del noticiero radial a una madre desesperada porque su retoño de doce años la había denunciado ante el ICBF por maltrato. “Sólo cumplí con el deber de toda madre, corregir a su hijo si se porta mal”, decía la mujer. En su grito impotente, la señora refería que el funcionario público le dijo, frente a la inocente creatura, que tenía cara de maltratadora y terminó echando un discurso sobre los derechos del niño sin mencionar, en ningún momento, sus deberes. El angelito se aprendió la clase de memoria y desde ese momento se convirtió en un pequeño tirano, en un emperadorcito.
Cada día la escena se repite: madres que limpian pisos para que sus hijos lleven zapatillas de marca, padres que insultan a los docentes porque sus hijos perdieron el examen o el año, jóvenes con el “yo no puedo” incorporado a su ADN emocional…
A finales del siglo XIX, Rafael Pombo publicaba “Modelo Alfabético” donde enumeraba las virtudes usando con cada una de las letras del alfabeto, encuadrando todo en un reto: “¿Quieres ser hombre completo, hombre a prueba de Alfabeto?”.
Rafael Pombo nos lanza un salvavidas al recordarnos que las virtudes son los valores integrados a las personas, y que la educación es fundamental para dotar a las nuevas generaciones de herramientas básicas para afrontar los retos, lo adverso, lo difícil; para superar los fracasos y adaptarse a un mundo tan cambiante, como lo es el nuestro.
Por Carlos Luis Liñán Pitre
Lo reconozco, estoy ante uno de los mayores retos que puede enfrentar un hombre del siglo XXI: criar un niño. Lo reconozco, estoy montado en una vaca loca porque un hijo te hace frágil, vulnerable, sensible, más responsable. Un hijo transfigura la vida, la forma de ver el mundo y las relaciones sociales. Cuando a […]
Lo reconozco, estoy ante uno de los mayores retos que puede enfrentar un hombre del siglo XXI: criar un niño. Lo reconozco, estoy montado en una vaca loca porque un hijo te hace frágil, vulnerable, sensible, más responsable.
Un hijo transfigura la vida, la forma de ver el mundo y las relaciones sociales. Cuando a la casa llega un nuevo integrante, todo es distinto. Uno empieza a interpretar los hechos y circunstancias cotidianas de otra manera; los temas de las conversaciones cambian: que si se despertó en la madrugada, que si tomó tetero, que si ya camina… y uno se siente feliz con sus progresos y logros; hasta las lecturas son de otro tipo.
En uno de esos virajes literarios encontré el libro ‘Hiperpaternidad’, de Eva Millet, donde alerta sobre una epidemia: los padres sobreprotectores que impiden a sus hijos ser autónomos y les convierten en seres frágiles que se desmoronan ante el primer obstáculo.
Es normal que queramos para nuestros hijos lo mejor por eso son normales expresiones como: “no quiero que ellos sufran lo que yo sufrí, que tengan lo que nunca pude tener”. Lo reconozco, a veces pienso de la misma manera. El gran peligro es que, al querer ajustar cuentas con la vida e intentar saldar las deudas del destino en nuestros hijos, podemos llegar a un escaso o inexistente nivel de exigencias al niño, exigencias que son necesarias para moldear su carácter.
El carácter está empezando a hacer parte del debate sobre la educación, aunque el tema no es nuevo. Gregorio Luri, filósofo y autor del libro ‘Mejor educados’, recuerda una frase atribuida al Duque Wellinton: “La batalla de Waterloo se empezó a ganar en los campos de deporte de Eton, el mítico colegio inglés donde los niños, al caer, rehusaban a ser ayudados a levantarse si podían hacerlo solos”.
Si analizamos bien, nuestra sociedad está tendiendo a volverse más cómoda, con poca capacidad de sufrimiento y resiliencia, hoy cualquier cosa es bullying y los casos de suicidio entre la población más joven son cada vez más frecuentes. Estamos frente a la generación blandita: niños y jóvenes hiperprotegidos, poco resolutivos, débiles.
Hace unos días, mientras iba rumbo a casa en un taxi, escuché en la emisión meridiana del noticiero radial a una madre desesperada porque su retoño de doce años la había denunciado ante el ICBF por maltrato. “Sólo cumplí con el deber de toda madre, corregir a su hijo si se porta mal”, decía la mujer. En su grito impotente, la señora refería que el funcionario público le dijo, frente a la inocente creatura, que tenía cara de maltratadora y terminó echando un discurso sobre los derechos del niño sin mencionar, en ningún momento, sus deberes. El angelito se aprendió la clase de memoria y desde ese momento se convirtió en un pequeño tirano, en un emperadorcito.
Cada día la escena se repite: madres que limpian pisos para que sus hijos lleven zapatillas de marca, padres que insultan a los docentes porque sus hijos perdieron el examen o el año, jóvenes con el “yo no puedo” incorporado a su ADN emocional…
A finales del siglo XIX, Rafael Pombo publicaba “Modelo Alfabético” donde enumeraba las virtudes usando con cada una de las letras del alfabeto, encuadrando todo en un reto: “¿Quieres ser hombre completo, hombre a prueba de Alfabeto?”.
Rafael Pombo nos lanza un salvavidas al recordarnos que las virtudes son los valores integrados a las personas, y que la educación es fundamental para dotar a las nuevas generaciones de herramientas básicas para afrontar los retos, lo adverso, lo difícil; para superar los fracasos y adaptarse a un mundo tan cambiante, como lo es el nuestro.
Por Carlos Luis Liñán Pitre