Publicidad
Categorías
Categorías
Columnista - 24 marzo, 2019

La felicidad no se obliga

Los psicoanalistas nunca dicen un párrafo completo. A veces, creo más que por efectos de la contratransferencia, sueltan un par de frases largas y, cuando uno es paciente de piscoanálisis, si tiene paciencia, sabe esperar también ese momento en que le revelen una clave. Pues bien, después de varios meses con mi terapeuta, ya saben […]

Los psicoanalistas nunca dicen un párrafo completo. A veces, creo más que por efectos de la contratransferencia, sueltan un par de frases largas y, cuando uno es paciente de piscoanálisis, si tiene paciencia, sabe esperar también ese momento en que le revelen una clave. Pues bien, después de varios meses con mi terapeuta, ya saben ustedes que esto toma años, un día soltó una frasecilla rotunda: “No tienes que eliminar la tristeza, es parte de tu manera de contemplar, tienes que aprender a vivir con ella”. Supe entonces, que cada sesión había valido la pena. Amarré varios hilos sueltos y entendí que no tenía que renunciar a mi tristeza, que siempre me ha hecho tan feliz.

Hace unos días una gran amiga mexicana con la que converso mientras ella pasea a su perrita Yuyina en los parques de la UNAM, me pasó un texto de Justo Barranco titulado “Llega la happycracia o la obligación de ser feliz”, publicado en La Vanguardia de Barcelona, el miércoles 20 de este mes, día de la felicidad del que yo no tenía ni media idea. En su columna, Barranco se refería al libro llamado Happycracia de Eva Illouz y Edgar Cabanas. Allí los autores cuestionan la felicidad como obsesión de la sociedad de consumo contemporánea, casi una obligación. También, el libro escudriña una especie de escisión entre la realidad en el sentido sociológico de las condiciones de las personas, que no les permite ser feliz, y la exigencia de una realidad interior desde donde se supone todo se puede lograr. El libro ha sido un fenómeno en Francia y creo que ha venido a aliviar esta exigencia tan bien explotada por Facebook, Instagram y los perfiles de todas las redes, donde la gente crea sucesos para registrarlos como muestra de su absoluta felicidad.

El discurso de la felicidad como expresión permanente me resulta hostigante y ciertamente mezquino con la condición humana, tan rica por sus matices y sus contradicciones, la fuente perfecta para la creación. Un día después encontré una reseña del último libro de Marc Augé, Bonheurs du jour, traducido como Las pequeñas alegrías, donde dice que la felicidad proviene de las pequeñas alegrías diarias, como ver una película o desayunar con la persona favorita, o comer tostadas francesas. Creo que ese es un lugar perfecto para situarla, porque que en esos breves momentos, tan espontáneos y de adentro, la intensidad de la emoción se expande y se concentra en nosotros. Me quedo con esa felicidad.

A propósito: Hoy cumple años María Amparo Pumarejo, a quien desde aquí le doy las gracias por hacerme feliz desde que mis ojos la vieron.

Columnista
24 marzo, 2019

La felicidad no se obliga

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
María Angélica Pumarejo

Los psicoanalistas nunca dicen un párrafo completo. A veces, creo más que por efectos de la contratransferencia, sueltan un par de frases largas y, cuando uno es paciente de piscoanálisis, si tiene paciencia, sabe esperar también ese momento en que le revelen una clave. Pues bien, después de varios meses con mi terapeuta, ya saben […]


Los psicoanalistas nunca dicen un párrafo completo. A veces, creo más que por efectos de la contratransferencia, sueltan un par de frases largas y, cuando uno es paciente de piscoanálisis, si tiene paciencia, sabe esperar también ese momento en que le revelen una clave. Pues bien, después de varios meses con mi terapeuta, ya saben ustedes que esto toma años, un día soltó una frasecilla rotunda: “No tienes que eliminar la tristeza, es parte de tu manera de contemplar, tienes que aprender a vivir con ella”. Supe entonces, que cada sesión había valido la pena. Amarré varios hilos sueltos y entendí que no tenía que renunciar a mi tristeza, que siempre me ha hecho tan feliz.

Hace unos días una gran amiga mexicana con la que converso mientras ella pasea a su perrita Yuyina en los parques de la UNAM, me pasó un texto de Justo Barranco titulado “Llega la happycracia o la obligación de ser feliz”, publicado en La Vanguardia de Barcelona, el miércoles 20 de este mes, día de la felicidad del que yo no tenía ni media idea. En su columna, Barranco se refería al libro llamado Happycracia de Eva Illouz y Edgar Cabanas. Allí los autores cuestionan la felicidad como obsesión de la sociedad de consumo contemporánea, casi una obligación. También, el libro escudriña una especie de escisión entre la realidad en el sentido sociológico de las condiciones de las personas, que no les permite ser feliz, y la exigencia de una realidad interior desde donde se supone todo se puede lograr. El libro ha sido un fenómeno en Francia y creo que ha venido a aliviar esta exigencia tan bien explotada por Facebook, Instagram y los perfiles de todas las redes, donde la gente crea sucesos para registrarlos como muestra de su absoluta felicidad.

El discurso de la felicidad como expresión permanente me resulta hostigante y ciertamente mezquino con la condición humana, tan rica por sus matices y sus contradicciones, la fuente perfecta para la creación. Un día después encontré una reseña del último libro de Marc Augé, Bonheurs du jour, traducido como Las pequeñas alegrías, donde dice que la felicidad proviene de las pequeñas alegrías diarias, como ver una película o desayunar con la persona favorita, o comer tostadas francesas. Creo que ese es un lugar perfecto para situarla, porque que en esos breves momentos, tan espontáneos y de adentro, la intensidad de la emoción se expande y se concentra en nosotros. Me quedo con esa felicidad.

A propósito: Hoy cumple años María Amparo Pumarejo, a quien desde aquí le doy las gracias por hacerme feliz desde que mis ojos la vieron.