La política, como el fútbol, es una fábrica de desilusiones. Las personas colocan sus esperanzas en hombres y mujeres que se presentan como lo último en guaracha y no son más que paquetes chilenos, pechos fríos si usamos el argot futbolero. Cada cuatro años la escena se repite: los mismos eslóganes, las mismas poses, los […]
La política, como el fútbol, es una fábrica de desilusiones. Las personas colocan sus esperanzas en hombres y mujeres que se presentan como lo último en guaracha y no son más que paquetes chilenos, pechos fríos si usamos el argot futbolero.
Cada cuatro años la escena se repite: los mismos eslóganes, las mismas poses, los mismos colores, las mismas promesas pero, como por arte de magia, el pasado se olvida y todo parece nuevo entonces las esperanzas inflan nuestro pecho como un globo de helio que va perdiendo su contenido, poco a poco, si es que antes no se explota. Pero que va, no se explota.
Nosotros aguantamos y resistimos todo lo que los políticos quieran hacer. Somos indiferentes si se suben los sueldos y aumentan los impuestos, si destruyen el patrimonio histórico de una ciudad o si saquean el erario público. Como nuestros primeros padres, seguimos cambiando nuestra riqueza por espejitos y bonetes colorados. Seguimos eligiéndolos. Por mucho tiempo, los reyes, apoyados por las castas sacerdotales, afirmaban ser superiores porque Dios les había dotado de características especiales, otorgándoles el poder.
Durante la Modernidad, la guillotina demostró que los monarcas eran como cualquier otro humano y que su sangre no era azul sino roja. Los políticos del siglo XXI, si es que se les puede llamar así, reinventaron el mito para poder mostrarse como los elegidos por los dioses. Han descubierto la manera de vivir de nuestros impuestos y para eternizarse en el poder nos hacen creer que solo ellos están aptos para asumir la digna tarea de gobernar.
El colmo del descaro sucede cuando se ven obligados a dimitir, por vejez o por la fuerza de ley, en un acto demencial y desesperado ungen a sus hijos, hermanos, sobrinos o nietos: los herederos del poder. De esta manera, somos tratados como un rebaño de ignorantes, como votos impersonales que estos políticos se reparten cual piratas su botín. Yuval Noah Harari afirma que la democracia es el mejor sistema de gobierno que hemos inventado.
Es cierto. La historia política latinoamericana ha demostrado que el comunismo y las dictaduras son desastrosas en el sentido pleno de la palabra pero también ha dejado al descubierto las falencias del ejercicio democrático reflejadas en la trasmisión directa del poder de una generación a otra, la corrupción, la manipulación, el engaño y el riesgo de que gobiernen los peores.
Por todo esto es necesario educarnos, para adquirir un pensamiento crítico y reflexionar sobre la realidad que solo podría transformarse si somos capaces de criticarla. Pero la democracia es emocional y la política un juego malévolo que ganan quienes invierten mucho dinero o aquellos que son capaces de mover los sentimientos de los perdedores, perdón, quise decir los electores.
Con la inscripción de los candidatos ya sabemos quién está aspirando a gobernarnos. Llegó el tiempo de los discursos vanos, los abrazos hipócritas y las sonrisas de mentira. Hombres y mujeres que nunca visitan los barrios populares por miedo a que le roben el reloj o el celular, ahora irán a recoger votos a punta de engañifa.
Para eso serán capaces de cargar a los niños moquientos, abrazar al anciano que huele al sudor de su trabajo y besar a la cocinera que huele a cebolla. Serán capaces de esconder el asco y llevarán muy bien la farsa porque saben que, dentro de tres meses, al ser elegidos, no volverán a encontrarse cara a cara con la miseria.
La política, como el fútbol, es una fábrica de desilusiones. Las personas colocan sus esperanzas en hombres y mujeres que se presentan como lo último en guaracha y no son más que paquetes chilenos, pechos fríos si usamos el argot futbolero. Cada cuatro años la escena se repite: los mismos eslóganes, las mismas poses, los […]
La política, como el fútbol, es una fábrica de desilusiones. Las personas colocan sus esperanzas en hombres y mujeres que se presentan como lo último en guaracha y no son más que paquetes chilenos, pechos fríos si usamos el argot futbolero.
Cada cuatro años la escena se repite: los mismos eslóganes, las mismas poses, los mismos colores, las mismas promesas pero, como por arte de magia, el pasado se olvida y todo parece nuevo entonces las esperanzas inflan nuestro pecho como un globo de helio que va perdiendo su contenido, poco a poco, si es que antes no se explota. Pero que va, no se explota.
Nosotros aguantamos y resistimos todo lo que los políticos quieran hacer. Somos indiferentes si se suben los sueldos y aumentan los impuestos, si destruyen el patrimonio histórico de una ciudad o si saquean el erario público. Como nuestros primeros padres, seguimos cambiando nuestra riqueza por espejitos y bonetes colorados. Seguimos eligiéndolos. Por mucho tiempo, los reyes, apoyados por las castas sacerdotales, afirmaban ser superiores porque Dios les había dotado de características especiales, otorgándoles el poder.
Durante la Modernidad, la guillotina demostró que los monarcas eran como cualquier otro humano y que su sangre no era azul sino roja. Los políticos del siglo XXI, si es que se les puede llamar así, reinventaron el mito para poder mostrarse como los elegidos por los dioses. Han descubierto la manera de vivir de nuestros impuestos y para eternizarse en el poder nos hacen creer que solo ellos están aptos para asumir la digna tarea de gobernar.
El colmo del descaro sucede cuando se ven obligados a dimitir, por vejez o por la fuerza de ley, en un acto demencial y desesperado ungen a sus hijos, hermanos, sobrinos o nietos: los herederos del poder. De esta manera, somos tratados como un rebaño de ignorantes, como votos impersonales que estos políticos se reparten cual piratas su botín. Yuval Noah Harari afirma que la democracia es el mejor sistema de gobierno que hemos inventado.
Es cierto. La historia política latinoamericana ha demostrado que el comunismo y las dictaduras son desastrosas en el sentido pleno de la palabra pero también ha dejado al descubierto las falencias del ejercicio democrático reflejadas en la trasmisión directa del poder de una generación a otra, la corrupción, la manipulación, el engaño y el riesgo de que gobiernen los peores.
Por todo esto es necesario educarnos, para adquirir un pensamiento crítico y reflexionar sobre la realidad que solo podría transformarse si somos capaces de criticarla. Pero la democracia es emocional y la política un juego malévolo que ganan quienes invierten mucho dinero o aquellos que son capaces de mover los sentimientos de los perdedores, perdón, quise decir los electores.
Con la inscripción de los candidatos ya sabemos quién está aspirando a gobernarnos. Llegó el tiempo de los discursos vanos, los abrazos hipócritas y las sonrisas de mentira. Hombres y mujeres que nunca visitan los barrios populares por miedo a que le roben el reloj o el celular, ahora irán a recoger votos a punta de engañifa.
Para eso serán capaces de cargar a los niños moquientos, abrazar al anciano que huele al sudor de su trabajo y besar a la cocinera que huele a cebolla. Serán capaces de esconder el asco y llevarán muy bien la farsa porque saben que, dentro de tres meses, al ser elegidos, no volverán a encontrarse cara a cara con la miseria.