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Columnista - 22 marzo, 2013

La Bella

Mientras moldeaba con las palmas de las manos una bola de masa de “mai” con queso hasta convertirla en arepa, me gustaba escucharla hablar.

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Por: Jose Gregorio Guerrero

Mientras moldeaba con las palmas de las manos una bola de masa de “mai” con queso hasta convertirla en arepa, me gustaba escucharla hablar. Lo hacía con un desparpajo sobrenatural, un gesto duro dueño de semblante, que al final del comentario lo sellaba con una carcajada que ella misma terminaba por festejarse; entonces, si cualquiera de los allí presentes no lo hacía, arremetía con todos los kilovatios posibles hasta llevar a la victima a sonreír así fuera por puro y físico temor. Esa era ella, se hacía lo que ella quería. No conocí a ningún mortal capaz de contradecirle.

Era dueña de un matriarcado, que aún en la actualidad se mantiene vivo y se respeta como la más enérgica de las dictaduras. Un viernes víspera a la Semana Santa, me llevó Pablo Arias a comer arepas de queso bañaditas en salsa de albóndigas. Las servían en unas coquitas plásticas de colores que durante muchos años por las noches soñaba que La Bella me servía una (casi siempre ocurría cuando me ausentaba de la tierrita y al despertarme me enfrentaba a un calvario que duraba el mismo tiempo de mi ausencia) esa tarde Pablo pidió dos servicios de arepa con arroz de lisa para conservar la tradición – los viernes de cuaresma no se come carne- me dijo pablo en voz alta – por que se ofende el de arriba- me explicó sin más palabras; entonces ripostó ella sentada desde una mecedora de hierro forrada con plásticos de colores: “la que no se puede comer es la humana Pablo, déjese de tanta maricada” dijo después que él se había negado a recibir el pedido “viejo pendejo verdad que usted ya no come de la humana” entonces soltó una carcajada, que fue festejada por Rosita su asistente de toda una vida

El recinto lo conservo como una fotografía en mi memoria. Se entraba por una puerta de tamaño normal, y enseguida se topaba con las mesas, que eran forradas en plásticos estampados y sobre ellas un servilletero, un vaso lleno de cubiertos y unas botellas de Maria Farina atiborradas de vinagre casero. En la parte trasera del establecimiento vivía ella en dos habitaciones separadas del negocio por un tabique de madera. Solo recuerdo verla llorar una vez. Ese día llegué también con Pablo (comensal consuetudinario) y la encontramos con la mirada perdida en el horizonte fogoso de una olla Imusa atropellada por el fuego y los años que ablandaba unos riñones de res.

Llevaba puesta en la cabeza una cayena que a pesar de su apariencia viril mostraba un gesto igual a quien la lucia: de tristeza de alma; Consuelo había muerto. Escuché cuando le dijo a María Córdoba “ahora si fue verdad que nos jodimos, ya ni quien nos defienda” María guardó un silencio sepulcral afirmando de la mejor manera lo dicho por La Bella (el mejor homenaje a una verdad es el silencio). Hoy hace mucho no la veo, pero es este un personaje que recobra vida en mi imaginación, son muchos en este sector del planeta a los que me toca darles forma y llenarlos de vida. Donde te encuentres Bella extraño ese olor arepa de queso bañaditas con salsa de albóndigas, como también extraño el arroz de lisa, las charlas con Augusto y como extraño también a Pablo de Jesús Arias Molina.

 

Columnista
22 marzo, 2013

La Bella

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Gregorio Guerrero Ramírez

Mientras moldeaba con las palmas de las manos una bola de masa de “mai” con queso hasta convertirla en arepa, me gustaba escucharla hablar.


Por: Jose Gregorio Guerrero

Mientras moldeaba con las palmas de las manos una bola de masa de “mai” con queso hasta convertirla en arepa, me gustaba escucharla hablar. Lo hacía con un desparpajo sobrenatural, un gesto duro dueño de semblante, que al final del comentario lo sellaba con una carcajada que ella misma terminaba por festejarse; entonces, si cualquiera de los allí presentes no lo hacía, arremetía con todos los kilovatios posibles hasta llevar a la victima a sonreír así fuera por puro y físico temor. Esa era ella, se hacía lo que ella quería. No conocí a ningún mortal capaz de contradecirle.

Era dueña de un matriarcado, que aún en la actualidad se mantiene vivo y se respeta como la más enérgica de las dictaduras. Un viernes víspera a la Semana Santa, me llevó Pablo Arias a comer arepas de queso bañaditas en salsa de albóndigas. Las servían en unas coquitas plásticas de colores que durante muchos años por las noches soñaba que La Bella me servía una (casi siempre ocurría cuando me ausentaba de la tierrita y al despertarme me enfrentaba a un calvario que duraba el mismo tiempo de mi ausencia) esa tarde Pablo pidió dos servicios de arepa con arroz de lisa para conservar la tradición – los viernes de cuaresma no se come carne- me dijo pablo en voz alta – por que se ofende el de arriba- me explicó sin más palabras; entonces ripostó ella sentada desde una mecedora de hierro forrada con plásticos de colores: “la que no se puede comer es la humana Pablo, déjese de tanta maricada” dijo después que él se había negado a recibir el pedido “viejo pendejo verdad que usted ya no come de la humana” entonces soltó una carcajada, que fue festejada por Rosita su asistente de toda una vida

El recinto lo conservo como una fotografía en mi memoria. Se entraba por una puerta de tamaño normal, y enseguida se topaba con las mesas, que eran forradas en plásticos estampados y sobre ellas un servilletero, un vaso lleno de cubiertos y unas botellas de Maria Farina atiborradas de vinagre casero. En la parte trasera del establecimiento vivía ella en dos habitaciones separadas del negocio por un tabique de madera. Solo recuerdo verla llorar una vez. Ese día llegué también con Pablo (comensal consuetudinario) y la encontramos con la mirada perdida en el horizonte fogoso de una olla Imusa atropellada por el fuego y los años que ablandaba unos riñones de res.

Llevaba puesta en la cabeza una cayena que a pesar de su apariencia viril mostraba un gesto igual a quien la lucia: de tristeza de alma; Consuelo había muerto. Escuché cuando le dijo a María Córdoba “ahora si fue verdad que nos jodimos, ya ni quien nos defienda” María guardó un silencio sepulcral afirmando de la mejor manera lo dicho por La Bella (el mejor homenaje a una verdad es el silencio). Hoy hace mucho no la veo, pero es este un personaje que recobra vida en mi imaginación, son muchos en este sector del planeta a los que me toca darles forma y llenarlos de vida. Donde te encuentres Bella extraño ese olor arepa de queso bañaditas con salsa de albóndigas, como también extraño el arroz de lisa, las charlas con Augusto y como extraño también a Pablo de Jesús Arias Molina.