La amistad es un divino tesoro que enaltece los jardines del alma, por eso cuando a los amigos apenas uno los nombra, su presencia florece en nuestras manos. La amistad es una puerta de sol en las tinieblas de las tribulaciones, es un hilo de luz para escapar del laberinto. La amistad se fortalece con […]
La amistad es un divino tesoro que enaltece los jardines del alma, por eso cuando a los amigos apenas uno los nombra, su presencia florece en nuestras manos. La amistad es una puerta de sol en las tinieblas de las tribulaciones, es un hilo de luz para escapar del laberinto. La amistad se fortalece con la concordia, el respeto y la reciprocidad. La amistad, en el camino caluroso del verano es un follaje de lluvia que mitiga la sed del caminante.
Hay amigos del tiempo que surgen en las etapas cronológicas de nuestras vidas. Los hay cercanos de la infancia cuya procedencia está ligada a las fábulas maravillosas de los abuelos y a los recuerdos del barrio y de la escuela. Ellos se aposentan en la memoria como espejos de luna en la noche silenciosa o arco iris en la ruta de fulgentes girasoles. Hay amigos de la juventud, aliados del estudio y del deporte, compinches de las primeras conquistas de amoríos y las noveles travesuras libertarias; ellos guardan los íntimos secretos de las fantasías del corazón y las confidencias humedecidas de congojas.
Hay amigos de la madurez que convergen en la afinidad del trabajo y en la similitud de concebir la vida. A esos amigos los unen la música, la poesía, la fiesta y tantas cosas del alma. Todos los seres humanos en estas tres etapas hemos tenidos amigos; si por diversas circunstancias nos alejamos, la distancia y el olvido rompen los lazos afectivos y nos toca cultivar nuevos amigos.
A todos, la vida nos ha premiado de muchos amigos, y de manera reciproca compartimos los abrazos solidarios en instantes de pesares, los deleites de premios académicos y festivos acontecimientos familiares. Entre familiares, compañeros y vecinos, existen verdaderos amigos del alma. Dos de esos grandes amigos son César López Serrano y Oscar Atuesta Barrera, con quienes hemos celebrado la liturgia de los años con el esplendor de gemelas guitarras en las sonoras manos de Los Hermanos Carrascal Cotes.
En la región vallenata una amistad representativa de grandeza humana es la que hubo entre Poncho Cotes Queruz y Rafael Escalona: nace por la admiración del joven Rafael, en ese entonces estudiantes del Loperena (1943), cuando fue a Manaure en una excursión del colegio, y lo vio cantar. Consuelo Araujo Noguera, en su libro, El Hombre y el Mito, lo describe, en la voz de Escalona: “Entramos a Manaure, era sábado en la tarde, y me llamó la atención la melodía de una guitarra y unas voces muy bien timbradas, nos acercamos a escuchar. Un señor bien parecido de pelo negrísimo y cara sanguínea, tocaba y cantaba con una voz fuerte una canción mexicana y una muchacha linda, morena de ojos verdes, le hacía segunda voz en algunas estrofas. …Yo estaba fascinado, nunca había visto ni oído una cosa así”.
Rafael supo que ese que cantaba era Alfonso Cotes Queruz, después el famoso Poncho, y unidos por la música, la bohemia y las cosas bellas de la vida, cosecharon una amistad entrañable, como lo relata en uno de sus versos cuando fue nombrado cónsul, en Panamá: “Yo iba lleno de alegría/ pero la tristeza vino entonces / dejé enfermo a Poncho Cotes/ pedazo del alma mía”.
La amistad es un divino tesoro que enaltece los jardines del alma, por eso cuando a los amigos apenas uno los nombra, su presencia florece en nuestras manos. La amistad es una puerta de sol en las tinieblas de las tribulaciones, es un hilo de luz para escapar del laberinto. La amistad se fortalece con […]
La amistad es un divino tesoro que enaltece los jardines del alma, por eso cuando a los amigos apenas uno los nombra, su presencia florece en nuestras manos. La amistad es una puerta de sol en las tinieblas de las tribulaciones, es un hilo de luz para escapar del laberinto. La amistad se fortalece con la concordia, el respeto y la reciprocidad. La amistad, en el camino caluroso del verano es un follaje de lluvia que mitiga la sed del caminante.
Hay amigos del tiempo que surgen en las etapas cronológicas de nuestras vidas. Los hay cercanos de la infancia cuya procedencia está ligada a las fábulas maravillosas de los abuelos y a los recuerdos del barrio y de la escuela. Ellos se aposentan en la memoria como espejos de luna en la noche silenciosa o arco iris en la ruta de fulgentes girasoles. Hay amigos de la juventud, aliados del estudio y del deporte, compinches de las primeras conquistas de amoríos y las noveles travesuras libertarias; ellos guardan los íntimos secretos de las fantasías del corazón y las confidencias humedecidas de congojas.
Hay amigos de la madurez que convergen en la afinidad del trabajo y en la similitud de concebir la vida. A esos amigos los unen la música, la poesía, la fiesta y tantas cosas del alma. Todos los seres humanos en estas tres etapas hemos tenidos amigos; si por diversas circunstancias nos alejamos, la distancia y el olvido rompen los lazos afectivos y nos toca cultivar nuevos amigos.
A todos, la vida nos ha premiado de muchos amigos, y de manera reciproca compartimos los abrazos solidarios en instantes de pesares, los deleites de premios académicos y festivos acontecimientos familiares. Entre familiares, compañeros y vecinos, existen verdaderos amigos del alma. Dos de esos grandes amigos son César López Serrano y Oscar Atuesta Barrera, con quienes hemos celebrado la liturgia de los años con el esplendor de gemelas guitarras en las sonoras manos de Los Hermanos Carrascal Cotes.
En la región vallenata una amistad representativa de grandeza humana es la que hubo entre Poncho Cotes Queruz y Rafael Escalona: nace por la admiración del joven Rafael, en ese entonces estudiantes del Loperena (1943), cuando fue a Manaure en una excursión del colegio, y lo vio cantar. Consuelo Araujo Noguera, en su libro, El Hombre y el Mito, lo describe, en la voz de Escalona: “Entramos a Manaure, era sábado en la tarde, y me llamó la atención la melodía de una guitarra y unas voces muy bien timbradas, nos acercamos a escuchar. Un señor bien parecido de pelo negrísimo y cara sanguínea, tocaba y cantaba con una voz fuerte una canción mexicana y una muchacha linda, morena de ojos verdes, le hacía segunda voz en algunas estrofas. …Yo estaba fascinado, nunca había visto ni oído una cosa así”.
Rafael supo que ese que cantaba era Alfonso Cotes Queruz, después el famoso Poncho, y unidos por la música, la bohemia y las cosas bellas de la vida, cosecharon una amistad entrañable, como lo relata en uno de sus versos cuando fue nombrado cónsul, en Panamá: “Yo iba lleno de alegría/ pero la tristeza vino entonces / dejé enfermo a Poncho Cotes/ pedazo del alma mía”.