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Columnista - 10 enero, 2021

José Atuesta Mindiola: vocación congénita

“Comete un pequeño pecado quien no canta su asombro”, dijo un poeta caucano. Y traigo a colación la breve verdad de mi coterráneo para valorar ‘Epifanía de la memoria’, de José Atuesta Mindiola, el decimero y bardo de Mariangola, Valledupar, que ya al nacer se sabía poseso de una musa que lo hacía condensar el […]

Comete un pequeño pecado quien no canta su asombro”, dijo un poeta caucano. Y traigo a colación la breve verdad de mi coterráneo para valorar ‘Epifanía de la memoria’, de José Atuesta Mindiola, el decimero y bardo de Mariangola, Valledupar, que ya al nacer se sabía poseso de una musa que lo hacía condensar el mundo en la magia de la palabra.

Con el siguiente tropo, el maestro Atuesta, ya en los inicios de su libro, elabora la contextura de su poesía: “Templo de mis sueños y vigilias”.
Mediante la primera palabra de su definición ya habremos entendido que el poeta ha sacralizado el reino de su lírica, por lo cual el lector es invitado a incursionar en un dominio consagrado: no puede haber nada más meritorio y sacro que la poesía. Es en un lugar de tal condición donde hallan refugio los sueños y el insomne sentir del bardo vallenato.

A mi parecer, he venido observando en la fértil labor de Atuesta, los límites que demarcan su reino, las fronteras hasta donde llega su aliento, pese a que toda lírica sueña con la infinitud. Esos confines los halla uno siempre en la naturaleza. Los versos de ‘Epifanía de la memoria’ se apropian a cada instante de elementos naturales administradores de una labor de mojones que bellamente sellan la expresión o la metáfora.

Así, con la suavidad con que discurre un río manso, nos vamos encontrando con “el perfume anónimo de la rosa”, “la sonrisa fértil de la lluvia” y “los ángeles del viento” (El tiempo no se detiene).

En casi cualquier construcción del poeta, Natura agradecida presta su concurso para que el verso llegue a la cumbre de su expresión: los árboles “duermen al silencio de la sombra” y el higuito es un “apacible soñador de los bosques”; la ceiba surge como “bosquejo de ballena” y “detenerse en el festivo cañaguate es levitar en la magia de la luz” (Retratos de árboles paisanos).

Memorable es declarar con Atuesta que “Si el pájaro prescindiera/ del temor a la muerte, esperaría cantando/ al hombre voraz que se le acerca”. “Y la ardilla, plácida entre las ramas/ ignoraría la certera piedra del acecho”. O “La mula, sin el acoso del jinete/ trazaría de nuevo el camino/ donde el espanto asaltó su paso” (Quién le teme a la muerte).

Estos paradigmas llenos de caballos, flores, vientos, soles, luces, follajes, ríos, mares y desiertos hacen su epifanía, uno a uno, para organizar la siempre inmensa amplitud con que nuestro rapsoda vallenato fija la impronta de su inspiración.

Aparte de este libro y de otros como ‘Poética de la cultura vallenata’, el lector descifra los hermosos hábitos creadores de Atuesta, fundamentándose en muchas de sus espontáneas y originales décimas, con las cuales el poeta declaró su admiración por Mariangola, con seguridad el rincón del mundo donde ocurrió el momento fundacional de su ser. No podemos imaginar la cuna de Atuesta sino como un pesebre construido por el propio Dios, donde sus pinceladas impares estaban constituidas por auroras, cerros, colibríes y fuentes.

Entonces se explica uno por qué las primeras impresiones de la infancia hayan dejado huella tan visible en la emoción creadora de nuestro bardo.

Los tambores de la aurora
Son los espejos del día
Donde el sol es sinfonía
En el color de la flora.
Mi bella tierra sonora
Eres agua de mi sed,
Porque en ti yo comencé
A beber la poesía,
Mientras mi padre escribía
Versos al Cerro de Lavé
”.
(Mariangola)

De tal modo dejamos aclarado el título de esta breve nota: sí, estamos ante una vocación congénita. En el vientre sagrado de la hermosa maestra Juana Mindiola de Atuesta ya el rapsoda parecía pulsar con tenues movimientos de manos la música de los versos.

In crescendo, en su ‘Poética de la cultura vallenata’, el maestro Atuesta reversa su numen en el tiempo para rememorar horas de la infancia con su progenitora, que “Evocaba de Mariangola, su tierra prometida: el sol derretido en las sabanas, el chapaleo de invierno con los zapatos nuevos en las manos, la frescura del agua en la tinaja…”.

No obstante todo lo anterior, en la obra del bardo hay otras marcas de forja que vienen edificando sus distintivos, su voz propia, su identidad que le presta un nicho importante en el panorama nacional. Una es su sincera visión de la grandeza ajena. De su universo metafórico, Atuesta ha desterrado el narcicismo: él no se engrandece; por el contrario, su voz sencilla y magnánima a la vez, se consagra a destacar los valores humanos concretos de su tierra: maestros, poetas, autoridades, excelsos prelados, hacen su epifanía en nuestra memoria y llegamos a saber de su existencia por la estrofa que los pinta como seres que van dejando una huella benéfica en el mundo.

Otra marca la encontramos en la solidaridad que el bardo Atuesta revela hacia seres abstractos, como en el soneto ‘El exiliado’, condición peregrina y dolorosa que solemos padecer durante nuestra vital trashumancia: “El exiliado transporta consigo los pequeños lugares de la infancia” y “lejano de otras culturas, testigo,/ sus noches glosan lunas en estancia…”.

Y finalmente, meto mi desvalorizado ego en el siguiente comentario, para declarar mi complacencia por la dedicatoria que me hace de su soneto ‘Voces de los ancestros kankuamos’.

Este último vocablo me condujo a colarme por el internet, ya que de antaño, casi desde la juventud, había inflamado mi alma de admiración por los koguis y arhuacos, pero no sabía de los kankuamos. Ahora la metáfora cosmogónica me mostraba a este pueblo nativo de la Sierra Nevada de Santa Marta como una de las patas de la mesa sobre la que se sirven y alimentan con deleitado respeto los otros pueblos aborígenes de estas montañas mágicas.

Claro, ilustrísimo poeta José Atuesta Mindiola, nada existe más honesto y valioso que hundir las propias raíces en los lejanos y agrestes condominios donde germinó nuestro ser. Únicamente así es posible –como lo expresa en su amable dedicatoria—“vencer la oscuridad”.

Columnista
10 enero, 2021

José Atuesta Mindiola: vocación congénita

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Julio Cesar Espinoza

“Comete un pequeño pecado quien no canta su asombro”, dijo un poeta caucano. Y traigo a colación la breve verdad de mi coterráneo para valorar ‘Epifanía de la memoria’, de José Atuesta Mindiola, el decimero y bardo de Mariangola, Valledupar, que ya al nacer se sabía poseso de una musa que lo hacía condensar el […]


Comete un pequeño pecado quien no canta su asombro”, dijo un poeta caucano. Y traigo a colación la breve verdad de mi coterráneo para valorar ‘Epifanía de la memoria’, de José Atuesta Mindiola, el decimero y bardo de Mariangola, Valledupar, que ya al nacer se sabía poseso de una musa que lo hacía condensar el mundo en la magia de la palabra.

Con el siguiente tropo, el maestro Atuesta, ya en los inicios de su libro, elabora la contextura de su poesía: “Templo de mis sueños y vigilias”.
Mediante la primera palabra de su definición ya habremos entendido que el poeta ha sacralizado el reino de su lírica, por lo cual el lector es invitado a incursionar en un dominio consagrado: no puede haber nada más meritorio y sacro que la poesía. Es en un lugar de tal condición donde hallan refugio los sueños y el insomne sentir del bardo vallenato.

A mi parecer, he venido observando en la fértil labor de Atuesta, los límites que demarcan su reino, las fronteras hasta donde llega su aliento, pese a que toda lírica sueña con la infinitud. Esos confines los halla uno siempre en la naturaleza. Los versos de ‘Epifanía de la memoria’ se apropian a cada instante de elementos naturales administradores de una labor de mojones que bellamente sellan la expresión o la metáfora.

Así, con la suavidad con que discurre un río manso, nos vamos encontrando con “el perfume anónimo de la rosa”, “la sonrisa fértil de la lluvia” y “los ángeles del viento” (El tiempo no se detiene).

En casi cualquier construcción del poeta, Natura agradecida presta su concurso para que el verso llegue a la cumbre de su expresión: los árboles “duermen al silencio de la sombra” y el higuito es un “apacible soñador de los bosques”; la ceiba surge como “bosquejo de ballena” y “detenerse en el festivo cañaguate es levitar en la magia de la luz” (Retratos de árboles paisanos).

Memorable es declarar con Atuesta que “Si el pájaro prescindiera/ del temor a la muerte, esperaría cantando/ al hombre voraz que se le acerca”. “Y la ardilla, plácida entre las ramas/ ignoraría la certera piedra del acecho”. O “La mula, sin el acoso del jinete/ trazaría de nuevo el camino/ donde el espanto asaltó su paso” (Quién le teme a la muerte).

Estos paradigmas llenos de caballos, flores, vientos, soles, luces, follajes, ríos, mares y desiertos hacen su epifanía, uno a uno, para organizar la siempre inmensa amplitud con que nuestro rapsoda vallenato fija la impronta de su inspiración.

Aparte de este libro y de otros como ‘Poética de la cultura vallenata’, el lector descifra los hermosos hábitos creadores de Atuesta, fundamentándose en muchas de sus espontáneas y originales décimas, con las cuales el poeta declaró su admiración por Mariangola, con seguridad el rincón del mundo donde ocurrió el momento fundacional de su ser. No podemos imaginar la cuna de Atuesta sino como un pesebre construido por el propio Dios, donde sus pinceladas impares estaban constituidas por auroras, cerros, colibríes y fuentes.

Entonces se explica uno por qué las primeras impresiones de la infancia hayan dejado huella tan visible en la emoción creadora de nuestro bardo.

Los tambores de la aurora
Son los espejos del día
Donde el sol es sinfonía
En el color de la flora.
Mi bella tierra sonora
Eres agua de mi sed,
Porque en ti yo comencé
A beber la poesía,
Mientras mi padre escribía
Versos al Cerro de Lavé
”.
(Mariangola)

De tal modo dejamos aclarado el título de esta breve nota: sí, estamos ante una vocación congénita. En el vientre sagrado de la hermosa maestra Juana Mindiola de Atuesta ya el rapsoda parecía pulsar con tenues movimientos de manos la música de los versos.

In crescendo, en su ‘Poética de la cultura vallenata’, el maestro Atuesta reversa su numen en el tiempo para rememorar horas de la infancia con su progenitora, que “Evocaba de Mariangola, su tierra prometida: el sol derretido en las sabanas, el chapaleo de invierno con los zapatos nuevos en las manos, la frescura del agua en la tinaja…”.

No obstante todo lo anterior, en la obra del bardo hay otras marcas de forja que vienen edificando sus distintivos, su voz propia, su identidad que le presta un nicho importante en el panorama nacional. Una es su sincera visión de la grandeza ajena. De su universo metafórico, Atuesta ha desterrado el narcicismo: él no se engrandece; por el contrario, su voz sencilla y magnánima a la vez, se consagra a destacar los valores humanos concretos de su tierra: maestros, poetas, autoridades, excelsos prelados, hacen su epifanía en nuestra memoria y llegamos a saber de su existencia por la estrofa que los pinta como seres que van dejando una huella benéfica en el mundo.

Otra marca la encontramos en la solidaridad que el bardo Atuesta revela hacia seres abstractos, como en el soneto ‘El exiliado’, condición peregrina y dolorosa que solemos padecer durante nuestra vital trashumancia: “El exiliado transporta consigo los pequeños lugares de la infancia” y “lejano de otras culturas, testigo,/ sus noches glosan lunas en estancia…”.

Y finalmente, meto mi desvalorizado ego en el siguiente comentario, para declarar mi complacencia por la dedicatoria que me hace de su soneto ‘Voces de los ancestros kankuamos’.

Este último vocablo me condujo a colarme por el internet, ya que de antaño, casi desde la juventud, había inflamado mi alma de admiración por los koguis y arhuacos, pero no sabía de los kankuamos. Ahora la metáfora cosmogónica me mostraba a este pueblo nativo de la Sierra Nevada de Santa Marta como una de las patas de la mesa sobre la que se sirven y alimentan con deleitado respeto los otros pueblos aborígenes de estas montañas mágicas.

Claro, ilustrísimo poeta José Atuesta Mindiola, nada existe más honesto y valioso que hundir las propias raíces en los lejanos y agrestes condominios donde germinó nuestro ser. Únicamente así es posible –como lo expresa en su amable dedicatoria—“vencer la oscuridad”.