Publicidad
Categorías
Categorías
Columnista - 23 mayo, 2016

El hambre de los niños

Mi amor por La Guajira es grande. Ha sido inspiradora de la mayoría de mis novelas, con una magia que nunca acaba. La Guajira, esa misma “… que se mete en el mar así / como si pelear quisiera / como engreída, como altanera…”. La península en la que una raza, antes indómita, de indígenas […]

Boton Wpp

Mi amor por La Guajira es grande. Ha sido inspiradora de la mayoría de mis novelas, con una magia que nunca acaba. La Guajira, esa misma “… que se mete en el mar así / como si pelear quisiera / como engreída, como altanera…”. La península en la que una raza, antes indómita, de indígenas únicos ha enfrentado el ardor del desierto, ha bebido, en totumas de pobreza, el agua verdosa de los jagüeyes, ha pisado mil veces los mismos caminos amparada por los ralos trupillos; la de rancherías, de luchas de castas, de contrabandistas que hollaron sus senderos vírgenes y la tejieron de trochas prohibidas, en las que las aventuras de los hombres recios quedaban aparadas por historias no escritas.

Esa Guajira, altiva, ha sido lacerada, debilitada, con el arma más letal que existe: el hambre. Hambre que es muerte, hambre que es abandono, hambre que es desgobierno, hambre que es abulia de sus propios hijos, hambre que es corrupción. Sí, hambre que se estrella con la negrura del carbón que es igual a la negrura del corazón de quienes la han regentado.

Otro niño muere de hambre en Manaure, el de las salinas, por el que la Eréndira de Gabo pasó en volandas con el cinturón de oro a perderse en el infinito; allí con solo un año de vida, el pequeñito sufrió el cruel padecimiento de la falta de un bocado que le diera fuerzas para conocer la vida, la magia de su tierra.

Por supuesto que la corrupción rampante de funcionarios, de políticos, de tantos y tantos, es la culpable de la muerte de dieciocho niñitos; y es el Estado con su falta de programas sociales para esa raza que se adormece en la espera centenaria, raza irredenta, que perdió sus bríos y se conformó con ver pasar la vida desde los chinchorros curtidos de pereza.

También son culpables ellos. ¿Por qué no se levantan y claman por sus derechos? ¿Por qué se la pasan mirando al cielo buscando una nube pregonera de lluvia que nunca llega? ¿Por qué los adultos no mueren de hambres, solo los niños? Esa es una pregunta que me ronda desde hace tiempo. ¿Por qué no buscan en poblaciones vecinas un trabajo, algo que les dé para comprar la leche para los niños? ¿Por qué algunas sí se sostienen tejiendo colores, con la venta de una de esas mochilas que son tan renombradas? Que se abran paso con la misma energía que usaban, antes de que cerraran las fronteras con el vecino país, para ir a comerciar. Dirán que es una cuestión cultural, cultura de su etnia, sí, pero ante el hambre lacerante de un niño se salta por encima de la cultura y de todo.

Esperar en el Estado es ver morir a más niños. Cuando no hay una solución para las desgracias hay que buscar el remedio por uno mismo. La Guajira necesita de nosotros. Todos somos culpables por quedarnos quietos. Yo comienzo hoy sentando mi voz de protesta: no más niños muertos de hambre, porque de seguir así solo quedará un desierto escombroso en el que la muerte reinará eternamente.

Columnista
23 mayo, 2016

El hambre de los niños

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

Mi amor por La Guajira es grande. Ha sido inspiradora de la mayoría de mis novelas, con una magia que nunca acaba. La Guajira, esa misma “… que se mete en el mar así / como si pelear quisiera / como engreída, como altanera…”. La península en la que una raza, antes indómita, de indígenas […]


Mi amor por La Guajira es grande. Ha sido inspiradora de la mayoría de mis novelas, con una magia que nunca acaba. La Guajira, esa misma “… que se mete en el mar así / como si pelear quisiera / como engreída, como altanera…”. La península en la que una raza, antes indómita, de indígenas únicos ha enfrentado el ardor del desierto, ha bebido, en totumas de pobreza, el agua verdosa de los jagüeyes, ha pisado mil veces los mismos caminos amparada por los ralos trupillos; la de rancherías, de luchas de castas, de contrabandistas que hollaron sus senderos vírgenes y la tejieron de trochas prohibidas, en las que las aventuras de los hombres recios quedaban aparadas por historias no escritas.

Esa Guajira, altiva, ha sido lacerada, debilitada, con el arma más letal que existe: el hambre. Hambre que es muerte, hambre que es abandono, hambre que es desgobierno, hambre que es abulia de sus propios hijos, hambre que es corrupción. Sí, hambre que se estrella con la negrura del carbón que es igual a la negrura del corazón de quienes la han regentado.

Otro niño muere de hambre en Manaure, el de las salinas, por el que la Eréndira de Gabo pasó en volandas con el cinturón de oro a perderse en el infinito; allí con solo un año de vida, el pequeñito sufrió el cruel padecimiento de la falta de un bocado que le diera fuerzas para conocer la vida, la magia de su tierra.

Por supuesto que la corrupción rampante de funcionarios, de políticos, de tantos y tantos, es la culpable de la muerte de dieciocho niñitos; y es el Estado con su falta de programas sociales para esa raza que se adormece en la espera centenaria, raza irredenta, que perdió sus bríos y se conformó con ver pasar la vida desde los chinchorros curtidos de pereza.

También son culpables ellos. ¿Por qué no se levantan y claman por sus derechos? ¿Por qué se la pasan mirando al cielo buscando una nube pregonera de lluvia que nunca llega? ¿Por qué los adultos no mueren de hambres, solo los niños? Esa es una pregunta que me ronda desde hace tiempo. ¿Por qué no buscan en poblaciones vecinas un trabajo, algo que les dé para comprar la leche para los niños? ¿Por qué algunas sí se sostienen tejiendo colores, con la venta de una de esas mochilas que son tan renombradas? Que se abran paso con la misma energía que usaban, antes de que cerraran las fronteras con el vecino país, para ir a comerciar. Dirán que es una cuestión cultural, cultura de su etnia, sí, pero ante el hambre lacerante de un niño se salta por encima de la cultura y de todo.

Esperar en el Estado es ver morir a más niños. Cuando no hay una solución para las desgracias hay que buscar el remedio por uno mismo. La Guajira necesita de nosotros. Todos somos culpables por quedarnos quietos. Yo comienzo hoy sentando mi voz de protesta: no más niños muertos de hambre, porque de seguir así solo quedará un desierto escombroso en el que la muerte reinará eternamente.