El periodista Mauricio Pichot a partir de la historia de vida del composior Gustavo Gutiérrez nos entrega una versión de la llegada del acordeón a la zona.
A partir de los años sesenta del pasado siglo, este poeta popular “complementó” los versos de los juglares de las primeras generaciones con unos versos más elaborados y llenos de riqueza lírica en donde la metáfora y otras figuras llenaron de sentimiento los cantos vallenatos.
Conocí personalmente a Gustavo Gutiérrez, apenas hace algunos años. Es flaco, irremediablemente flaco, retraído, quedo, muy quedo como dirían en Macondo, para referirse a aquellos que por dentro tenemos un sentimentalismo permanente, “que andan como zurumbáticos,” dicen en el Caribe. Como si de un alma herida se tratara, de alguien con una perpetúa pena por dentro. “Es que andan como idos”, le escuché alguna vez a una vieja atanquera.
“Es algo que yo no me he podido explicar nunca, pero es un sentimiento que llevo por dentro, como una tristeza de siempre”, me dijo él como si quisiera disculparse, en un momento de alguna de las varias conversaciones que tuvimos antes y después de este primer encuentro personal, tantas veces por mí anhelado, desde los primeros tiempos. Además, es tímido distinto del esquema que en muchos escenarios se ha formado del hombre del Caribe. Aunque, Gustavo nació y creció rodeado de sabanas, de montañas y de la vigilancia perpetua de las nieves insondables de la Sierra Nevada de Santa Marta a su valle querido, su Valledupar del alma.
En uno de esos muchos cantos que han salido de sus adentros, cuenta:
“La herida que siempre llevo en el alma, no cicatriza, inevitable me marca la pena que es infinita, quisiera volar muy lejos, muy lejos, sin rumbo fijo, buscar un lugar sin odios, vivir tranquilo, eliminar las tristeza, las mentira’, las traicione’, no importa que nunca encuentre el corazón lo que ha buscado de verdad, no importa el tiempo que ya es muy corto en las ansias largas de vivir, cualquier minuto de placer será sentido en realidad, si lleno el alma, si lleno el alma de eternidad.
Más adelante en su mismo canto, recalca: “Es muy triste recordar momentos felices, de un cariño que sangró… mi corazón, llegó la hora de partir sin medir distancias y ni sombras quedará de aquel amor…y ni sombra quedará de aquel amor.”
El canto se llama Sin Medir Distancias y son ya innumerables las interpretaciones que ha tenido. En los años ochenta Diomedes Díaz lo grabó con el acordeón de un joven de escasos dieciocho años en ese momento, Gonzalo Arturo Molina, El Cocha, trascendió más allá de las fronteras del Valle de Upar.
Realmente es uno de los cantos más nuevos de Gutiérrez. Nuevos cuando se habla de una expresión que completa más de cien años de lamentos, poesía, amores frustrados y narración. Ya habían trascendido muchos cantos de Gustavo y de otros grandes compositores, juglares, poetas improvisados e intérpretes llenos de poesía elemental, costumbrismo y narrativa provinciana contenida en todas esas expresiones que vienen de más allá de cien años de remembranzas.
Hay una primera época de los cantos vallenatos y en ella van relacionados los llamados primeros juglares, a su vez, herederos de quienes en los inicios tocaron ese aparato, el acordeón, sobre cuya llegada al Caribe hay varias versiones, leyendas si se quiere.
Desde la segunda mitad del siglo diecinueve hay detalles acerca de la presencia del acordeón, no solo en el Valle de Upar ni en La Guajira, tampoco en el Magdalena Grande, sino en las Sabanas de lo que fue en algún tiempo el Bolívar Grande.
Un sacerdote español, Rafael Torres, cuentan crónicas de la época fue quien mostró a su hijo del mismo nombre, la ejecución del aparato que habría ingresado al país por las poblaciones de Tolú y Calamar. En San Juan Nepomuceno, se habría tocado por vez primera el acordeón. Seguramente, habría estado muy lejos de los cuatro aires, son, paseo, merengue y puya, que después de varias décadas esos juglares han interpretado en las cuatro latitudes del Planeta.
Hay quienes hablan de la interpretación de El Pajarito y la Tambora, además del Chandé, antes de que quedaran “institucionalizados” estos cuatro ritmos.
En Austria, a mediados de mayo de 1829, en ese entonces perteneciente a los germanos, un músico e inventor de ese país, Cyril Demian, habría patentado para él y sus descendientes, un aparato con fuelle y algunos botones muy similar al que unos años después se comenzó a fabricar en algunos otros países del Viejo Continente.
Demian lo registró con el nombre de Akordion por los acordes que producía cuando se tocaba. Sería una versión mejorada de lo que fabricaron los chinos, como una especie de antecedente histórico, según el historiador Hernán Baquero Bracho, en Asia siglos Antes de Cristo, se fabricó un instrumento con una funcionalidad similar a la del posterior acordeón. Era una especie de lengüeta metálica que se impulsaba al soplarla.
Hay otros episodios que han pasado la barrera de los años a partir de la invaluable tradición oral de ese Caribe único e insondable revestido de su propio escenario real, maravilloso. Eran los estertores del siglo diecinueve cuando un viejo barco europeo habría naufragado frente a las costas de La Guajira, allí en ese ardiente mar en donde muchos años después había de navegar con sus embarcaciones llenas de contrabando de café y chécheres el Pipe Socarrás y el mismo donde la Fragata de la Armada, la Almirante Padilla, lo llevó a la ruina cuando le bombardeó el viaje.
Allí en el naufragio del barco procedente venía una considerable cantidad de acordeones los mismos que fueron recogidas por indios y viejos habitantes de Riohacha para ahondar en las entrañas del misterioso instrumento.
Por: Mauricio René Pichot Elles / EL PILÓN
[email protected]
El periodista Mauricio Pichot a partir de la historia de vida del composior Gustavo Gutiérrez nos entrega una versión de la llegada del acordeón a la zona.
A partir de los años sesenta del pasado siglo, este poeta popular “complementó” los versos de los juglares de las primeras generaciones con unos versos más elaborados y llenos de riqueza lírica en donde la metáfora y otras figuras llenaron de sentimiento los cantos vallenatos.
Conocí personalmente a Gustavo Gutiérrez, apenas hace algunos años. Es flaco, irremediablemente flaco, retraído, quedo, muy quedo como dirían en Macondo, para referirse a aquellos que por dentro tenemos un sentimentalismo permanente, “que andan como zurumbáticos,” dicen en el Caribe. Como si de un alma herida se tratara, de alguien con una perpetúa pena por dentro. “Es que andan como idos”, le escuché alguna vez a una vieja atanquera.
“Es algo que yo no me he podido explicar nunca, pero es un sentimiento que llevo por dentro, como una tristeza de siempre”, me dijo él como si quisiera disculparse, en un momento de alguna de las varias conversaciones que tuvimos antes y después de este primer encuentro personal, tantas veces por mí anhelado, desde los primeros tiempos. Además, es tímido distinto del esquema que en muchos escenarios se ha formado del hombre del Caribe. Aunque, Gustavo nació y creció rodeado de sabanas, de montañas y de la vigilancia perpetua de las nieves insondables de la Sierra Nevada de Santa Marta a su valle querido, su Valledupar del alma.
En uno de esos muchos cantos que han salido de sus adentros, cuenta:
“La herida que siempre llevo en el alma, no cicatriza, inevitable me marca la pena que es infinita, quisiera volar muy lejos, muy lejos, sin rumbo fijo, buscar un lugar sin odios, vivir tranquilo, eliminar las tristeza, las mentira’, las traicione’, no importa que nunca encuentre el corazón lo que ha buscado de verdad, no importa el tiempo que ya es muy corto en las ansias largas de vivir, cualquier minuto de placer será sentido en realidad, si lleno el alma, si lleno el alma de eternidad.
Más adelante en su mismo canto, recalca: “Es muy triste recordar momentos felices, de un cariño que sangró… mi corazón, llegó la hora de partir sin medir distancias y ni sombras quedará de aquel amor…y ni sombra quedará de aquel amor.”
El canto se llama Sin Medir Distancias y son ya innumerables las interpretaciones que ha tenido. En los años ochenta Diomedes Díaz lo grabó con el acordeón de un joven de escasos dieciocho años en ese momento, Gonzalo Arturo Molina, El Cocha, trascendió más allá de las fronteras del Valle de Upar.
Realmente es uno de los cantos más nuevos de Gutiérrez. Nuevos cuando se habla de una expresión que completa más de cien años de lamentos, poesía, amores frustrados y narración. Ya habían trascendido muchos cantos de Gustavo y de otros grandes compositores, juglares, poetas improvisados e intérpretes llenos de poesía elemental, costumbrismo y narrativa provinciana contenida en todas esas expresiones que vienen de más allá de cien años de remembranzas.
Hay una primera época de los cantos vallenatos y en ella van relacionados los llamados primeros juglares, a su vez, herederos de quienes en los inicios tocaron ese aparato, el acordeón, sobre cuya llegada al Caribe hay varias versiones, leyendas si se quiere.
Desde la segunda mitad del siglo diecinueve hay detalles acerca de la presencia del acordeón, no solo en el Valle de Upar ni en La Guajira, tampoco en el Magdalena Grande, sino en las Sabanas de lo que fue en algún tiempo el Bolívar Grande.
Un sacerdote español, Rafael Torres, cuentan crónicas de la época fue quien mostró a su hijo del mismo nombre, la ejecución del aparato que habría ingresado al país por las poblaciones de Tolú y Calamar. En San Juan Nepomuceno, se habría tocado por vez primera el acordeón. Seguramente, habría estado muy lejos de los cuatro aires, son, paseo, merengue y puya, que después de varias décadas esos juglares han interpretado en las cuatro latitudes del Planeta.
Hay quienes hablan de la interpretación de El Pajarito y la Tambora, además del Chandé, antes de que quedaran “institucionalizados” estos cuatro ritmos.
En Austria, a mediados de mayo de 1829, en ese entonces perteneciente a los germanos, un músico e inventor de ese país, Cyril Demian, habría patentado para él y sus descendientes, un aparato con fuelle y algunos botones muy similar al que unos años después se comenzó a fabricar en algunos otros países del Viejo Continente.
Demian lo registró con el nombre de Akordion por los acordes que producía cuando se tocaba. Sería una versión mejorada de lo que fabricaron los chinos, como una especie de antecedente histórico, según el historiador Hernán Baquero Bracho, en Asia siglos Antes de Cristo, se fabricó un instrumento con una funcionalidad similar a la del posterior acordeón. Era una especie de lengüeta metálica que se impulsaba al soplarla.
Hay otros episodios que han pasado la barrera de los años a partir de la invaluable tradición oral de ese Caribe único e insondable revestido de su propio escenario real, maravilloso. Eran los estertores del siglo diecinueve cuando un viejo barco europeo habría naufragado frente a las costas de La Guajira, allí en ese ardiente mar en donde muchos años después había de navegar con sus embarcaciones llenas de contrabando de café y chécheres el Pipe Socarrás y el mismo donde la Fragata de la Armada, la Almirante Padilla, lo llevó a la ruina cuando le bombardeó el viaje.
Allí en el naufragio del barco procedente venía una considerable cantidad de acordeones los mismos que fueron recogidas por indios y viejos habitantes de Riohacha para ahondar en las entrañas del misterioso instrumento.
Por: Mauricio René Pichot Elles / EL PILÓN
[email protected]