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El Vallenato - 4 octubre, 2023

Gustavo Gutiérrez Cabello, tras las huellas del ‘Camino Agreste’

El derroche sorprendente de su imaginación rehúye el formalismo lineal que en vano intenta retenerlo.

Gustavo Gutiérrez, compositor de la música vallenata. 

FOTO: CORTESÍA.
Gustavo Gutiérrez, compositor de la música vallenata. FOTO: CORTESÍA.

La sensación que se tiene al pretender definir el carácter del ‘poeta de la añoranza’, y percibir la fuerza sosegada de un corazón henchido de rimas y soledades, es que la magia de su romanticismo, su absorta y noble catadura y su construcción semántica en sí misma, son absolutamente inabordables. 

Lee también: Gustavo Gutiérrez confesó por qué dejó de componer canciones: “Me desanimé”

El cometido entonces es buscar los vocablos más oportunos y sutiles del lenguaje castellano, intentando saciar apenas la furia de sus dimensiones y medir con lírica justicia esa infatigable sapiencia que en cada verso oculta el bardo. Pero es imposible, advierto luego, porque cada sonrisa, cada ademán ligero y nervioso y cada impulso de su alma herida condena el verbo y se anticipa sobremanera al pulso vacilante y torpe que ahora escribe. 

Mientras narra apartes de su infancia, transcurrida  en el idílico ámbito de la Plaza Alfonso López, puede sospecharse que, a través de los ventanales de la solariega casa, vuelve a arrullarlo el aleteo de los palomares en éxtasis sobre los tejados nocturnos, la cruz solitaria y cauta de la Inmaculada Concepción y el perpetuo ritual de las Clarisas del viejo convento, cuyos salmos desesperados seducían las esmirriadas sirenas del río Guatapurí que, entre los muros desgarrados y la sombra infame, solían  echarse con sus amantes prohibidos en los estrechos pasadizos del Callejón de la Estrella. 

SU ESTILO ÚNICO

Gustavo Gutiérrez Cabello habla en un tono de serena avidez, desgarbado oxímoron que avisa que su humanidad es al mismo tiempo río crecido y viento en calma. Sus gentiles y heráldicos pasos, la liviandad de sus manos sin reposo y la ceniza amarga de sus rizos, revelan que, detrás de su aparente entusiasmo y lozanía, se esconde un hombre triste que ‘viene del pasado, de versos y canción’. 

…Y empiezan las dudas metódicas del cronista, las preguntas que van cayendo en sí mismas con sus silogismos perversos y suicidas, los pretendidos efectos literarios que se rinden de antemano a la majestad del trovador que gime, canta y calla a veces porque “hay soledades que duelen mucho y hay un silencio para pensar”. Todas las técnicas aplicables en el ejercicio de la entrevista periodística, tornan ingenuas y pusilánimes en el abordaje de tan notable y solícito personaje. De modo que lo más oportuno parece ser dejarlo al albedrío de sus nostálgicas evocaciones, para que los caudales irreprimibles de su inspiración caigan suavemente al relato, cual a los mansos pastizales un rocío de primavera. 

Naturalmente, conforme a un criterio de convención, se procura inaugurar el interrogatorio con las experiencias de sus inicios artísticos. Se consigue a medias el objetivo. Gustavo Gutiérrez es una especie de inquieto cordero que salta de un lugar a otro a través de páramos esquivos y promontorios fugaces, y el derroche sorprendente de su imaginación rehúye el formalismo lineal que en vano intenta retenerlo. 

El maestro Gustavo Gutiérrez fue uno de los primeros vallenatos románticos. FOTO: CORTESÍA.

SU ORIGEN MUSICAL

Sus antecedentes musicales se circunscriben fundamentalmente en el seno familiar. Nació y creció en un entorno de entrañables e ingeniosas melodías, en una parentela cuyos rancios abolengos dispensaron los inalienables dones de la labranza y el canto, y en una época en que el ritual de la amistad sincera y las vendimias del campo eran tan prósperos y estimulantes que los poetas soñadores de la provincia solían tenderse sobre el césped con su guitarra hasta el amanecer, a celebrar los favores de una buena cosecha y a concebir tantas coplas de amor como penas tuviera el alma, y como estrellas, el cielo. 

No dejes de leer: La marca indeleble de Jorge Oñate en Gustavo Gutiérrez

Pero, amén de ser influenciado por la música de acordeón, y obtener el mecenazgo espiritual de su primo Tobías Enrique Pumarejo, Gustavo se debatía en una encrucijada de cotejadas luces y opuestas convicciones: guardaba un íntimo apego por la música instrumental, las milongas del Rio de la Plata, los boleros y los valses peruanos. 

Esta tendencia obedecía en gran medida a las preferencias musicales de su padre Evaristo, quien, siendo un avezado ejecutante del piano y del violín, instruido en el Conservatorio, interpretaba con un particular acierto los ritmos clásicos que escuchaban hasta el delirio a través de la enigmática radiola.  

El pequeño Gustavo ponía el oído, tomaba atenta nota de los singulares acordes y terminaba emulándolos a su manera, imprimiéndole su peculiar cadencia, sus esquivos falsetes y elásticas modulaciones, la sorda rebeldía de sus instintos y el capricho modernista con sus recónditos vicios poéticos. 

SURGIÓ EL COMPOSITOR

En esa contienda interior y existencial andaba, cuando apareció la verdadera musa. Y aunque tuviera en sus entrañas los grises de otra cultura y el frío capitalino, ella venía vestida de ángeles y sentimiento vallenato. 

Aquella primera y lejana novia que, a decir verdad, nunca lo fue, arrancó del corazón herido de un poeta una de las más exquisitas y conmovedoras ‘confidencias’ que tiene la música provinciana. Fue el lírico desagravio ante la profunda desilusión por sus cartas jamás correspondidas: 

“Bésame todos los días

Hasta la hora de la muerte

Y más allá de la muerte

No me olvides vida mía”

Si bien Gustavo pudo aliviar su alma un poco, pronto surgieron las diatribas. Según los más ortodoxos, aquella fórmula y concepción melódicas rompía de tajo el acendrado esquema de la escuela juglaresca que, devenida de los cantos de vaquería, fungía como una especie de religión bucólica en la tierra de Pedro Castro. 

De manera que pretender adulterar o modificar ese sentimiento era juzgado como una suerte de herejía cultural. Sin embargo, quienes ostentaban la máxima jerarquía del género y promovían el veto al revolucionario estilo, pronto debieron declinar su empeño, porque el inquieto soñador que cantaba detrás de los fierros de una ventana, frente a la solemne capilla del Ecce Homo, siguió dilapidando sus lúgubres arpegios y sus ‘rumores de viejas voces’, mientras jugueteaba algún lucero por los pintorescos camellones del parque. 

Gustavo Gutiérrez

SU NATURALEZA ROMÁNTICA

Siendo así, fue este muchacho el primer pecador romántico que, después de sorber, gota a gota, el vino de su incorregible fervor macondiano, logró conseguir el indulto en la rigurosa eucaristía del vallenato clásico. Sin embargo, aún tuvo que pasar muchas noches desengañado, solitario y en vela, rumiando sus contritas pulsaciones al son irrefrenable de su canto, hasta que vino un ‘paisaje de sol’ con sus clarividencias y ensueños, un ‘camino largo’ y promisorio y la formidable lluvia de éxitos que nunca cesó. 

Supo entonces Valledupar y el mundo, y quizás el mismo Francisco el Hombre en su sepultura, que acababa de nacer la más auténtica leyenda del romanticismo, cuyos cantares, dormidos en los fuelles de un acordeón, se alejarían alguna vez por las soñolientas calles del Cañahuate, buscando un camino seguro, más allá de la muerte.

FRUSTRADO FUTBOLISTA 

Recapitulando los pormenores de sus ilusiones fallidas, comenta Gustavo Enrique que quiso ser un afamado futbolista de clubes; sin embargo, a pesar de su estimable destreza como armador de centro, su frágil contextura física y una considerable lesión sufrida entonces, soterraron sus ambiciones. 

Te puede interesar: Gustavo Gutiérrez lanzó nuevo álbum y reveló por qué no volvió a componer 

Quiso, al mismo tiempo, ser un cantante de ópera, pero, tras esa constante búsqueda de la verdad, durante su época universitaria en Bogotá, una maestra de canto italiana debió advertirle rotundamente: “No, mijito, usted no sirve pa’ eso, no tiene pulmón ni pecho; usted si acaso podrá cantar esos boleros suaves que canta Agustín Lara…y olvídese del tango” 

Risueño, reflexivo y dinámico, el poeta reconoce ahora la franqueza de la maestra, y añade que “las aspiraciones del que quiere cantar y componer o ejercer cualquier otra expresión artística deben ir siempre sustentadas por las aptitudes, por los dones naturales, y no por un simple capricho”. Pero, definitivamente, en su caso, había un irremediable impulso del arte que instigaba la fuente de sus ‘lamentos provincianos’… ¡Y había que seguir! 

SU IMPULSO MUSICAL

Por aquellos tiempos de 1963, cuando Gustavo irrumpió con su ventolera inimaginable, un verbo florido, naciente y rebelde, exhumó para siempre el viejo espectro de los acordeones. 

Entonces, el sentimiento convencional del vallenato, personificado en un labriego de abarca, azadón y sombrero o en el jinete del caballo alazán que buscaba misterios y amores en las sabanas dormidas de Patillal, debió lucir ahora un flamante vestido, ataviado de suntuosos accesorios e incontrovertible fulgor. Mientras tanto, en la Plaza Mayor de Valledupar, entre el séquito de parranderos y folcloristas, no dejaban de comentar el suceso. 

En el patio de Roberto Pavajeau, cuyos huéspedes eternos eran Escalona, el pintor Molina, Alejo y Nicolás Elías, escrutaba al derecho y al revés el prodigioso bordado semántico, tratando de descubrir la trama invisible en la magnificencia de su técnica, esa increíble puntada que teje misteriosamente el verso, como los mágicos filamentos de sarga en la vaga urdimbre del amor y la fantasía, la imaginación y el olvido. 

Aquel tradicional escenario, celoso y circunspecto, donde el canto de los gallos finos cautivos en sus guacales ceñía la nota de los acordeones, era el purgatorio del vallenato clásico, el del ‘sombrero bien alón’, el de las ‘patas bien pintá’. No obstante, el maestro Escalona concedió licencia a tan discutida novedad. 

Había sido emplazado por Evaristo Gutiérrez, padre de Gustavo, para que emitiera un concepto definitivo sobre los alcances artísticos del bohemio de la guitarra, cuyas pasiones ya eran tan concluyentes que pasaba noches enteras escribiendo y en cualquier hora del día clausuraba las ventanas y cortinas de su habitación, para simular la noche triste que lo inspiraba. Quizás, en el fondo de su corazón, don Evaristo había esperado que, en un acto de inviolable complicidad, el maestro reprobara la iniciativa de su hijo, como una coartada eficiente para blindar sus afanes de enviarlo a la Capital, de manera que, ya sin los estorbos de la música, efectuara una carrera universitaria. 

Pero, el maestro Escalona, luego de examinar como el oro fino las soluciones métricas y formas gramaticales, los abrumadores compases y la exuberancia del verso en la obra musical ofrecida al análisis, debió ser franco al responder: “Este muchacho tiene madera.

LOS FAMOSOS DE ESOS TIEMPOS

Eran los tiempos en que, siendo Valledupar una próspera provincia del viejo Magdalena Grande, las divergencias políticas e intrigas sociales se disolvían de un solo trazo mediante la suspicacia insomne de las caricaturas del pintor Molina, exhibidas entonces en los abigarrados muros y carteles del Café La Bolsa.  

En este ámbito solía hablarse de la grandeza del ‘Negro Alejo’, de la novedosa producción musical de Guillermo Buitrago, de las cumbiambas y las colitas que ejecutaba la servidumbre al rezago de las fiestas señoriales, del último duelo de juglares por la corona del rey en la tarima Francisco el Hombre, de la llegada del acordeón al puerto de Riohacha a mediados del siglo XIX, a bordo de un buque mercante alemán. 

Se evocaban, además, los embrujos del sombrero de Simón entre las ramas de un peralejo, el periplo fantasmal del Buey Mariposo sobre un palo de escoba y el malogrado velorio de Abel Antonio Villa, quien volviera campante el quinto día a levantar su propia tumba, ante el curtido espectáculo de las tantas viudas que rezaban el rosario, sin dejar de pensar en el reparto de sus bienes. 

Precisamente allí, en aquel cafetín ilustre, un día cualquiera, empezó a hablarse también, con febril asombro, sobre el hijo de Evaristo, el cantor de la concertina y del pañuelo blanco anudado al cuello. 

Su canción titulada “La espina“, auspiciada por Escalona, terminó siendo la antítesis y génesis de un descollante destino musical, colmado de rosas, romance y llovizna, de áridas quimeras y húmedas nostalgias. Entonces las heridas convalecían tan pronto como nacía un nuevo canto, y revoloteaba jubilosa una garza sobre la caprichosa espiga de los arrozales.

Como el ebrio y taciturno soñador, en el ritual del vino derramado, Gustavo padece las tristes liviandades del alma, el áspero rescoldo de la memoria consumada y los plácidos crepúsculos de una guitarra que, abandonada en la última estancia, sigue desgranando las notas que en vano espera una flor. 

Te puede interesar: Gustavo Gutiérrez, ha recorrido un camino largo lleno de canciones

Emergiendo a tantas lobregueces, prosigue el relato. Entonces, a bordo de la camioneta del ‘Pajarito’ López y vestido de negro, por ‘camino agreste’ vuelve a Patillal. Allí está la sabana apacible, melancólica y absorta. A un costado, en la Casa Grande de Elina Molina, la fronda de girasoles y corales con sus pastoriles encantadores exhorta la mística altivez de las palmeras. Al anochecer, bajo el sigilo insondable de las estrellas, dos distraídos poetas cantan y tiemblan en sus madrigales la mirla, doblegada a los hechizos de algún acorde.

POR: FERNANDO DAZA /ESPECIAL PARA EL PILÓN.

El Vallenato
4 octubre, 2023

Gustavo Gutiérrez Cabello, tras las huellas del ‘Camino Agreste’

El derroche sorprendente de su imaginación rehúye el formalismo lineal que en vano intenta retenerlo.


Gustavo Gutiérrez, compositor de la música vallenata. 

FOTO: CORTESÍA.
Gustavo Gutiérrez, compositor de la música vallenata. FOTO: CORTESÍA.

La sensación que se tiene al pretender definir el carácter del ‘poeta de la añoranza’, y percibir la fuerza sosegada de un corazón henchido de rimas y soledades, es que la magia de su romanticismo, su absorta y noble catadura y su construcción semántica en sí misma, son absolutamente inabordables. 

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El cometido entonces es buscar los vocablos más oportunos y sutiles del lenguaje castellano, intentando saciar apenas la furia de sus dimensiones y medir con lírica justicia esa infatigable sapiencia que en cada verso oculta el bardo. Pero es imposible, advierto luego, porque cada sonrisa, cada ademán ligero y nervioso y cada impulso de su alma herida condena el verbo y se anticipa sobremanera al pulso vacilante y torpe que ahora escribe. 

Mientras narra apartes de su infancia, transcurrida  en el idílico ámbito de la Plaza Alfonso López, puede sospecharse que, a través de los ventanales de la solariega casa, vuelve a arrullarlo el aleteo de los palomares en éxtasis sobre los tejados nocturnos, la cruz solitaria y cauta de la Inmaculada Concepción y el perpetuo ritual de las Clarisas del viejo convento, cuyos salmos desesperados seducían las esmirriadas sirenas del río Guatapurí que, entre los muros desgarrados y la sombra infame, solían  echarse con sus amantes prohibidos en los estrechos pasadizos del Callejón de la Estrella. 

SU ESTILO ÚNICO

Gustavo Gutiérrez Cabello habla en un tono de serena avidez, desgarbado oxímoron que avisa que su humanidad es al mismo tiempo río crecido y viento en calma. Sus gentiles y heráldicos pasos, la liviandad de sus manos sin reposo y la ceniza amarga de sus rizos, revelan que, detrás de su aparente entusiasmo y lozanía, se esconde un hombre triste que ‘viene del pasado, de versos y canción’. 

…Y empiezan las dudas metódicas del cronista, las preguntas que van cayendo en sí mismas con sus silogismos perversos y suicidas, los pretendidos efectos literarios que se rinden de antemano a la majestad del trovador que gime, canta y calla a veces porque “hay soledades que duelen mucho y hay un silencio para pensar”. Todas las técnicas aplicables en el ejercicio de la entrevista periodística, tornan ingenuas y pusilánimes en el abordaje de tan notable y solícito personaje. De modo que lo más oportuno parece ser dejarlo al albedrío de sus nostálgicas evocaciones, para que los caudales irreprimibles de su inspiración caigan suavemente al relato, cual a los mansos pastizales un rocío de primavera. 

Naturalmente, conforme a un criterio de convención, se procura inaugurar el interrogatorio con las experiencias de sus inicios artísticos. Se consigue a medias el objetivo. Gustavo Gutiérrez es una especie de inquieto cordero que salta de un lugar a otro a través de páramos esquivos y promontorios fugaces, y el derroche sorprendente de su imaginación rehúye el formalismo lineal que en vano intenta retenerlo. 

El maestro Gustavo Gutiérrez fue uno de los primeros vallenatos románticos. FOTO: CORTESÍA.

SU ORIGEN MUSICAL

Sus antecedentes musicales se circunscriben fundamentalmente en el seno familiar. Nació y creció en un entorno de entrañables e ingeniosas melodías, en una parentela cuyos rancios abolengos dispensaron los inalienables dones de la labranza y el canto, y en una época en que el ritual de la amistad sincera y las vendimias del campo eran tan prósperos y estimulantes que los poetas soñadores de la provincia solían tenderse sobre el césped con su guitarra hasta el amanecer, a celebrar los favores de una buena cosecha y a concebir tantas coplas de amor como penas tuviera el alma, y como estrellas, el cielo. 

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Pero, amén de ser influenciado por la música de acordeón, y obtener el mecenazgo espiritual de su primo Tobías Enrique Pumarejo, Gustavo se debatía en una encrucijada de cotejadas luces y opuestas convicciones: guardaba un íntimo apego por la música instrumental, las milongas del Rio de la Plata, los boleros y los valses peruanos. 

Esta tendencia obedecía en gran medida a las preferencias musicales de su padre Evaristo, quien, siendo un avezado ejecutante del piano y del violín, instruido en el Conservatorio, interpretaba con un particular acierto los ritmos clásicos que escuchaban hasta el delirio a través de la enigmática radiola.  

El pequeño Gustavo ponía el oído, tomaba atenta nota de los singulares acordes y terminaba emulándolos a su manera, imprimiéndole su peculiar cadencia, sus esquivos falsetes y elásticas modulaciones, la sorda rebeldía de sus instintos y el capricho modernista con sus recónditos vicios poéticos. 

SURGIÓ EL COMPOSITOR

En esa contienda interior y existencial andaba, cuando apareció la verdadera musa. Y aunque tuviera en sus entrañas los grises de otra cultura y el frío capitalino, ella venía vestida de ángeles y sentimiento vallenato. 

Aquella primera y lejana novia que, a decir verdad, nunca lo fue, arrancó del corazón herido de un poeta una de las más exquisitas y conmovedoras ‘confidencias’ que tiene la música provinciana. Fue el lírico desagravio ante la profunda desilusión por sus cartas jamás correspondidas: 

“Bésame todos los días

Hasta la hora de la muerte

Y más allá de la muerte

No me olvides vida mía”

Si bien Gustavo pudo aliviar su alma un poco, pronto surgieron las diatribas. Según los más ortodoxos, aquella fórmula y concepción melódicas rompía de tajo el acendrado esquema de la escuela juglaresca que, devenida de los cantos de vaquería, fungía como una especie de religión bucólica en la tierra de Pedro Castro. 

De manera que pretender adulterar o modificar ese sentimiento era juzgado como una suerte de herejía cultural. Sin embargo, quienes ostentaban la máxima jerarquía del género y promovían el veto al revolucionario estilo, pronto debieron declinar su empeño, porque el inquieto soñador que cantaba detrás de los fierros de una ventana, frente a la solemne capilla del Ecce Homo, siguió dilapidando sus lúgubres arpegios y sus ‘rumores de viejas voces’, mientras jugueteaba algún lucero por los pintorescos camellones del parque. 

Gustavo Gutiérrez

SU NATURALEZA ROMÁNTICA

Siendo así, fue este muchacho el primer pecador romántico que, después de sorber, gota a gota, el vino de su incorregible fervor macondiano, logró conseguir el indulto en la rigurosa eucaristía del vallenato clásico. Sin embargo, aún tuvo que pasar muchas noches desengañado, solitario y en vela, rumiando sus contritas pulsaciones al son irrefrenable de su canto, hasta que vino un ‘paisaje de sol’ con sus clarividencias y ensueños, un ‘camino largo’ y promisorio y la formidable lluvia de éxitos que nunca cesó. 

Supo entonces Valledupar y el mundo, y quizás el mismo Francisco el Hombre en su sepultura, que acababa de nacer la más auténtica leyenda del romanticismo, cuyos cantares, dormidos en los fuelles de un acordeón, se alejarían alguna vez por las soñolientas calles del Cañahuate, buscando un camino seguro, más allá de la muerte.

FRUSTRADO FUTBOLISTA 

Recapitulando los pormenores de sus ilusiones fallidas, comenta Gustavo Enrique que quiso ser un afamado futbolista de clubes; sin embargo, a pesar de su estimable destreza como armador de centro, su frágil contextura física y una considerable lesión sufrida entonces, soterraron sus ambiciones. 

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Quiso, al mismo tiempo, ser un cantante de ópera, pero, tras esa constante búsqueda de la verdad, durante su época universitaria en Bogotá, una maestra de canto italiana debió advertirle rotundamente: “No, mijito, usted no sirve pa’ eso, no tiene pulmón ni pecho; usted si acaso podrá cantar esos boleros suaves que canta Agustín Lara…y olvídese del tango” 

Risueño, reflexivo y dinámico, el poeta reconoce ahora la franqueza de la maestra, y añade que “las aspiraciones del que quiere cantar y componer o ejercer cualquier otra expresión artística deben ir siempre sustentadas por las aptitudes, por los dones naturales, y no por un simple capricho”. Pero, definitivamente, en su caso, había un irremediable impulso del arte que instigaba la fuente de sus ‘lamentos provincianos’… ¡Y había que seguir! 

SU IMPULSO MUSICAL

Por aquellos tiempos de 1963, cuando Gustavo irrumpió con su ventolera inimaginable, un verbo florido, naciente y rebelde, exhumó para siempre el viejo espectro de los acordeones. 

Entonces, el sentimiento convencional del vallenato, personificado en un labriego de abarca, azadón y sombrero o en el jinete del caballo alazán que buscaba misterios y amores en las sabanas dormidas de Patillal, debió lucir ahora un flamante vestido, ataviado de suntuosos accesorios e incontrovertible fulgor. Mientras tanto, en la Plaza Mayor de Valledupar, entre el séquito de parranderos y folcloristas, no dejaban de comentar el suceso. 

En el patio de Roberto Pavajeau, cuyos huéspedes eternos eran Escalona, el pintor Molina, Alejo y Nicolás Elías, escrutaba al derecho y al revés el prodigioso bordado semántico, tratando de descubrir la trama invisible en la magnificencia de su técnica, esa increíble puntada que teje misteriosamente el verso, como los mágicos filamentos de sarga en la vaga urdimbre del amor y la fantasía, la imaginación y el olvido. 

Aquel tradicional escenario, celoso y circunspecto, donde el canto de los gallos finos cautivos en sus guacales ceñía la nota de los acordeones, era el purgatorio del vallenato clásico, el del ‘sombrero bien alón’, el de las ‘patas bien pintá’. No obstante, el maestro Escalona concedió licencia a tan discutida novedad. 

Había sido emplazado por Evaristo Gutiérrez, padre de Gustavo, para que emitiera un concepto definitivo sobre los alcances artísticos del bohemio de la guitarra, cuyas pasiones ya eran tan concluyentes que pasaba noches enteras escribiendo y en cualquier hora del día clausuraba las ventanas y cortinas de su habitación, para simular la noche triste que lo inspiraba. Quizás, en el fondo de su corazón, don Evaristo había esperado que, en un acto de inviolable complicidad, el maestro reprobara la iniciativa de su hijo, como una coartada eficiente para blindar sus afanes de enviarlo a la Capital, de manera que, ya sin los estorbos de la música, efectuara una carrera universitaria. 

Pero, el maestro Escalona, luego de examinar como el oro fino las soluciones métricas y formas gramaticales, los abrumadores compases y la exuberancia del verso en la obra musical ofrecida al análisis, debió ser franco al responder: “Este muchacho tiene madera.

LOS FAMOSOS DE ESOS TIEMPOS

Eran los tiempos en que, siendo Valledupar una próspera provincia del viejo Magdalena Grande, las divergencias políticas e intrigas sociales se disolvían de un solo trazo mediante la suspicacia insomne de las caricaturas del pintor Molina, exhibidas entonces en los abigarrados muros y carteles del Café La Bolsa.  

En este ámbito solía hablarse de la grandeza del ‘Negro Alejo’, de la novedosa producción musical de Guillermo Buitrago, de las cumbiambas y las colitas que ejecutaba la servidumbre al rezago de las fiestas señoriales, del último duelo de juglares por la corona del rey en la tarima Francisco el Hombre, de la llegada del acordeón al puerto de Riohacha a mediados del siglo XIX, a bordo de un buque mercante alemán. 

Se evocaban, además, los embrujos del sombrero de Simón entre las ramas de un peralejo, el periplo fantasmal del Buey Mariposo sobre un palo de escoba y el malogrado velorio de Abel Antonio Villa, quien volviera campante el quinto día a levantar su propia tumba, ante el curtido espectáculo de las tantas viudas que rezaban el rosario, sin dejar de pensar en el reparto de sus bienes. 

Precisamente allí, en aquel cafetín ilustre, un día cualquiera, empezó a hablarse también, con febril asombro, sobre el hijo de Evaristo, el cantor de la concertina y del pañuelo blanco anudado al cuello. 

Su canción titulada “La espina“, auspiciada por Escalona, terminó siendo la antítesis y génesis de un descollante destino musical, colmado de rosas, romance y llovizna, de áridas quimeras y húmedas nostalgias. Entonces las heridas convalecían tan pronto como nacía un nuevo canto, y revoloteaba jubilosa una garza sobre la caprichosa espiga de los arrozales.

Como el ebrio y taciturno soñador, en el ritual del vino derramado, Gustavo padece las tristes liviandades del alma, el áspero rescoldo de la memoria consumada y los plácidos crepúsculos de una guitarra que, abandonada en la última estancia, sigue desgranando las notas que en vano espera una flor. 

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Emergiendo a tantas lobregueces, prosigue el relato. Entonces, a bordo de la camioneta del ‘Pajarito’ López y vestido de negro, por ‘camino agreste’ vuelve a Patillal. Allí está la sabana apacible, melancólica y absorta. A un costado, en la Casa Grande de Elina Molina, la fronda de girasoles y corales con sus pastoriles encantadores exhorta la mística altivez de las palmeras. Al anochecer, bajo el sigilo insondable de las estrellas, dos distraídos poetas cantan y tiemblan en sus madrigales la mirla, doblegada a los hechizos de algún acorde.

POR: FERNANDO DAZA /ESPECIAL PARA EL PILÓN.