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Columnista - 27 abril, 2015

Gabo y los López, una misma dinastía

La historia de la dinastía López y el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, está ligada estrechamente desde el momento en que Gabo llegó a La Paz a comienzos del cincuenta y encontró un caserío arrasado por la violencia. Ahí se inició una parranda que revivió el espíritu festivo del pueblo, pero más que […]

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La historia de la dinastía López y el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, está ligada estrechamente desde el momento en que Gabo llegó a La Paz a comienzos del cincuenta y encontró un caserío arrasado por la violencia. Ahí se inició una parranda que revivió el espíritu festivo del pueblo, pero más que eso, fue la integración de dos expresiones de arte gigantescas. El destino se ha encargado de que estos personajes coincidieran en un sinnúmero de encuentros que enaltecen la cultura caribeña y en especial la provinciana, los acordeones, las parrandas, los amores, el whisky y los cuentos, los mismos cuentos que le escuchaba Gabo a su abuela Tranquilina Iguarán en la casa de Aracataca y moldearon la prosa mágica para crear Macondo con todo sus componentes; “Sin lugar a dudas, creo que mis influencias, sobre todo en Colombia, son extraliterarias.

Creo que más que cualquier otro libro, lo que me abrió los ojos fue la música, los cantos vallenatos. Me llamaba la atención, sobre todo, la forma como ellos contaban, como se relataba un hecho, una historia, con mucha naturalidad. Después, cuando comencé a estudiar el romancero, encontré que era la misma estética”. Pablo y Juan López, destacados acordeoneros, conocieron a ese Gabo de lenguaje ameno y maletín al hombro que comercializaba libros por pueblos polvorientos cargados de historia, en el corazón de un mundo que parecía prefabricado para la fantasía, en el antiguo Magdalena Grande, mientras escudriñaba el mínimo detalle de cada persona con que se topaba para que ver qué podía extraerle, el mismo que dormía donde lo cogiera la noche. Luego, el heredero de su afecto fue Pablo Agustín, el gran cajero, con quien tuvo una entrañable hermandad, hasta el punto de asegurar en voz alta que sin la caja de “Pablón” no viajaría a recibir el premio en Estocolmo.

Un viaje acompañado de varios grandes de la música colombiana, cargado de anécdotas, con reyes y connotados miembros de la esfera política europea, que selló lo que jamás se rompería, un lazo invisible, un cordón umbilical.
El Vallenato ha sido el hilo conductor de esta historia envuelta en mariposas amarillas y pitos de acordeón, la de un apasionado por las letras y unos desprevenidos hacedores de música quienes fieles a su estirpe dedicaron sus vidas a gozar, a recrear sentimientos y a vivir una vida de bohemia, hasta la última parranda, igual que aquella de marzo del 1952 “Y pasó lo que tenía que pasar. Pasó que Pablo López tocó como nunca en su vida.

Al cabo del rato llegó un hombre en un burro y se le dijo: «Canta, Sabas». Y el del burro dijo: «Qué canto». Pero lo que Sabas tenía eran deseos de cantar; y cantó. Y luego cantaron todos los que fueron llegando. Y cantaron las mujeres”. Pero el que tenía deseos de tocar; y tocó, en Cartagena, 60 años después, fue Pablo Agustín, tocó la caja en honor de su amigo, para agradecerle todo lo que hizo por Colombia, en especial por convertir las tierras de nuestra región en un país único, diverso y reconocido gracias a historias sublimes, tejidas con el folclor más bello del mundo, el vallenato. @JACOBOSOLANOC

Columnista
27 abril, 2015

Gabo y los López, una misma dinastía

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jacobo Solano Cerchiaro

La historia de la dinastía López y el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, está ligada estrechamente desde el momento en que Gabo llegó a La Paz a comienzos del cincuenta y encontró un caserío arrasado por la violencia. Ahí se inició una parranda que revivió el espíritu festivo del pueblo, pero más que […]


La historia de la dinastía López y el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, está ligada estrechamente desde el momento en que Gabo llegó a La Paz a comienzos del cincuenta y encontró un caserío arrasado por la violencia. Ahí se inició una parranda que revivió el espíritu festivo del pueblo, pero más que eso, fue la integración de dos expresiones de arte gigantescas. El destino se ha encargado de que estos personajes coincidieran en un sinnúmero de encuentros que enaltecen la cultura caribeña y en especial la provinciana, los acordeones, las parrandas, los amores, el whisky y los cuentos, los mismos cuentos que le escuchaba Gabo a su abuela Tranquilina Iguarán en la casa de Aracataca y moldearon la prosa mágica para crear Macondo con todo sus componentes; “Sin lugar a dudas, creo que mis influencias, sobre todo en Colombia, son extraliterarias.

Creo que más que cualquier otro libro, lo que me abrió los ojos fue la música, los cantos vallenatos. Me llamaba la atención, sobre todo, la forma como ellos contaban, como se relataba un hecho, una historia, con mucha naturalidad. Después, cuando comencé a estudiar el romancero, encontré que era la misma estética”. Pablo y Juan López, destacados acordeoneros, conocieron a ese Gabo de lenguaje ameno y maletín al hombro que comercializaba libros por pueblos polvorientos cargados de historia, en el corazón de un mundo que parecía prefabricado para la fantasía, en el antiguo Magdalena Grande, mientras escudriñaba el mínimo detalle de cada persona con que se topaba para que ver qué podía extraerle, el mismo que dormía donde lo cogiera la noche. Luego, el heredero de su afecto fue Pablo Agustín, el gran cajero, con quien tuvo una entrañable hermandad, hasta el punto de asegurar en voz alta que sin la caja de “Pablón” no viajaría a recibir el premio en Estocolmo.

Un viaje acompañado de varios grandes de la música colombiana, cargado de anécdotas, con reyes y connotados miembros de la esfera política europea, que selló lo que jamás se rompería, un lazo invisible, un cordón umbilical.
El Vallenato ha sido el hilo conductor de esta historia envuelta en mariposas amarillas y pitos de acordeón, la de un apasionado por las letras y unos desprevenidos hacedores de música quienes fieles a su estirpe dedicaron sus vidas a gozar, a recrear sentimientos y a vivir una vida de bohemia, hasta la última parranda, igual que aquella de marzo del 1952 “Y pasó lo que tenía que pasar. Pasó que Pablo López tocó como nunca en su vida.

Al cabo del rato llegó un hombre en un burro y se le dijo: «Canta, Sabas». Y el del burro dijo: «Qué canto». Pero lo que Sabas tenía eran deseos de cantar; y cantó. Y luego cantaron todos los que fueron llegando. Y cantaron las mujeres”. Pero el que tenía deseos de tocar; y tocó, en Cartagena, 60 años después, fue Pablo Agustín, tocó la caja en honor de su amigo, para agradecerle todo lo que hizo por Colombia, en especial por convertir las tierras de nuestra región en un país único, diverso y reconocido gracias a historias sublimes, tejidas con el folclor más bello del mundo, el vallenato. @JACOBOSOLANOC