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Me alegró ver, a sus 103 años de vida, a Josefa llena de mucho vigor y entusiasmo por vivir. Se trata de Josefa Ospino Núñez, la esposa de Pastor Calderón, el hijo de Eladio Miguel López y padres de Helmis, Patricia, Pastorcito y William Calderón.
Me alegró ver, a sus 103 años de vida, a Josefa llena de mucho vigor y entusiasmo por vivir. Se trata de Josefa Ospino Núñez, la esposa de Pastor Calderón, el hijo de Eladio Miguel López y padres de Helmis, Patricia, Pastorcito y William Calderón. Natural de Tenerife (Magdalena) se radicó desde muy joven en Valledupar donde ejerció con destreza sus habilidades como enfermera, con frecuencia era requerida para tomar la presión arterial, inyectar, colocar sueros, realizar curaciones de heridas, aplicar puntos, suturas y demás servicios de enfermería, muchas veces salía en la noche y regresaba al día siguiente a casa, monitoreando los sueros a algún paciente crítico.
Este sencillo relato no fuese trascendental si no fuesen plasmados en hechos reales que marcaron en mi memoria momentos felices, pero a la vez, de amargura, dolor e impotencia. Josefa era quien nos aplicaba remedios intravenosos a través de sus inyecciones con jeringas metálicas recubiertas con vidrio y agujas de acero ligeramente desinfectadas en agua caliente y sal. Josefa era el tatequieto de cada niño; ninguno del sector permanecía indiferente ante la amenaza de alguno de nuestros padres con el fin de que hiláramos delgadito: “Si no te comportas llamo a Josefa para que te inyecte”.
Correteó a más de uno con su puntiaguda aguja, iba de casa en casa, su servicio era a domicilio, en casa de la familia que la requería. El vecindario fue su principal testigo. Por ello hoy aplaudimos esa generosa labor que sin pedir nada a cambio altruistamente, con una sonrisa entre sus labios, su cabello recogido y enlazado con un caucho sintético para abrazar su cola, su sonrisa cariñosa y sus manos sanadoras, despojaba de preocupaciones a nuestros padres al mejorar los malestares con su eficiente labor.
En mi casa correteó a July, Chede y a María Teresa, donde los Munive a Germán, Ernesto y Leo, donde los Namén a Jesús Alberto y a las Sheilas Liliana, Marlene y Beatriz, a los Carabalí, a los hijos del Cusi Molina, donde los Rumbo a Rafael, a las mellas Martínez, donde el Mono Celedón a Chacal, José Luis, Miralba y Javier, donde Lucho Araque a Pipe, Fabián y Patricia, donde los hijos de Jito Curvelo a Irán e Iván, donde los Saade a Nabsalon, Pae, Chiche y William, a Pepe Gnecco y a los hijos de Chamiro: Olga Lucía y Eduar, a Jorgito Cantillo, donde los Rivadeneira, a Edgar Cadavid, a los Penso, a los hijos de Rafael Aaron, a los Gómez Straus a Yovani y Germán Arregocés, a las hermanas Sabatino, Huguito Pitre, César Calvo, Hugo Bracho, Manolo y Ana María Espiña Palmera, a los hijos de Rosita de Núñez, Germán, Luis Carlos y Ernesto, al Nene Araújo, a los hijos de Fabio; Francho y Piano Medina y a los hijos de María Ester; Guille, Goyo, Julita, María Elisa y Liliana Guerrero Ramírez.
Recuerdo que, ardido de rabia, por el puyazo recibido, me iba detrás de ella; con dos piedras en las manos, lanzándole improperios y amenazándola con romperle el vidrio del escaparate. No era la excepción, los hijos de Lucho Araque y Susanita Barros la amenazaron con soltarle un perro bravo si entraba a inyectarlos.
En nuestra amena conversación recordó sonriente a sus amistades, se saboreó por las almojábanas de La Paz, preguntó además por sus viejas amigas, las del barrio; en especial por mis tías Sara y Carlota Morón, mi abuela Carmelita y mi madre Maricuya.
Realmente, la señora Josefa fue un crisol en nuestra niñez. Se convirtió en el hada madrina que, a través de su sapiencia, curaba nuestras enfermedades con sus milagrosas manos. Fue nuestro José Gregorio Hernández. Era natural el miedo de todo niño al puyazo, pero la destreza de sus dedos permitía que sus suaves manos hicieran que la puntiaguda aguja se deslizara en nuestras inocentes nalgas.
Qué alegría encontrarla con su memoria prodigiosa intacta, se acordó de anécdotas y del pasado, de antecedentes como el viejo peregrino que silenciosamente pasaba por cada casa en busca de pan y bebida. Era un barbón parecido a Papá Noel a quien todos le teníamos miedo, anécdotas del ayer como si hubiesen pasado hoy. Dios le conceda otros tantos años.
Por: Pedro Norberto Castro Araújo.
El Cuento de Pedro
Me alegró ver, a sus 103 años de vida, a Josefa llena de mucho vigor y entusiasmo por vivir. Se trata de Josefa Ospino Núñez, la esposa de Pastor Calderón, el hijo de Eladio Miguel López y padres de Helmis, Patricia, Pastorcito y William Calderón.
Me alegró ver, a sus 103 años de vida, a Josefa llena de mucho vigor y entusiasmo por vivir. Se trata de Josefa Ospino Núñez, la esposa de Pastor Calderón, el hijo de Eladio Miguel López y padres de Helmis, Patricia, Pastorcito y William Calderón. Natural de Tenerife (Magdalena) se radicó desde muy joven en Valledupar donde ejerció con destreza sus habilidades como enfermera, con frecuencia era requerida para tomar la presión arterial, inyectar, colocar sueros, realizar curaciones de heridas, aplicar puntos, suturas y demás servicios de enfermería, muchas veces salía en la noche y regresaba al día siguiente a casa, monitoreando los sueros a algún paciente crítico.
Este sencillo relato no fuese trascendental si no fuesen plasmados en hechos reales que marcaron en mi memoria momentos felices, pero a la vez, de amargura, dolor e impotencia. Josefa era quien nos aplicaba remedios intravenosos a través de sus inyecciones con jeringas metálicas recubiertas con vidrio y agujas de acero ligeramente desinfectadas en agua caliente y sal. Josefa era el tatequieto de cada niño; ninguno del sector permanecía indiferente ante la amenaza de alguno de nuestros padres con el fin de que hiláramos delgadito: “Si no te comportas llamo a Josefa para que te inyecte”.
Correteó a más de uno con su puntiaguda aguja, iba de casa en casa, su servicio era a domicilio, en casa de la familia que la requería. El vecindario fue su principal testigo. Por ello hoy aplaudimos esa generosa labor que sin pedir nada a cambio altruistamente, con una sonrisa entre sus labios, su cabello recogido y enlazado con un caucho sintético para abrazar su cola, su sonrisa cariñosa y sus manos sanadoras, despojaba de preocupaciones a nuestros padres al mejorar los malestares con su eficiente labor.
En mi casa correteó a July, Chede y a María Teresa, donde los Munive a Germán, Ernesto y Leo, donde los Namén a Jesús Alberto y a las Sheilas Liliana, Marlene y Beatriz, a los Carabalí, a los hijos del Cusi Molina, donde los Rumbo a Rafael, a las mellas Martínez, donde el Mono Celedón a Chacal, José Luis, Miralba y Javier, donde Lucho Araque a Pipe, Fabián y Patricia, donde los hijos de Jito Curvelo a Irán e Iván, donde los Saade a Nabsalon, Pae, Chiche y William, a Pepe Gnecco y a los hijos de Chamiro: Olga Lucía y Eduar, a Jorgito Cantillo, donde los Rivadeneira, a Edgar Cadavid, a los Penso, a los hijos de Rafael Aaron, a los Gómez Straus a Yovani y Germán Arregocés, a las hermanas Sabatino, Huguito Pitre, César Calvo, Hugo Bracho, Manolo y Ana María Espiña Palmera, a los hijos de Rosita de Núñez, Germán, Luis Carlos y Ernesto, al Nene Araújo, a los hijos de Fabio; Francho y Piano Medina y a los hijos de María Ester; Guille, Goyo, Julita, María Elisa y Liliana Guerrero Ramírez.
Recuerdo que, ardido de rabia, por el puyazo recibido, me iba detrás de ella; con dos piedras en las manos, lanzándole improperios y amenazándola con romperle el vidrio del escaparate. No era la excepción, los hijos de Lucho Araque y Susanita Barros la amenazaron con soltarle un perro bravo si entraba a inyectarlos.
En nuestra amena conversación recordó sonriente a sus amistades, se saboreó por las almojábanas de La Paz, preguntó además por sus viejas amigas, las del barrio; en especial por mis tías Sara y Carlota Morón, mi abuela Carmelita y mi madre Maricuya.
Realmente, la señora Josefa fue un crisol en nuestra niñez. Se convirtió en el hada madrina que, a través de su sapiencia, curaba nuestras enfermedades con sus milagrosas manos. Fue nuestro José Gregorio Hernández. Era natural el miedo de todo niño al puyazo, pero la destreza de sus dedos permitía que sus suaves manos hicieran que la puntiaguda aguja se deslizara en nuestras inocentes nalgas.
Qué alegría encontrarla con su memoria prodigiosa intacta, se acordó de anécdotas y del pasado, de antecedentes como el viejo peregrino que silenciosamente pasaba por cada casa en busca de pan y bebida. Era un barbón parecido a Papá Noel a quien todos le teníamos miedo, anécdotas del ayer como si hubiesen pasado hoy. Dios le conceda otros tantos años.
Por: Pedro Norberto Castro Araújo.
El Cuento de Pedro