El carnaval es el teatro de la calle, donde el actor y el espectador entre cruzan miradas y emociones en el mismo espejo, para exteriorizar su sentido de humor y de juego. El ser humano es por naturaleza un amante del juego. Es un “Homo Ludens”, en palabras del historiador holandés Johan Huizinga. En efecto, […]
El carnaval es el teatro de la calle, donde el actor y el espectador entre cruzan miradas y emociones en el mismo espejo, para exteriorizar su sentido de humor y de juego. El ser humano es por naturaleza un amante del juego. Es un “Homo Ludens”, en palabras del historiador holandés Johan Huizinga.
En efecto, el carnaval es una fiesta de disfraces y un acto que se remonta a la antigüedad. Las comunidades romanas lo celebraban en honor al dios Saturno. El carnaval es el templo más alto de la fiesta, donde emergen dos expresiones primitivas del ser humano: la música y el baile.
En Valledupar, el carnaval es solo un recuerdo. Un destello que entrelaza la alegría y la nostalgia por aquellos días de fiesta cuando las reinas cimbreaban el amoroso encanto de sus caderas y el tiempo palmoteaba la larga sinfonía de tambores y de música de viento para ahuyentar la tristeza con el coqueteo tropical de los danzantes. Alguien cantaba: la reina con sus fulgores / remolino roba al viento/ y al escuchar los tambres/ hace locos movimientos.
La alegría, alma gemela del carnaval, crecía desbordante como el mar enamorado. A una comparsa se unía el jolgorio de una carroza y la lúdica imaginación de los disfraces. El aire alucinado derramaba sobre los rostros del desfile el perfume blanco de maicena y todo parecía confundirse en oleajes de colores, emociones y ritmos musicales, y por supuesto, no faltaban las letanías con su picaresca para la crítica social, para reírse de las penas y burlarse de la muerte.
Para vencer la nostalgia por aquellos desfiles de reinas, de comparsas y de tamboras, nos queda el desfile de las piloneras. El Festival Vallenato es nuestro carnaval sin disfraces, cada grupo de piloneras lleva sus reinas, que son las bailarinas que vibran en el alma de los acordeones, de los vallenatos y de los visitantes del Festival.
Ese mágico poder de convocatoria de la música vallenata se extendió por el mapa del Municipio, al punto que cada corregimiento realiza su festival y esa es su fiesta popular, su carnaval sin disfraces. Para corroborar esta afirmación, en la población de Mariangola había baile de tambora en pretemporada de carnavales. Tamboreras como Ana Facunda Ayala y Manuela De Aguas cantaban y bailaban. Conservo en la memoria la imagen de Manuela De Aguas, también conocida como ‘Carmen Elena’, esbelta mujer morena, bailadora que con el donaire de su cintura de colibrí y sus polleras excitaba el resonar de los tambores y coreaba versos que guardaban el aroma ancestral de su raza: aquí canta el alma mía/ este tambor es mi sangre/ negro que no se entusiasme/ no es de la raza mía.
Los niños, acompañados de los hermanos mayores, íbamos los sábados, en las primeras horas de la noche, a la pretemporada de carnaval. Recuerdo que aquella mujer invitaba a su marido Lukas y a su hijo mayor a que tocaran los tambores; y ella, cual estampa de ritmo y palmoteo, iniciaba la faena de canto y baile. Cualquier noche, con larga pollera de flores y variados colores, su cuerpo parecía un arcoíris de belleza y fantasía. En arrebato de nostalgia, canto estos versos: el baile es un frenesí/ bailar yo siempre deseo/ y miren que bailo feliz/ el son del Sanguruteo. Y Lukas, respondió en estribillo: Sangurú, sangurú…Sanguruteo (bis).
El carnaval es el teatro de la calle, donde el actor y el espectador entre cruzan miradas y emociones en el mismo espejo, para exteriorizar su sentido de humor y de juego. El ser humano es por naturaleza un amante del juego. Es un “Homo Ludens”, en palabras del historiador holandés Johan Huizinga. En efecto, […]
El carnaval es el teatro de la calle, donde el actor y el espectador entre cruzan miradas y emociones en el mismo espejo, para exteriorizar su sentido de humor y de juego. El ser humano es por naturaleza un amante del juego. Es un “Homo Ludens”, en palabras del historiador holandés Johan Huizinga.
En efecto, el carnaval es una fiesta de disfraces y un acto que se remonta a la antigüedad. Las comunidades romanas lo celebraban en honor al dios Saturno. El carnaval es el templo más alto de la fiesta, donde emergen dos expresiones primitivas del ser humano: la música y el baile.
En Valledupar, el carnaval es solo un recuerdo. Un destello que entrelaza la alegría y la nostalgia por aquellos días de fiesta cuando las reinas cimbreaban el amoroso encanto de sus caderas y el tiempo palmoteaba la larga sinfonía de tambores y de música de viento para ahuyentar la tristeza con el coqueteo tropical de los danzantes. Alguien cantaba: la reina con sus fulgores / remolino roba al viento/ y al escuchar los tambres/ hace locos movimientos.
La alegría, alma gemela del carnaval, crecía desbordante como el mar enamorado. A una comparsa se unía el jolgorio de una carroza y la lúdica imaginación de los disfraces. El aire alucinado derramaba sobre los rostros del desfile el perfume blanco de maicena y todo parecía confundirse en oleajes de colores, emociones y ritmos musicales, y por supuesto, no faltaban las letanías con su picaresca para la crítica social, para reírse de las penas y burlarse de la muerte.
Para vencer la nostalgia por aquellos desfiles de reinas, de comparsas y de tamboras, nos queda el desfile de las piloneras. El Festival Vallenato es nuestro carnaval sin disfraces, cada grupo de piloneras lleva sus reinas, que son las bailarinas que vibran en el alma de los acordeones, de los vallenatos y de los visitantes del Festival.
Ese mágico poder de convocatoria de la música vallenata se extendió por el mapa del Municipio, al punto que cada corregimiento realiza su festival y esa es su fiesta popular, su carnaval sin disfraces. Para corroborar esta afirmación, en la población de Mariangola había baile de tambora en pretemporada de carnavales. Tamboreras como Ana Facunda Ayala y Manuela De Aguas cantaban y bailaban. Conservo en la memoria la imagen de Manuela De Aguas, también conocida como ‘Carmen Elena’, esbelta mujer morena, bailadora que con el donaire de su cintura de colibrí y sus polleras excitaba el resonar de los tambores y coreaba versos que guardaban el aroma ancestral de su raza: aquí canta el alma mía/ este tambor es mi sangre/ negro que no se entusiasme/ no es de la raza mía.
Los niños, acompañados de los hermanos mayores, íbamos los sábados, en las primeras horas de la noche, a la pretemporada de carnaval. Recuerdo que aquella mujer invitaba a su marido Lukas y a su hijo mayor a que tocaran los tambores; y ella, cual estampa de ritmo y palmoteo, iniciaba la faena de canto y baile. Cualquier noche, con larga pollera de flores y variados colores, su cuerpo parecía un arcoíris de belleza y fantasía. En arrebato de nostalgia, canto estos versos: el baile es un frenesí/ bailar yo siempre deseo/ y miren que bailo feliz/ el son del Sanguruteo. Y Lukas, respondió en estribillo: Sangurú, sangurú…Sanguruteo (bis).