Hablar de trata de personas en pleno siglo XXI debería estremecernos. Sin embargo, para muchos, este delito parece distante, como algo que solo ocurre en historias o en rincones del mundo donde los derechos humanos son solo un concepto vacío
Hablar de trata de personas en pleno siglo XXI debería estremecernos. Sin embargo, para muchos, este delito parece distante, como algo que solo ocurre en historias o en rincones del mundo donde los derechos humanos son solo un concepto vacío. La realidad es que la trata vive camuflada entre nosotros y, en ciertos contextos, se disfraza de oportunidades laborales.
En Colombia, la migración desde Venezuela ha generado una necesidad urgente de integrar a estas personas al mercado laboral y ofrecerles condiciones dignas. No obstante, la vulnerabilidad de los migrantes se convierte en la puerta perfecta para prácticas de explotación. Empujados por la necesidad y, a menudo, sin documentación que respalde su permanencia regular en el país, se ven obligados a aceptar cualquier trabajo, incluso aquellos que violan sus derechos básicos.
El problema de la trata de personas no se limita a los casos extremos de secuestro o transporte hacia otro país. También ocurre en escenarios más comunes, como empresas, hogares y comercios, donde se normalizan largas jornadas, la falta de contrato y el pago irrisorio. Cuando alguien se ve obligado a trabajar en estas condiciones, sin posibilidad de exigir un trato justo, estamos frente a una forma moderna de esclavitud.
Este año, en Bogotá, la Corte Suprema de Justicia confirmó la condena de una mujer que explotaba a una joven indígena en servidumbre doméstica, bajo el pretexto de una “deuda”. La víctima debía trabajar sin recibir nada a cambio para saldar esa deuda, y la Corte dejó claro que el delito de trata se configura en estos casos, donde se imponen condiciones abusivas que privan a las personas de sus derechos fundamentales.
Es fundamental entender que la trata de personas no solo afecta a migrantes o a quienes viven en pobreza extrema. Como dijo la Corte, “la marginalidad, la pobreza y la exclusión generan contextos y condiciones favorables a la cosificación de seres humanos”. Esto implica que los grupos sociales vulnerables —como mujeres, campesinos, indígenas y afrodescendientes— están expuestos a situaciones de explotación que a menudo pasan desapercibidas. Además, las empresas pueden estar involucradas sin saberlo, ya sea contratando personal a través de terceros sin verificar sus condiciones o sin atender a los derechos de sus propios trabajadores.
¿Y nosotros? Como individuos y consumidores, tenemos una responsabilidad ineludible. Aceptar servicios donde sabemos que hay explotación laboral o cerrar los ojos ante condiciones indignas solo alimenta el círculo vicioso de la trata. Este no es un problema ajeno ni abstracto; es un crimen que crece en la indiferencia. Para erradicarlo, hay que dejar de ignorarlo y empezar a cuestionar lo que vemos cada día.
Debemos reconocer que la dignidad humana no es negociable. Es hora de sacudirnos la indiferencia y comprometernos a no ser cómplices, directa o indirectamente, de prácticas que vulneren esta dignidad. Revisemos nuestras decisiones, preguntemos con curiosidad y elijamos siempre opciones que respeten los derechos de todos.
Por: Sara Montero Muleth
Hablar de trata de personas en pleno siglo XXI debería estremecernos. Sin embargo, para muchos, este delito parece distante, como algo que solo ocurre en historias o en rincones del mundo donde los derechos humanos son solo un concepto vacío
Hablar de trata de personas en pleno siglo XXI debería estremecernos. Sin embargo, para muchos, este delito parece distante, como algo que solo ocurre en historias o en rincones del mundo donde los derechos humanos son solo un concepto vacío. La realidad es que la trata vive camuflada entre nosotros y, en ciertos contextos, se disfraza de oportunidades laborales.
En Colombia, la migración desde Venezuela ha generado una necesidad urgente de integrar a estas personas al mercado laboral y ofrecerles condiciones dignas. No obstante, la vulnerabilidad de los migrantes se convierte en la puerta perfecta para prácticas de explotación. Empujados por la necesidad y, a menudo, sin documentación que respalde su permanencia regular en el país, se ven obligados a aceptar cualquier trabajo, incluso aquellos que violan sus derechos básicos.
El problema de la trata de personas no se limita a los casos extremos de secuestro o transporte hacia otro país. También ocurre en escenarios más comunes, como empresas, hogares y comercios, donde se normalizan largas jornadas, la falta de contrato y el pago irrisorio. Cuando alguien se ve obligado a trabajar en estas condiciones, sin posibilidad de exigir un trato justo, estamos frente a una forma moderna de esclavitud.
Este año, en Bogotá, la Corte Suprema de Justicia confirmó la condena de una mujer que explotaba a una joven indígena en servidumbre doméstica, bajo el pretexto de una “deuda”. La víctima debía trabajar sin recibir nada a cambio para saldar esa deuda, y la Corte dejó claro que el delito de trata se configura en estos casos, donde se imponen condiciones abusivas que privan a las personas de sus derechos fundamentales.
Es fundamental entender que la trata de personas no solo afecta a migrantes o a quienes viven en pobreza extrema. Como dijo la Corte, “la marginalidad, la pobreza y la exclusión generan contextos y condiciones favorables a la cosificación de seres humanos”. Esto implica que los grupos sociales vulnerables —como mujeres, campesinos, indígenas y afrodescendientes— están expuestos a situaciones de explotación que a menudo pasan desapercibidas. Además, las empresas pueden estar involucradas sin saberlo, ya sea contratando personal a través de terceros sin verificar sus condiciones o sin atender a los derechos de sus propios trabajadores.
¿Y nosotros? Como individuos y consumidores, tenemos una responsabilidad ineludible. Aceptar servicios donde sabemos que hay explotación laboral o cerrar los ojos ante condiciones indignas solo alimenta el círculo vicioso de la trata. Este no es un problema ajeno ni abstracto; es un crimen que crece en la indiferencia. Para erradicarlo, hay que dejar de ignorarlo y empezar a cuestionar lo que vemos cada día.
Debemos reconocer que la dignidad humana no es negociable. Es hora de sacudirnos la indiferencia y comprometernos a no ser cómplices, directa o indirectamente, de prácticas que vulneren esta dignidad. Revisemos nuestras decisiones, preguntemos con curiosidad y elijamos siempre opciones que respeten los derechos de todos.
Por: Sara Montero Muleth