Con este rimbombante nombre se conoce a las personas que tienen como oficio llorar a los muertos ajenos, a cambio de cualquier dadiva, es una actividad que viene de tiempos inmemorables, algunos ubican su origen en África, otros en Europa, cuando personas adineradas pagaban a otros, ajenos a su círculo familiar, para que lloraran a […]
Con este rimbombante nombre se conoce a las personas que tienen como oficio llorar a los muertos ajenos, a cambio de cualquier dadiva, es una actividad que viene de tiempos inmemorables, algunos ubican su origen en África, otros en Europa, cuando personas adineradas pagaban a otros, ajenos a su círculo familiar, para que lloraran a sus muertos.
También son conocidas como plañideras o rezandero de difunto, ellos tenían mucha actividad en tiempos pasados, era común que los dolientes que velaban a sus muertos y hacían novenario en sus casas, los contrataran para amenizar las nueve noches, era todo un espectáculo, allí se reunía toda la gente de la población o del barrio si el velatorio era en una ciudad; se encontraban los amantes fortuitos, se daban cita los novios, se hablaba de política, del vecino, del cantante, del acordeonero, del disco de moda, de la esposa infiel, de la mala situación, del vecino, del festival o el carnaval, se hablaba de todo menos del difunto.
Se pasaba una velada agradable, jugando dominó o barajas, el licor era compañero permanente se tomaba café, brindaban galletas acompañado de chocolate, la risa era remedio infalible escuchando a los cuenta chistes, que existían de profesión para estos evento, en Valledupar es famoso el nombre de ‘El Negro Velorio’, contrastaba la alegría de los acompañantes, con el negro riguroso y dolor de los dolientes, el plañidero en medio del llanto resaltaba la personalidad y hechos íntimos o importantes del difunto.
El velatorio en funerarias ha acabado con esta gente que iba de pueblo en pueblo a lamentarse por los muertos ajenos.
De esta especie en extinción conocimos a Carlos Enrique Núñez, de 70 años, llegó a Valledupar procedente de su tierra, Magangué, muy niño aprendió esta actividad viendo a sus padres, se volvió errante a muy temprana edad, jamás volvió a su pueblo.
Trabajador de un pequeño restaurante como mesero, el comensal se sentía agradado por la afabilidad, jocosidad, alegría y atención del jovial anfitrión.
Núñez alternaba su trabajo de mesero con el de escultor de honras fúnebres en el Cementerio Nuevo de Valledupar, iba todas las tardes después de la una, rezaba, limpiaba las tumbas, las pintaba, por una suma de dinero cómoda, decía que iba a consolar con rezos y llanto a las animas abandonadas, para dramatizar el dolor simulaba privarse a cambio de una bonificación extra, inclusive dice la dueña del restaurante donde laboraba, que les llevaba comida.
Esta historia fue conocida por un periodista quien elaboró una crónica con sus vivencias y la musicalizó con canciones adecuadas a su trabajo con los muertos ‘Nadie es eterno’, ‘La muerte de Abel Antonio’, ‘Los entierros de mi pobre gente pobre’.
La crónica se transmitió por radio Guatapurí, Carlos Enrique la escuchó, se sintió feliz, contento e importante, comentó que ahora si le estaban dando importancia a su labor, pero la alegría le afectó el corazón, fue llevado al hospital donde murió, hoy acompaña a las ánimas abandonadas que él tanto consolaba.
Por Celso Guerra Gutiérrez
Con este rimbombante nombre se conoce a las personas que tienen como oficio llorar a los muertos ajenos, a cambio de cualquier dadiva, es una actividad que viene de tiempos inmemorables, algunos ubican su origen en África, otros en Europa, cuando personas adineradas pagaban a otros, ajenos a su círculo familiar, para que lloraran a […]
Con este rimbombante nombre se conoce a las personas que tienen como oficio llorar a los muertos ajenos, a cambio de cualquier dadiva, es una actividad que viene de tiempos inmemorables, algunos ubican su origen en África, otros en Europa, cuando personas adineradas pagaban a otros, ajenos a su círculo familiar, para que lloraran a sus muertos.
También son conocidas como plañideras o rezandero de difunto, ellos tenían mucha actividad en tiempos pasados, era común que los dolientes que velaban a sus muertos y hacían novenario en sus casas, los contrataran para amenizar las nueve noches, era todo un espectáculo, allí se reunía toda la gente de la población o del barrio si el velatorio era en una ciudad; se encontraban los amantes fortuitos, se daban cita los novios, se hablaba de política, del vecino, del cantante, del acordeonero, del disco de moda, de la esposa infiel, de la mala situación, del vecino, del festival o el carnaval, se hablaba de todo menos del difunto.
Se pasaba una velada agradable, jugando dominó o barajas, el licor era compañero permanente se tomaba café, brindaban galletas acompañado de chocolate, la risa era remedio infalible escuchando a los cuenta chistes, que existían de profesión para estos evento, en Valledupar es famoso el nombre de ‘El Negro Velorio’, contrastaba la alegría de los acompañantes, con el negro riguroso y dolor de los dolientes, el plañidero en medio del llanto resaltaba la personalidad y hechos íntimos o importantes del difunto.
El velatorio en funerarias ha acabado con esta gente que iba de pueblo en pueblo a lamentarse por los muertos ajenos.
De esta especie en extinción conocimos a Carlos Enrique Núñez, de 70 años, llegó a Valledupar procedente de su tierra, Magangué, muy niño aprendió esta actividad viendo a sus padres, se volvió errante a muy temprana edad, jamás volvió a su pueblo.
Trabajador de un pequeño restaurante como mesero, el comensal se sentía agradado por la afabilidad, jocosidad, alegría y atención del jovial anfitrión.
Núñez alternaba su trabajo de mesero con el de escultor de honras fúnebres en el Cementerio Nuevo de Valledupar, iba todas las tardes después de la una, rezaba, limpiaba las tumbas, las pintaba, por una suma de dinero cómoda, decía que iba a consolar con rezos y llanto a las animas abandonadas, para dramatizar el dolor simulaba privarse a cambio de una bonificación extra, inclusive dice la dueña del restaurante donde laboraba, que les llevaba comida.
Esta historia fue conocida por un periodista quien elaboró una crónica con sus vivencias y la musicalizó con canciones adecuadas a su trabajo con los muertos ‘Nadie es eterno’, ‘La muerte de Abel Antonio’, ‘Los entierros de mi pobre gente pobre’.
La crónica se transmitió por radio Guatapurí, Carlos Enrique la escuchó, se sintió feliz, contento e importante, comentó que ahora si le estaban dando importancia a su labor, pero la alegría le afectó el corazón, fue llevado al hospital donde murió, hoy acompaña a las ánimas abandonadas que él tanto consolaba.
Por Celso Guerra Gutiérrez