Es común que en tiempos difíciles como el que está afrontando la humanidad, los seres humanos se aferren a la esperanza y a las oraciones como único medio para, en medio del sufrimiento, poder encontrar un soporte un tanto divino que los conduzca a un destino final más próspero y placentero en medio de las […]
Es común que en tiempos difíciles como el que está afrontando la humanidad, los seres humanos se aferren a la esperanza y a las oraciones como único medio para, en medio del sufrimiento, poder encontrar un soporte un tanto divino que los conduzca a un destino final más próspero y placentero en medio de las atribulaciones, el dolor y la orfandad generada por el nuevo coronavirus, pero irremediablemente hemos llegado al punto en donde el desespero y la desilusión forman parte de nuestro diario vivir.
Debo considerar entonces que Goethe tenía razón cuando decía que: “La esperanza es la segunda alma del desdichado”. Interpretando desde luego la felicidad como el punto de llegada y no de partida. Aquel punto supremo, ese estado emocional adonde el ser humano ha logrado llegar después de conjurar una serie de situaciones complejas, llenas de dificultades en la vida que lo han llevado a vencer la adversidad, minimizar aquellas necesidades básicas que rodean su entorno para brindarle un lugar de regocijo espiritual, material, familiar, sensitivo y afectivo. Una sensación de bienestar que le genera la obtención de ciertos logros, propósitos y metas trazadas a lo largo de los años. Sería lo ideal, lo soñado, el paraíso reclamado.
Pero en la actualidad, con la presencia de esta pandemia universal, es común encontrar a muchos amigos y familiares bordear los límites de esa delgada línea divisoria entre la esperanza y la desesperanza, entre la ilusión y el desconsuelo. Encontramos como elementos de causalidad el temor a enfermarse o morir, el hambre generada por el desempleo, la pérdida irreparable de seres queridos, tener en muchos casos la soledad como su fiel compañera y algunos han experimentado la sensación de sentirse abandonados en cierta forma por el estado desde épocas inmemoriales. Estas, entre otras causas, han ido minando la confianza en tener un futuro mejor o en simplemente poder vivirlo, ilusiones que se van perdiendo con el transcurrir de los días, pero que lo tiran a la calle a trabajar, a rebuscarse porque tiene que producir para sobrevivir, aún a riesgo de contagiarse con el mortal virus.
El filósofo y teólogo danés Soren Kierkegaard, considerado el padre del existencialismo, describió la desesperación como: “La pérdida total de esperanzas, inclusive de morir”. Este es precisamente el punto donde no se puede llegar. El hombre puede perderlo todo: dinero, casa, carro, amor e inclusive la salud, pero la esperanza jamás. Ella te arropa, te pechicha, te ilusiona y te mantiene viva la fe; observando la ventana diáfana del optimismo que te muestra en el horizonte la manera de vencer la adversidad. Por tal razón, los colombianos debemos seguir pensando que la esperanza es lo último que se debe perder en medio de esta nebulosa de incertidumbre y estancamiento.
Esperanza o desespero, vencer el miedo o morir sumergido en la indiferencia y el olvido. Luchar y persistir a través del tiempo para alcanzar la meta trazada, pensar que siempre habrá una gran solución para ese gran problema, porque en medio de la tristeza y la incertidumbre del ayer, emergerá con más fuerza y vigor un mañana renovado y lleno de optimismo y grandes oportunidades para levantarnos. El futuro es nuestro, enterremos el miedo y el temor para poder emerger como lo que somos: una gran nación, llena de grandes hombres. La fe y la esperanza por delante.
Es común que en tiempos difíciles como el que está afrontando la humanidad, los seres humanos se aferren a la esperanza y a las oraciones como único medio para, en medio del sufrimiento, poder encontrar un soporte un tanto divino que los conduzca a un destino final más próspero y placentero en medio de las […]
Es común que en tiempos difíciles como el que está afrontando la humanidad, los seres humanos se aferren a la esperanza y a las oraciones como único medio para, en medio del sufrimiento, poder encontrar un soporte un tanto divino que los conduzca a un destino final más próspero y placentero en medio de las atribulaciones, el dolor y la orfandad generada por el nuevo coronavirus, pero irremediablemente hemos llegado al punto en donde el desespero y la desilusión forman parte de nuestro diario vivir.
Debo considerar entonces que Goethe tenía razón cuando decía que: “La esperanza es la segunda alma del desdichado”. Interpretando desde luego la felicidad como el punto de llegada y no de partida. Aquel punto supremo, ese estado emocional adonde el ser humano ha logrado llegar después de conjurar una serie de situaciones complejas, llenas de dificultades en la vida que lo han llevado a vencer la adversidad, minimizar aquellas necesidades básicas que rodean su entorno para brindarle un lugar de regocijo espiritual, material, familiar, sensitivo y afectivo. Una sensación de bienestar que le genera la obtención de ciertos logros, propósitos y metas trazadas a lo largo de los años. Sería lo ideal, lo soñado, el paraíso reclamado.
Pero en la actualidad, con la presencia de esta pandemia universal, es común encontrar a muchos amigos y familiares bordear los límites de esa delgada línea divisoria entre la esperanza y la desesperanza, entre la ilusión y el desconsuelo. Encontramos como elementos de causalidad el temor a enfermarse o morir, el hambre generada por el desempleo, la pérdida irreparable de seres queridos, tener en muchos casos la soledad como su fiel compañera y algunos han experimentado la sensación de sentirse abandonados en cierta forma por el estado desde épocas inmemoriales. Estas, entre otras causas, han ido minando la confianza en tener un futuro mejor o en simplemente poder vivirlo, ilusiones que se van perdiendo con el transcurrir de los días, pero que lo tiran a la calle a trabajar, a rebuscarse porque tiene que producir para sobrevivir, aún a riesgo de contagiarse con el mortal virus.
El filósofo y teólogo danés Soren Kierkegaard, considerado el padre del existencialismo, describió la desesperación como: “La pérdida total de esperanzas, inclusive de morir”. Este es precisamente el punto donde no se puede llegar. El hombre puede perderlo todo: dinero, casa, carro, amor e inclusive la salud, pero la esperanza jamás. Ella te arropa, te pechicha, te ilusiona y te mantiene viva la fe; observando la ventana diáfana del optimismo que te muestra en el horizonte la manera de vencer la adversidad. Por tal razón, los colombianos debemos seguir pensando que la esperanza es lo último que se debe perder en medio de esta nebulosa de incertidumbre y estancamiento.
Esperanza o desespero, vencer el miedo o morir sumergido en la indiferencia y el olvido. Luchar y persistir a través del tiempo para alcanzar la meta trazada, pensar que siempre habrá una gran solución para ese gran problema, porque en medio de la tristeza y la incertidumbre del ayer, emergerá con más fuerza y vigor un mañana renovado y lleno de optimismo y grandes oportunidades para levantarnos. El futuro es nuestro, enterremos el miedo y el temor para poder emerger como lo que somos: una gran nación, llena de grandes hombres. La fe y la esperanza por delante.