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Columnista - 21 julio, 2019

Enrique Gómez Hurtado

“…un personaje propio del renacimiento. Ecuménico en sus conocimientos y en sus propósitos, de mirada larga, de conocedor y hacedor de historia…”. Son palabras de Enrique Gómez en el aniversario del magnicidio de su hermano, pero bien podrían ser de Álvaro refiriéndose a su hermano Enrique. Difícil diferenciar entre dos hermanos e hijos del siglo […]

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“…un personaje propio del renacimiento. Ecuménico en sus conocimientos y en sus propósitos, de mirada larga, de conocedor y hacedor de historia…”. Son palabras de Enrique Gómez en el aniversario del magnicidio de su hermano, pero bien podrían ser de Álvaro refiriéndose a su hermano Enrique.

Difícil diferenciar entre dos hermanos e hijos del siglo XX, que bebieron del ambiente cultural de su familia, herederos de la brillantez y verticalidad de Laureano, pero también de sus estigmas: del político conservador más relevante del siglo XX, fundador de El Siglo y firmante del Pacto de Sitges con Alberto Lleras, pero también de quien la narrativa de sectores liberales y de izquierda le ha endilgado las culpas de “La Violencia”; del genio que era y del monstruo que le inventaron.

Álvaro, más protagónico; Enrique, más reservado pero también combativo. Álvaro, más “abierto” si se quiere; Enrique, discreto en el hablar y en el trato, pero ambos impecables en “el ser”; un “caballero”, calificativo que hoy es rareza y que era una impronta de Enrique Gómez, una marca de familia.

Ambos, Álvaro y Enrique, defendieron las ideas conservadoras en las que se fraguó nuestra nacionalidad, las mismas que hoy se tildan de “reaccionarias” y hasta fascistas, porque defender la vida y la familia es anticuado; promover la seguridad, el orden y la disciplina social es sospechosa actitud de una extrema derecha peligrosa; la religiosidad manifiesta y coherente resulta vergonzante, al civismo se opone la viveza y a la honorabilidad el “todo vale”.

Ambos asumieron la tradición familiar del periodismo, que desempeñaron con la profundidad y altura que eran muy suyas; y ambos también, entregaron a las nuevas generaciones, desde la cátedra universitaria, todo su acervo de cultura y conocimientos. Yo, sin haber sido su alumno, recibí de Enrique un legado de valores y enseñanzas que han guiado buena parte de mis motivaciones.

Acaba de morir Enrique, y no salgo de la impresión de haber estado con él horas antes de su último suspiro; de haber compartido sus últimos balbuceos y hasta de habernos tomado una foto que conservaré con respeto por su memoria.

Miles de recuerdos de Enrique me atropellan en su partida. Él y María Ángela fueron compañeros inseparables de mis padres. Con él tejió mi padre una entrañable amistad y fue compañero de largas tertulias, unidos por la política y la vasta cultura que cultivaron. Y claro, por dos españolas que les alegraron la vida.

En sus últimos años, Enrique se empeñó en no dejar en la impunidad el asesinato de su hermano. A quienes estuvimos cerca de ese drama nos queda la indignación de que el país todavía no sepa o no quiera saber ¿Por qué lo mataron?, como tituló su último libro. Bien sabía Enrique por qué lo hicieron, y ya lo estará conversando con su hermano del alma. Paz en su tumba.

Columnista
21 julio, 2019

Enrique Gómez Hurtado

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Félix Lafaurie Rivera

“…un personaje propio del renacimiento. Ecuménico en sus conocimientos y en sus propósitos, de mirada larga, de conocedor y hacedor de historia…”. Son palabras de Enrique Gómez en el aniversario del magnicidio de su hermano, pero bien podrían ser de Álvaro refiriéndose a su hermano Enrique. Difícil diferenciar entre dos hermanos e hijos del siglo […]


“…un personaje propio del renacimiento. Ecuménico en sus conocimientos y en sus propósitos, de mirada larga, de conocedor y hacedor de historia…”. Son palabras de Enrique Gómez en el aniversario del magnicidio de su hermano, pero bien podrían ser de Álvaro refiriéndose a su hermano Enrique.

Difícil diferenciar entre dos hermanos e hijos del siglo XX, que bebieron del ambiente cultural de su familia, herederos de la brillantez y verticalidad de Laureano, pero también de sus estigmas: del político conservador más relevante del siglo XX, fundador de El Siglo y firmante del Pacto de Sitges con Alberto Lleras, pero también de quien la narrativa de sectores liberales y de izquierda le ha endilgado las culpas de “La Violencia”; del genio que era y del monstruo que le inventaron.

Álvaro, más protagónico; Enrique, más reservado pero también combativo. Álvaro, más “abierto” si se quiere; Enrique, discreto en el hablar y en el trato, pero ambos impecables en “el ser”; un “caballero”, calificativo que hoy es rareza y que era una impronta de Enrique Gómez, una marca de familia.

Ambos, Álvaro y Enrique, defendieron las ideas conservadoras en las que se fraguó nuestra nacionalidad, las mismas que hoy se tildan de “reaccionarias” y hasta fascistas, porque defender la vida y la familia es anticuado; promover la seguridad, el orden y la disciplina social es sospechosa actitud de una extrema derecha peligrosa; la religiosidad manifiesta y coherente resulta vergonzante, al civismo se opone la viveza y a la honorabilidad el “todo vale”.

Ambos asumieron la tradición familiar del periodismo, que desempeñaron con la profundidad y altura que eran muy suyas; y ambos también, entregaron a las nuevas generaciones, desde la cátedra universitaria, todo su acervo de cultura y conocimientos. Yo, sin haber sido su alumno, recibí de Enrique un legado de valores y enseñanzas que han guiado buena parte de mis motivaciones.

Acaba de morir Enrique, y no salgo de la impresión de haber estado con él horas antes de su último suspiro; de haber compartido sus últimos balbuceos y hasta de habernos tomado una foto que conservaré con respeto por su memoria.

Miles de recuerdos de Enrique me atropellan en su partida. Él y María Ángela fueron compañeros inseparables de mis padres. Con él tejió mi padre una entrañable amistad y fue compañero de largas tertulias, unidos por la política y la vasta cultura que cultivaron. Y claro, por dos españolas que les alegraron la vida.

En sus últimos años, Enrique se empeñó en no dejar en la impunidad el asesinato de su hermano. A quienes estuvimos cerca de ese drama nos queda la indignación de que el país todavía no sepa o no quiera saber ¿Por qué lo mataron?, como tituló su último libro. Bien sabía Enrique por qué lo hicieron, y ya lo estará conversando con su hermano del alma. Paz en su tumba.