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Columnista - 19 marzo, 2011

El vallenato de abajo hacia arriba

LA TROJA Por Julio Oñate Martínez En el desarrollo y evolución de la música hoy conocida como vallenata encontramos situaciones bastante curiosas que tienen que ver con la condición social de los protagonistas que fueron destacándose en sus diferentes épocas. Desde los comienzos de nuestra historia musical, el acordeón como una constante lo encontramos asociado […]

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LA TROJA

Por Julio Oñate Martínez

En el desarrollo y evolución de la música hoy conocida como vallenata encontramos situaciones bastante curiosas que tienen que ver con la condición social de los protagonistas que fueron destacándose en sus diferentes épocas.
Desde los comienzos de nuestra historia musical, el acordeón como una constante lo encontramos asociado al licor por el carácter fiestero de este instrumento, siempre en manos de bohemios, aventureros, mujeriegos y borrachines surgidos de los estratos más bajos de la población. Fueron personajes que dejaron los corrales, las veredas, y la zona rural para llegar a los poblados y centros urbanos  en busca de aventura y obtener algún reconocimiento, a través de una música que inicialmente produjo el rechazo y la censura de los círculos de nivel social más alto y económico. En una palabra, la élite no aceptaba este nuevo invento por pernicioso y perturbador.
Esa imagen negativa del músico borracho amanecido en un andén en condiciones deplorables era el ejemplo que los padres le señalaban a los hijos con el ánimo de alejarlos del acordeón, prohibiéndoles además que estudiaran música ante sus inclinaciones por ir al Conservatorio. Esto quizás nos ayuda a comprender  el porqué aquellas figuras notables del vallenato surgidas de la alcurnia provinciana a partir de 1940 se inclinaron por la composición desdeñando los ‘Guacamayos’ y ‘Morunos’  como fueron los casos de  Tobías  Enrique Pumarejo que estudió  su bachillerato en Medellín, Rafael Escalona el ‘casi’ bachiller del Liceo Celedón de Santa Marta, ‘Chema’ Gómez, el odontólogo graduado en Bogotá y un poco más adelante ya de extracción más popular, Armando Zabaleta, Esteban Montaño, Leandro Días y Adolfo Pacheco.
Pero ya al comenzar la década del 50 aparece un grupo de personajes que blandiendo el acordeón como la espada de aquellos caballeros andantes de la época medieval y pregonando su música regional, comenzaron a hacerse notar a través de los medios, eventos sociales, fiestas patronales y larguísimas parrandas que consiguieron permear los niveles medianos de la sociedad logrando darle un poco de estatus al instrumento anteriormente descalificado. Esto fue posible gracias a las calidades humanas y artísticas de estos personajes, todos ellos de vocación campesina, pero nacidos en el seno de familias con una vieja tradición musical ligada al acordeón. Es donde comienzan a destacarse Alejandro Durán, Luis Enrique Martínez, Andrés Landero y Abel Antonio Villa, criticado por sus colegas como ‘El Negro pretencioso’ del acordeón, por estar siempre  codeándose con gente de ‘la alta’ en cualquier sitio donde llegase.
Un poco más adelante, al iniciarse los años 60  en la senda que abrieron estos colonizadores musicales aparecen otros virtuosos que fácilmente conquistaron el sentimiento popular como fueron Calixto Ochoa, Aníbal Velázquez, Alfredo Gutiérrez y Colacho Mendoza, los demás llegaron después.
Es la época en que familias aristocráticas de nuestra sociedad como los Pavajeau y los Pumarejo, aquí en Valledupar, introdujeron contra cualquier censura el acordeón en los clubes sociales, e hidalgos caballeros como el maestro Escalona deslumbraron con el mágico y cautivador folclor vallenato a la élite capitalina logrando llevarlo hasta el Palacio Presidencial, donde fue aceptado, aclamado y hoy reconocido como la mayor riqueza musical que tiene Colombia.
Bendito sea el folclor vallenato.

Columnista
19 marzo, 2011

El vallenato de abajo hacia arriba

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Julio C. Oñate M.

LA TROJA Por Julio Oñate Martínez En el desarrollo y evolución de la música hoy conocida como vallenata encontramos situaciones bastante curiosas que tienen que ver con la condición social de los protagonistas que fueron destacándose en sus diferentes épocas. Desde los comienzos de nuestra historia musical, el acordeón como una constante lo encontramos asociado […]


LA TROJA

Por Julio Oñate Martínez

En el desarrollo y evolución de la música hoy conocida como vallenata encontramos situaciones bastante curiosas que tienen que ver con la condición social de los protagonistas que fueron destacándose en sus diferentes épocas.
Desde los comienzos de nuestra historia musical, el acordeón como una constante lo encontramos asociado al licor por el carácter fiestero de este instrumento, siempre en manos de bohemios, aventureros, mujeriegos y borrachines surgidos de los estratos más bajos de la población. Fueron personajes que dejaron los corrales, las veredas, y la zona rural para llegar a los poblados y centros urbanos  en busca de aventura y obtener algún reconocimiento, a través de una música que inicialmente produjo el rechazo y la censura de los círculos de nivel social más alto y económico. En una palabra, la élite no aceptaba este nuevo invento por pernicioso y perturbador.
Esa imagen negativa del músico borracho amanecido en un andén en condiciones deplorables era el ejemplo que los padres le señalaban a los hijos con el ánimo de alejarlos del acordeón, prohibiéndoles además que estudiaran música ante sus inclinaciones por ir al Conservatorio. Esto quizás nos ayuda a comprender  el porqué aquellas figuras notables del vallenato surgidas de la alcurnia provinciana a partir de 1940 se inclinaron por la composición desdeñando los ‘Guacamayos’ y ‘Morunos’  como fueron los casos de  Tobías  Enrique Pumarejo que estudió  su bachillerato en Medellín, Rafael Escalona el ‘casi’ bachiller del Liceo Celedón de Santa Marta, ‘Chema’ Gómez, el odontólogo graduado en Bogotá y un poco más adelante ya de extracción más popular, Armando Zabaleta, Esteban Montaño, Leandro Días y Adolfo Pacheco.
Pero ya al comenzar la década del 50 aparece un grupo de personajes que blandiendo el acordeón como la espada de aquellos caballeros andantes de la época medieval y pregonando su música regional, comenzaron a hacerse notar a través de los medios, eventos sociales, fiestas patronales y larguísimas parrandas que consiguieron permear los niveles medianos de la sociedad logrando darle un poco de estatus al instrumento anteriormente descalificado. Esto fue posible gracias a las calidades humanas y artísticas de estos personajes, todos ellos de vocación campesina, pero nacidos en el seno de familias con una vieja tradición musical ligada al acordeón. Es donde comienzan a destacarse Alejandro Durán, Luis Enrique Martínez, Andrés Landero y Abel Antonio Villa, criticado por sus colegas como ‘El Negro pretencioso’ del acordeón, por estar siempre  codeándose con gente de ‘la alta’ en cualquier sitio donde llegase.
Un poco más adelante, al iniciarse los años 60  en la senda que abrieron estos colonizadores musicales aparecen otros virtuosos que fácilmente conquistaron el sentimiento popular como fueron Calixto Ochoa, Aníbal Velázquez, Alfredo Gutiérrez y Colacho Mendoza, los demás llegaron después.
Es la época en que familias aristocráticas de nuestra sociedad como los Pavajeau y los Pumarejo, aquí en Valledupar, introdujeron contra cualquier censura el acordeón en los clubes sociales, e hidalgos caballeros como el maestro Escalona deslumbraron con el mágico y cautivador folclor vallenato a la élite capitalina logrando llevarlo hasta el Palacio Presidencial, donde fue aceptado, aclamado y hoy reconocido como la mayor riqueza musical que tiene Colombia.
Bendito sea el folclor vallenato.