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Columnista - 19 abril, 2015

El Valle, la gente, la felicidad

A la policía parecía no interesarle los que transitaban en carros nuevos, pero sospechaban, detenían y revisaban a todos los que nos veíamos obligados a tomar los carros viejos del transporte pirata intermunicipal para desplazarnos hasta la capital del Cesar para cumplir con las obligaciones requeridas por El Sistema; lo que me parecía una contradicción […]

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A la policía parecía no interesarle los que transitaban en carros nuevos, pero sospechaban, detenían y revisaban a todos los que nos veíamos obligados a tomar los carros viejos del transporte pirata intermunicipal para desplazarnos hasta la capital del Cesar para cumplir con las obligaciones requeridas por El Sistema; lo que me parecía una contradicción porque un pez gordo no cabría en una lata de sardinas.

La carretera se acabó despacio, lo primero en desvanecerse fueron sus olores, luego la temperatura subió considerablemente. Del lado de afuera de la ventana se explayaba una ciudad llena de round-points, decorada con esculturas monumentales que la gente poco se detenía a mirar. Al llegar al epicentro, sombras de pequeños edificios protegían del sol a calles estrechas. Exaltación y ansiedad alimentaban árboles que se extendían hacia el espacio, como vigilantes asignados a ese pedazo de tierra con los zapatos sembrados a su garita. Las calles, callejones, andenes, almacenes y supermercados, estaban repletos de gente que miraba, se antojaba y compraba; gente que había llegado por tierra para ir a desembolsar a ese lugar.

Gente que había estado esperando ese momento, gente con aliento suficiente para subsistir al calor que intentaba evaporarlos. Gente que coronó una plata y quería festejar, gente que no sabía por qué hacía lo que hacía pero que disfrutaba al imitar a sus congéneres. Gente programada por temporadas para gastar, gente que sufría y gozaba. Gente que no necesitaba una excusa para emborracharse y pelear, gente que tenía que hacer una llamada de minutos callejeros al pueblo de su mamá, para contarle el precio que consiguió por ese escaparate que lucirá apretado en la diminuta habitación, junto a la hamaca de la octogenaria: “Costaba 250, pero logré que me lo dejaran en 220. Eso sí, nos toca a nosotros pagar la carrera de la camioneta que lo lleva hasta allá. Me dijo que me cobraba 25… Si señora”.

Las portadas de las revistas, las páginas de los diarios, las pantallas de los televisores, las vallas, los mostradores de los almacenes, las góndolas de los supermercados y los toldos tendidos sobre las aceras, estaban llenos de provocaciones quiméricas. Extranjeros, costeños, cachacos, rebuscadores, con unos pesos que alcanzaban para comprar lo justo para mantener la promesa de la felicidad, la ilusión de vivir sin mirar hacia la periferia de su mismo núcleo, en donde subsistían cientos, miles de personas consideradas como gente parte de otra gente. Gente que de poder hacerlo gastaría igual que ellos, pero que no tenía para comprar ni lo más barato de la pacotilla china que invadía el comercio popular. Gente que debía escarbar entre la urbe la comida que le pellizcaba al diario. Gente a quien la publicidad contaba historias de un mundo tan inverosímil como el de la religión. Gente que quería participar en las celebraciones colectivas, pero que no podía porque cada mañana tenía que levantarse antes que el sol (aunque la noche anterior hubiera tenido que irse a dormir con el estómago vacío). Gente que sólo podía ver el periódico metido en un plástico, colgando en los semáforos o detrás de una vitrina. Gente que padecía los escándalos de nuestra economía y política, pero cuya opinión no importaba porque su voto costaría poca plata en las próximas elecciones.

Columnista
19 abril, 2015

El Valle, la gente, la felicidad

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jarol Ferreira

A la policía parecía no interesarle los que transitaban en carros nuevos, pero sospechaban, detenían y revisaban a todos los que nos veíamos obligados a tomar los carros viejos del transporte pirata intermunicipal para desplazarnos hasta la capital del Cesar para cumplir con las obligaciones requeridas por El Sistema; lo que me parecía una contradicción […]


A la policía parecía no interesarle los que transitaban en carros nuevos, pero sospechaban, detenían y revisaban a todos los que nos veíamos obligados a tomar los carros viejos del transporte pirata intermunicipal para desplazarnos hasta la capital del Cesar para cumplir con las obligaciones requeridas por El Sistema; lo que me parecía una contradicción porque un pez gordo no cabría en una lata de sardinas.

La carretera se acabó despacio, lo primero en desvanecerse fueron sus olores, luego la temperatura subió considerablemente. Del lado de afuera de la ventana se explayaba una ciudad llena de round-points, decorada con esculturas monumentales que la gente poco se detenía a mirar. Al llegar al epicentro, sombras de pequeños edificios protegían del sol a calles estrechas. Exaltación y ansiedad alimentaban árboles que se extendían hacia el espacio, como vigilantes asignados a ese pedazo de tierra con los zapatos sembrados a su garita. Las calles, callejones, andenes, almacenes y supermercados, estaban repletos de gente que miraba, se antojaba y compraba; gente que había llegado por tierra para ir a desembolsar a ese lugar.

Gente que había estado esperando ese momento, gente con aliento suficiente para subsistir al calor que intentaba evaporarlos. Gente que coronó una plata y quería festejar, gente que no sabía por qué hacía lo que hacía pero que disfrutaba al imitar a sus congéneres. Gente programada por temporadas para gastar, gente que sufría y gozaba. Gente que no necesitaba una excusa para emborracharse y pelear, gente que tenía que hacer una llamada de minutos callejeros al pueblo de su mamá, para contarle el precio que consiguió por ese escaparate que lucirá apretado en la diminuta habitación, junto a la hamaca de la octogenaria: “Costaba 250, pero logré que me lo dejaran en 220. Eso sí, nos toca a nosotros pagar la carrera de la camioneta que lo lleva hasta allá. Me dijo que me cobraba 25… Si señora”.

Las portadas de las revistas, las páginas de los diarios, las pantallas de los televisores, las vallas, los mostradores de los almacenes, las góndolas de los supermercados y los toldos tendidos sobre las aceras, estaban llenos de provocaciones quiméricas. Extranjeros, costeños, cachacos, rebuscadores, con unos pesos que alcanzaban para comprar lo justo para mantener la promesa de la felicidad, la ilusión de vivir sin mirar hacia la periferia de su mismo núcleo, en donde subsistían cientos, miles de personas consideradas como gente parte de otra gente. Gente que de poder hacerlo gastaría igual que ellos, pero que no tenía para comprar ni lo más barato de la pacotilla china que invadía el comercio popular. Gente que debía escarbar entre la urbe la comida que le pellizcaba al diario. Gente a quien la publicidad contaba historias de un mundo tan inverosímil como el de la religión. Gente que quería participar en las celebraciones colectivas, pero que no podía porque cada mañana tenía que levantarse antes que el sol (aunque la noche anterior hubiera tenido que irse a dormir con el estómago vacío). Gente que sólo podía ver el periódico metido en un plástico, colgando en los semáforos o detrás de una vitrina. Gente que padecía los escándalos de nuestra economía y política, pero cuya opinión no importaba porque su voto costaría poca plata en las próximas elecciones.