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Columnista - 11 enero, 2021

El trompo, el triqui y las rondas

Hace unos días conversando con un amigo me indagaba sobre cómo habían transcurrido estos 20 años de mi estadía en Valledupar y yo le explicaba los altibajos del asunto, resaltando que me sentía muy agradecido, pues había sido objeto de varias distinciones y en general de una buena acogida en esta colectividad. Eso me trajo […]

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Hace unos días conversando con un amigo me indagaba sobre cómo habían transcurrido estos 20 años de mi estadía en Valledupar y yo le explicaba los altibajos del asunto, resaltando que me sentía muy agradecido, pues había sido objeto de varias distinciones y en general de una buena acogida en esta colectividad.

Eso me trajo a la mente algo que había escrito hace algunos años, tema con el cual hice en ese momento una conexión entre lo de allá y lo de acá, acudiendo a la referencia de un buen amigo hoy fallecido  a quien además y en su memoria repito lo dicho. Me expresaba  así:                                                              Alejarse es también, muchas veces, acercarse. La distancia que separa del solar nativo hace estrechar, cabalgando el lomo del sentimiento común, los vínculos con aquellos  que en forma similar a uno sienten la nostalgia por la suave y fresca brisa del rojo atardecer y el olor amanecido  del pasto seco refrescado por el rocío.

Fue así que me reencontré en estas tierras con un personaje por demás singular  que se afincó por estos lares  hace ya treinta y tantos años pero sin dejar de anhelar su “placita de Majagual”.

 Siempre ha vivido a no más de doscientos metros de la legendaria  Plaza Alfonso López,  pero su alma suspira a diario  por la  emanación de la mesa  de fritos de Tomasita Ríos.

Su nombre de pila completo es Carlos Ramón Guevara Támara  y vio la luz un 4 de noviembre, pero hubiera preferido hacerlo un mes antes para coincidir con el de San Francisco de Asís, santo de su devoción y patrono eclesiástico  de Sincelejo.

¿Pero qué tiene de especial, de singular, este Carlos  aparte de su pronunciada barriga, una brillante calva y su inmenso amor por su solar?, pues que es miembro de la Asociación Universal de Amigos de la Peonza, es decir el trompo, como se apresura a aclararme: “¡Qué tal docto, dizque la peonza! Trompo, docto… trompo”.

Para ser miembro de  esta institución se requiere no solo ser amante del juego sino poseer -esto es básico- alma de niño. Posee un número indeterminado de trompos que guarda con celo singular en una vitrina  y entre ellos uno por el cual tiene especial cariño porque él mismo lo fabricó de la madera de un árbol  de totumo ubicado… en la placita de Majagual.

Lo de alma de niño me quedó claro cuando de los tercios del trompo pasamos al de los otros juegos infantiles de la tierra natal y de un bolso de tela fue sacando las piezas para jugar el Triqui, el Triqui Zorro, el Solitario, el Fútbol de Clavo, la Carrumba o Gallo, el Tuzo, La Comisión y las Damas, pero las de tablero de madera quemada, y de un rincón de la sala de su casa unos zancos en los que no se montó a caminar por la protesta colectiva de esposa, hijas, nietos y de la señora Fidelina, quienes le recordaron  la relación funesta entre las caídas y la edad adulta.                                                                                                                                  

Y como si faltara algo y a manera de estocada se refirió a Las Rondas, explicación que escuchaba apenado por no saber a qué se refería Carlos y fue cuando me dijo: “Mire de las mejores eran la de la ‘sortijita brincá’(da) y decía:

Esconde, esconde la sortijita

Esconde, esconde la sortijita

Seguidamente para acertar sobre el tenedor de la “sortijita” se recitaba:

Tu tripa larga
Tu cagalá
Tu que la tienes
Dámela acá.

 

Columnista
11 enero, 2021

El trompo, el triqui y las rondas

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jaime García Chadid.

Hace unos días conversando con un amigo me indagaba sobre cómo habían transcurrido estos 20 años de mi estadía en Valledupar y yo le explicaba los altibajos del asunto, resaltando que me sentía muy agradecido, pues había sido objeto de varias distinciones y en general de una buena acogida en esta colectividad. Eso me trajo […]


Hace unos días conversando con un amigo me indagaba sobre cómo habían transcurrido estos 20 años de mi estadía en Valledupar y yo le explicaba los altibajos del asunto, resaltando que me sentía muy agradecido, pues había sido objeto de varias distinciones y en general de una buena acogida en esta colectividad.

Eso me trajo a la mente algo que había escrito hace algunos años, tema con el cual hice en ese momento una conexión entre lo de allá y lo de acá, acudiendo a la referencia de un buen amigo hoy fallecido  a quien además y en su memoria repito lo dicho. Me expresaba  así:                                                              Alejarse es también, muchas veces, acercarse. La distancia que separa del solar nativo hace estrechar, cabalgando el lomo del sentimiento común, los vínculos con aquellos  que en forma similar a uno sienten la nostalgia por la suave y fresca brisa del rojo atardecer y el olor amanecido  del pasto seco refrescado por el rocío.

Fue así que me reencontré en estas tierras con un personaje por demás singular  que se afincó por estos lares  hace ya treinta y tantos años pero sin dejar de anhelar su “placita de Majagual”.

 Siempre ha vivido a no más de doscientos metros de la legendaria  Plaza Alfonso López,  pero su alma suspira a diario  por la  emanación de la mesa  de fritos de Tomasita Ríos.

Su nombre de pila completo es Carlos Ramón Guevara Támara  y vio la luz un 4 de noviembre, pero hubiera preferido hacerlo un mes antes para coincidir con el de San Francisco de Asís, santo de su devoción y patrono eclesiástico  de Sincelejo.

¿Pero qué tiene de especial, de singular, este Carlos  aparte de su pronunciada barriga, una brillante calva y su inmenso amor por su solar?, pues que es miembro de la Asociación Universal de Amigos de la Peonza, es decir el trompo, como se apresura a aclararme: “¡Qué tal docto, dizque la peonza! Trompo, docto… trompo”.

Para ser miembro de  esta institución se requiere no solo ser amante del juego sino poseer -esto es básico- alma de niño. Posee un número indeterminado de trompos que guarda con celo singular en una vitrina  y entre ellos uno por el cual tiene especial cariño porque él mismo lo fabricó de la madera de un árbol  de totumo ubicado… en la placita de Majagual.

Lo de alma de niño me quedó claro cuando de los tercios del trompo pasamos al de los otros juegos infantiles de la tierra natal y de un bolso de tela fue sacando las piezas para jugar el Triqui, el Triqui Zorro, el Solitario, el Fútbol de Clavo, la Carrumba o Gallo, el Tuzo, La Comisión y las Damas, pero las de tablero de madera quemada, y de un rincón de la sala de su casa unos zancos en los que no se montó a caminar por la protesta colectiva de esposa, hijas, nietos y de la señora Fidelina, quienes le recordaron  la relación funesta entre las caídas y la edad adulta.                                                                                                                                  

Y como si faltara algo y a manera de estocada se refirió a Las Rondas, explicación que escuchaba apenado por no saber a qué se refería Carlos y fue cuando me dijo: “Mire de las mejores eran la de la ‘sortijita brincá’(da) y decía:

Esconde, esconde la sortijita

Esconde, esconde la sortijita

Seguidamente para acertar sobre el tenedor de la “sortijita” se recitaba:

Tu tripa larga
Tu cagalá
Tu que la tienes
Dámela acá.