Por Mary Daza Orozco Hoy es un día que huele a niñez. Hay un rumor de cantos de zagalillos, estrellas brillantes, imaginación desbordada que trata de resolver la ecuación de un pobre pesebre que se convierte en cunero de amor para Jesús, que en su sacrificio mostró la inmensidad de su entrega a la salvación […]
Por Mary Daza Orozco
Hoy es un día que huele a niñez. Hay un rumor de cantos de zagalillos, estrellas brillantes, imaginación desbordada que trata de resolver la ecuación de un pobre pesebre que se convierte en cunero de amor para Jesús, que en su sacrificio mostró la inmensidad de su entrega a la salvación del género humano.
Todos miramos hacia el niño que llega con su mensaje eterno de fe y esperanza, mas, hay una figura a su lado, silente y hermosa que tuvo el honor de gestar en sus entrañas al hijo de Dios hecho hombre, sin presumir, sin ufanarse, sumida en un sabio silencio que decía más que todas las palabras que hubiera podido pronunciar. El silencio de María es proverbial.
Siempre había querido escribir sobre la Madre de Jesús y todos los nosotros, pero no me sentía preparada para ello, ahora tampoco lo estoy, es muy difícil plantearle a los lectores un tema precioso, sin que quede nada por decir; tierno, sin que se caiga en la ramplonería; altamente sagrado, sin que se pueda cometer incorrecciones; entonces me atrevo hoy, y solo a hacerle con mis pobres palabras un homenaje de amor y veneración.
Llama la atención el silencio de la Virgen María en todas las situaciones de su vida, silencio sabio, silencio que viene de Dios, silencio oportuno, silencio ejemplar, silencio que hace pensar en qué estaría sintiendo ante la pequeña criatura reclinada sobre pajas y pobreza, si ella sabía de la grandeza del que acababa de nacer.
Silencio en el viaje a Belén, sin renegar por su condición de embarazada; silencio en la triste huida a Egipto sin pensar que a pesar de que tenía a un Dios entre sus brazos, debía someterse a situaciones tan duras; silencio sabio cuando su hijo, Jesucristo, respondía con energía algo como: “Por qué me buscabais…”
La Santísima Virgen, a la que venero desde niña, a la que respeto por ser la madre de Dios, a la que acudo en mis grandes momentos de soledad y silencio, ella, no ha pasado de moda, aunque en la evolución de los tiempos la mujer llegue a modas y a actitudes insólitas, ella sigue señalando la pauta del buen comportamiento, de la serenidad ante el dolor, del amor que se regala sin egoísmos, de la honestidad, del respeto a la esencia misma de ser mujer. Nos enseña a hacer un poco de silencio, en el transcurrir diario, para escuchar al mundo, no en su bullicio de fiesta, ruidos y desafueros, sino en lo que reclama, en lo que pide de nosotros, en lo que podemos darle para su bien; hacer un poco de silencio para lograr la adopción de una nueva actitud ante la vida.
María, la madre silente ante la Cruz, sintiendo la tortura en carne propia, participando con su dolor en el sacrificio de amor a la humanidad; María, envuelta en un silencio que clama por la paz del mundo, en la humildad de Fátima; y en la tilma llena de flores de Juan Diego. María, la que nos ofrece su mano, para que junto con ella alabemos, adoremos y glorifiquemos a su Dios, que es el nuestro.
María, Virgen y Madre, hoy la veremos en la luminosidad de su maternidad divina, más bella entre las bellas, más humilde, cualidad que se le acrecienta con el correr de los siglos, María con la que cantaremos hoy, desde nuestro corazón y a manera de dorado villancico: “Mi alma alaba la grandeza del Señor,/ mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador…” (Lucas 1, 46-47)
Por Mary Daza Orozco Hoy es un día que huele a niñez. Hay un rumor de cantos de zagalillos, estrellas brillantes, imaginación desbordada que trata de resolver la ecuación de un pobre pesebre que se convierte en cunero de amor para Jesús, que en su sacrificio mostró la inmensidad de su entrega a la salvación […]
Por Mary Daza Orozco
Hoy es un día que huele a niñez. Hay un rumor de cantos de zagalillos, estrellas brillantes, imaginación desbordada que trata de resolver la ecuación de un pobre pesebre que se convierte en cunero de amor para Jesús, que en su sacrificio mostró la inmensidad de su entrega a la salvación del género humano.
Todos miramos hacia el niño que llega con su mensaje eterno de fe y esperanza, mas, hay una figura a su lado, silente y hermosa que tuvo el honor de gestar en sus entrañas al hijo de Dios hecho hombre, sin presumir, sin ufanarse, sumida en un sabio silencio que decía más que todas las palabras que hubiera podido pronunciar. El silencio de María es proverbial.
Siempre había querido escribir sobre la Madre de Jesús y todos los nosotros, pero no me sentía preparada para ello, ahora tampoco lo estoy, es muy difícil plantearle a los lectores un tema precioso, sin que quede nada por decir; tierno, sin que se caiga en la ramplonería; altamente sagrado, sin que se pueda cometer incorrecciones; entonces me atrevo hoy, y solo a hacerle con mis pobres palabras un homenaje de amor y veneración.
Llama la atención el silencio de la Virgen María en todas las situaciones de su vida, silencio sabio, silencio que viene de Dios, silencio oportuno, silencio ejemplar, silencio que hace pensar en qué estaría sintiendo ante la pequeña criatura reclinada sobre pajas y pobreza, si ella sabía de la grandeza del que acababa de nacer.
Silencio en el viaje a Belén, sin renegar por su condición de embarazada; silencio en la triste huida a Egipto sin pensar que a pesar de que tenía a un Dios entre sus brazos, debía someterse a situaciones tan duras; silencio sabio cuando su hijo, Jesucristo, respondía con energía algo como: “Por qué me buscabais…”
La Santísima Virgen, a la que venero desde niña, a la que respeto por ser la madre de Dios, a la que acudo en mis grandes momentos de soledad y silencio, ella, no ha pasado de moda, aunque en la evolución de los tiempos la mujer llegue a modas y a actitudes insólitas, ella sigue señalando la pauta del buen comportamiento, de la serenidad ante el dolor, del amor que se regala sin egoísmos, de la honestidad, del respeto a la esencia misma de ser mujer. Nos enseña a hacer un poco de silencio, en el transcurrir diario, para escuchar al mundo, no en su bullicio de fiesta, ruidos y desafueros, sino en lo que reclama, en lo que pide de nosotros, en lo que podemos darle para su bien; hacer un poco de silencio para lograr la adopción de una nueva actitud ante la vida.
María, la madre silente ante la Cruz, sintiendo la tortura en carne propia, participando con su dolor en el sacrificio de amor a la humanidad; María, envuelta en un silencio que clama por la paz del mundo, en la humildad de Fátima; y en la tilma llena de flores de Juan Diego. María, la que nos ofrece su mano, para que junto con ella alabemos, adoremos y glorifiquemos a su Dios, que es el nuestro.
María, Virgen y Madre, hoy la veremos en la luminosidad de su maternidad divina, más bella entre las bellas, más humilde, cualidad que se le acrecienta con el correr de los siglos, María con la que cantaremos hoy, desde nuestro corazón y a manera de dorado villancico: “Mi alma alaba la grandeza del Señor,/ mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador…” (Lucas 1, 46-47)