Entró cantando ‘Sin ti’ llevado por el peso de la costumbre, quizás por ser la canción que más veces ha interpretado. Enseguida, cuando recobró el dominio del territorio, sintió un leve olor a flores moradas que todas las mañanas aparecen en las calles de El Paso, cambió el tono y empezó a cantar con mayor fuerza:
De corazón le canta Náfer
Este paseo a su patria chica,
Es para El Paso tierra bendita,
Mi santa tierra que me vio nacer.
Así inició ‘Mi patria chica’, canción emblemática que narra el amor descomunal que Náfer Santiago Duran Díaz le profesa a El Paso, ese bonito pueblo anclado en el Caribe, que lo recibió aquel lunes 26 de diciembre de 1932 a las 7:05 de la mañana, cuando Juana Francisca Díaz Villarreal con un impulso seco embistió a su matriz con una fuerza descomunal y dio a luz al último de sus hijos, quien nació con unos ojos atónitos y un olor a rey que se esparció por todo el pueblo. Ese olor solamente desapareció en febrero, con el olor a maicena que trajo el carnaval.
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Del último suspiro de las extrañas de Juana Francisca Díaz nació Náfer Santiago, luego de tres exitosos partos de sus hermanos Luis Felipe, Gilberto Alejandro y Sabina Josefa. Esa misma mañana de su nacimiento, Náfer Donato, su padre, entró sin pedir permiso en el ámbito del dormitorio cuando aún limpiaban a Juana y donde Náfer Santiago con un llanto constante opacaba el sonido del tren, que a esa hora pasaba por la estación del pueblo.
Ante el reclamo del por qué entraba si aún no culminaban las labores de parto, él le respondió con una sonrisa. De una fue al armario, tomó su acordeón y arrulló a su hijo con una canción en tono menor de la autoría de su tío Octavio Mendoza, y como un soplo del Espíritu Santo la criatura cesó su llanto y sus ojos se hicieron inquietos tratando de ubicar el sonido.
NACER UNA Y OTRA VEZ
Algo de parecido tenían esas mañanas: la de diciembre cuando Juana lo parió luego de la Navidad, y la mañana de agosto donde Náfer se parió así mismo y decidió volver a nacer para El Paso, evocando la frase de García Márquez que sentencia que los hombres no nacen para siempre el día que su madre los alumbra, si no que la vida los obliga a parirse así mismo una y otra vez.
Náfer entró saludando a un despejado cielo de agosto, el mismo que amenazaba con caerse todas las noches, desestabilizado por los truenos, pero en las mañanas lucía radiante como si laboriosos ángeles lo acomodaran un instante antes de amanecer.
Él tenía una camisa de cuadros diminutos, un pantalón plomo de buen tono y bien acomodado, su sombrero aguadeño que dejaba ver su brillante corona que luce perfecta a pesar de los 44 años que tiene de sostenerla sobre su cráneo.
Fue recibido con una alfombra natural y una sinfonía de turpiales que llegaron de la trinidad, que habían permanecido ocultos, el pueblo los consideraba extintos, todos se preguntaron cómo supieron del retorno del rey. Se posaron sobre los árboles y líneas eléctricas por donde Náfer pasaba con su pesado acordeón y fue cuando cayó en cuenta que eran los mismos turpiales que escuchaban sus primeras notas en la hacienda ‘Las cabezas’, en los albores de su juventud.
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Por un momento tuvo la sensación que lo observaban para despejar las dudas que no había muerto Náfer. Los miró uno a uno para que a ninguno le quedara la duda que aún tenía suficiente aire en los pulmones y fuerza en los músculos para caminar por las ya pavimentadas calles del pueblo cargando su mitológico instrumento.
Esa mañana de agosto se volvió a sentir ese olor a rey en El Paso, y opacó por completo el olor de las flores. Cualquier pasero independiente de la edad lo asociaba con el regreso de Náfer, y nosotros que a esa hora escribíamos a cuatro manos sobre la vida de Alejo, su hermano, fuimos arrastrados sin oposición por ese olor fantástico y seducidos por su presencia. Atravesamos el pueblo guiados por el aroma penetrante que destilan los reyes al pasar.
Lo encontramos en su casa mirando al firmamento, ya no con los ojos atónitos de la mañana de diciembre en que vino al mundo. Esta vez tenía la mirada cansada y lejana, ante aquel radiante sol. Estaba sentado en un viejo taburete que daba la impresión que conservó la misma postura desde que se había ido hasta ese día que decidió regresar y quedarse para siempre.
Sentado, con el sombrero en la cabeza de la rodilla y digiriendo por completo la calma restaurada y la paz que producía estar en su territorio, nos recibió con el formalismo de siempre y su sonrisa, que apareció de inmediato, dejó en el ambiente el secreto de su naturaleza. Impulsado por el sentido de la ubicación que no la había perdido a pesar del tiempo fue al alar de la casa y nos trajo dos taburetes firmes que por años nos estuvieron esperando.
“Mi nieto no vino”, exclamó apenado, con la convicción de que íbamos por su nieto por ser el último Bordeth y hasta el último Durán, pero al sentir la reverencia del momento y embeleso que mostramos al verlo, se dio cuenta que andábamos detrás de él.
Náfer, el ser mitológico que deslumbró a Gabo con su talento, se había ido de El Paso aquel lejano cuatro de enero de 1999, a las cuatro de la mañana, rumbo a Valledupar, para luchar por la educación superior de sus hijos, lo que logró con creces, una vez cumplida su gesta y ante la presión que la pandemia ejerce sobre las grandes urbes, luego de una larga reflexión, decidió volver y quedarse sin mirar por el espejo retrovisor.
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Entre risa y nostalgia contó que se vino por miedo a que en el valle se le enfermara su acordeón. “En estos cueros duros ya no entra nada”, exclamó, mientras señalaba una piel tersa que le cubría la fuerza de su nobleza.
En ese momento se acordó de su compañero de siempre, fue a la sala con una excelente disciplina doméstica, y lo trajo al frondoso árbol de tamarindo donde nos repartía anécdotas alternando la mirada.
Náfer, evocando la mañana en que su madre lo trajo a este mundo a hacer vallenato y en que su padre lo arrulló con su acordeón, quiso, impulsado por la nostalgia, arrullarse así mismo porque ese día había renacido para El Paso, y era sumamente necesario ese ritual de bienvenida.
Entonces su acordeón pareció tomar un color y una vitalidad diferente al caer en su pecho y se abrió imponente al sucumbir a la fuerza de sus dedos emitiendo unas notas nostálgicas que trituraban el silencio con la segunda estrofa de la canción que compuso para su tierra:
En esta tierra he nacido yo,
Y por ella tengo mi preferencia
La naturaleza aquí se encargó
De darle una luz a mi inteligencia
Toda mi infancia aquí la pasé
Acompañando a mis viejos padres.
Esos dos viejos inolvidables que yo por nada los cambiaré.
Vuélveme a querer mi Juana bonita,
Vuélveme a querer mi Juana Francisca.
Se desplomó por completo cuando nombró a su madre y lo mordió con determinación la reminiscencia. Sofocado por el recuerdo exhaló un tibio olor a melancolía que lo sintió su acordeón que con su rosca natural se fue cerrando y cerrando al mismo tiempo que a él se le iba arrugando el alma.
Él no volvió a exhalar sus notas lastimeras, ni el olor a cartón prensado. Era como si el acordeón respondiera a su estado de ánimo, sobre todo a los embates de la nostalgia. Pero se sobrepuso con una fuerza descomunal, se le iluminaron los ojos y exclamó con ternura: “Era una reina mi madre”.
En ese momento le pedimos que nos hablara de ella, y tuvimos el privilegio que nos invitara a su casa materna. Fuimos al son de su caminar pausado. Con su aura milenaria se desplazaba por la calle donde siempre fue feliz indicando lugares e historias de tiempos mejores.
Llegamos a su casa materna perfectamente ubicada detrás de la plaza del pueblo y con un aire de castillo natural construida con barro prensado y zinc, pintada con cal, pero donde se levantó el emporio musical de una gran dinastía.
En el interior de la casa estaban las cosas necesarias para llevar una excelente vida doméstica, sin que sobrara o faltara algo. Lo justo para no sonsacar ni la opulencia, ni la miseria.
En el ámbito de la casa nos informó que nació en esa morada, un día después de la Navidad, una mañana de vientos cruzados. Nos mostró con precisión el rincón donde su madre lo amamantaba y después su padre lo nutrió con el acordeón. Algo de misterio tenía ese rincón porque allí le dio su madre el abrazo cuando se coronó como Rey Vallenato. En ningún otro lugar se sentía mejor que en esa esquina de la casa donde veía que siempre que estuviera ahí nada malo le podía pasar.
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Esa fue una de las razones por lo que había decidido, luego de una larga reflexión, volver a vivir en el pueblo que tanto adora, quizás para edificar su trono en el rincón de la añoranza.
Tenía pensado volver a Valledupar, solo a buscar su familia y sus trofeos para hacer un rincón luminoso, ese rincón sería el resumen de su gesta, el compendio del humilde negro que salió de El Paso, con el sueño de conquistar un Festival Vallenato, pero era tanto su talento que la vida le dio muchas más cosas.
La vida le tenía deparado que sería el descubridor de la primera figura del canto vallenato como lo fue Diomedes Díaz, que sus notas embelesarían a Gabriel García Márquez, al punto de escribir con su puño y letra que Náfer estaba fuera de concurso, que su canción ‘Sin tí’ movería las fibras de Carlos Vives y que sus canciones llegarían a París, a ambientar los montes Elíseos y la fuerza de su nota movería las bases de la Torre Eiffel.
Él está bien entrado en edad, con una apariencia de abuelo grande y maravilloso, con un montón de canas que le cantan sus años y su vasta experiencia. Así, cansado por el agotamiento natural de tantos años de gloria y haciéndole caso a su ángel de la guarda quien le dijo al oído que volviera a El Paso, decidió retornar.
Olfateando en sus pensamientos se podía percibir que era una mañana melancólica, sobre todo en el nostálgico momento en que él mismo cortó la cinta inaugural de su regreso, y ya aclimatado en este viejo pueblo reflexionó y expresó unas palabra que le aliviaron el alma.
“Quizás nunca partí de El Paso, solo vuelvo de una parranda en Valledupar que demoró 21 años”. Ya lo dijo Naferito, uno no se va nunca del pueblo que lo vio nacer, porque donde esté, las raíces todos los días se lo recuerdan.
Por Fernando y Juan Carlos Bordeth Chiquillo.