A tres madres, hijas y hermanas que han visto morir a sus hijos… Por Marlon Javier Domínguez El centro de la predicación de Jesús es el Reino de los Cielos. Esta expresión aparece en sus labios un sinnúmero de veces: las invitaciones a la conversión, el bien que debemos hacer, el mal que debemos evitar, […]
A tres madres, hijas y hermanas que han visto morir a sus hijos…
Por Marlon Javier Domínguez
El centro de la predicación de Jesús es el Reino de los Cielos. Esta expresión aparece en sus labios un sinnúmero de veces: las invitaciones a la conversión, el bien que debemos hacer, el mal que debemos evitar, los gestos, las palabras, los ejemplos, las parábolas, etc., todo en la vida del Carpintero de Nazaret está ligado a esta realidad que pregona con toda vehemencia y por la cual estuvo dispuesto a extender sus brazos en una cruz y trazar entre el cielo y la tierra el signo indeleble del amor de Dios. En medio de reinos injustos y temporales en los que impera el despotismo de un soberano egoísta y caprichoso, Jesús pregona un Reino justo en el que no tiene cabida la maldad y cuyo soberano es el mismo Dios; un Reino eterno en el que se verán satisfechas todas las necesidades humanas y colmadas sobremanera nuestras aspiraciones de felicidad. Sin duda, “El Reino de los Cielos no es comida ni bebida, si no justicia y paz y gozo…”
El ser humano, no importa su cultura, su origen o ubicación geográfica, ni tampoco su religión, descubre más allá de sí mismo y de todo lo que le rodea la existencia de la plenitud que no logra experimentar en los días de su vida. No se trata de una mera ilusión ajena a la realidad, como afirman algunos, ni tampoco de la proyección de un deseo insatisfecho, ni mucho menos de una simple idea transmitida culturalmente de generación en generación. Se trata de una realidad: el mismo Dios que planeó la existencia de este mundo de rigor matemático y perfecto a través de las vicisitudes de la evolución de la materia y de las especies durante miles de millones de años, ha pensado en el ser humano como un ser para la eternidad. No somos seres para la muerte ni para el sepulcro. El mismo Dios que hizo entretejer admirablemente nuestros miembros en la oscuridad del vientre materno y nos trajo al reino natural, ha preparado para nosotros un Reino sobrenatural sin sepulcros y sin muerte.
Sin embargo, la muerte, no importa desde qué ángulo se le mire, resultará siempre traumática y dolorosa: estamos hechos para ser eternos y, por tanto, nuestro ser se resiste a morir y a que mueran aquellos a quienes queremos. Estamos convencidos de que es sólo un paso, de que nos espera después la dicha, pero libramos una encarnecida batalla en el momento final; sabemos que aquellos a quienes amamos estarán mejor en las manos de Dios pero, sin embargo, quisiéramos teneros aún en nuestras manos y ello nos causa un sufrimiento indecible. Todo ello corresponde a nuestra naturaleza: amar, ver morir a quienes amamos y nos aman, sufrir, buscar la felicidad, reír, creer, confiar, desesperar, dudar, llorar, rebelarse contra la vida, esperar, morir y al final fundirnos en un abrazo eterno con Dios y nuestros seres queridos en ese Reino donde ya todo será alegría.
No podemos, sin embargo, pretender saltar de inmediato a la gloria, sin antes vivir lo demás. Queridas hijas, hermanas y madres: la fe no excluye el sufrimiento, pero sí nos da una nueva forma de vivirlo. Mis oraciones y pensamientos con ustedes y sus familias. Dios nos dé a todos la fuerza para no perder nunca de vista el cielo y nos conceda amigos que sequen nuestras lágrimas cuando éstas nos lo hagan borroso.
A tres madres, hijas y hermanas que han visto morir a sus hijos… Por Marlon Javier Domínguez El centro de la predicación de Jesús es el Reino de los Cielos. Esta expresión aparece en sus labios un sinnúmero de veces: las invitaciones a la conversión, el bien que debemos hacer, el mal que debemos evitar, […]
A tres madres, hijas y hermanas que han visto morir a sus hijos…
Por Marlon Javier Domínguez
El centro de la predicación de Jesús es el Reino de los Cielos. Esta expresión aparece en sus labios un sinnúmero de veces: las invitaciones a la conversión, el bien que debemos hacer, el mal que debemos evitar, los gestos, las palabras, los ejemplos, las parábolas, etc., todo en la vida del Carpintero de Nazaret está ligado a esta realidad que pregona con toda vehemencia y por la cual estuvo dispuesto a extender sus brazos en una cruz y trazar entre el cielo y la tierra el signo indeleble del amor de Dios. En medio de reinos injustos y temporales en los que impera el despotismo de un soberano egoísta y caprichoso, Jesús pregona un Reino justo en el que no tiene cabida la maldad y cuyo soberano es el mismo Dios; un Reino eterno en el que se verán satisfechas todas las necesidades humanas y colmadas sobremanera nuestras aspiraciones de felicidad. Sin duda, “El Reino de los Cielos no es comida ni bebida, si no justicia y paz y gozo…”
El ser humano, no importa su cultura, su origen o ubicación geográfica, ni tampoco su religión, descubre más allá de sí mismo y de todo lo que le rodea la existencia de la plenitud que no logra experimentar en los días de su vida. No se trata de una mera ilusión ajena a la realidad, como afirman algunos, ni tampoco de la proyección de un deseo insatisfecho, ni mucho menos de una simple idea transmitida culturalmente de generación en generación. Se trata de una realidad: el mismo Dios que planeó la existencia de este mundo de rigor matemático y perfecto a través de las vicisitudes de la evolución de la materia y de las especies durante miles de millones de años, ha pensado en el ser humano como un ser para la eternidad. No somos seres para la muerte ni para el sepulcro. El mismo Dios que hizo entretejer admirablemente nuestros miembros en la oscuridad del vientre materno y nos trajo al reino natural, ha preparado para nosotros un Reino sobrenatural sin sepulcros y sin muerte.
Sin embargo, la muerte, no importa desde qué ángulo se le mire, resultará siempre traumática y dolorosa: estamos hechos para ser eternos y, por tanto, nuestro ser se resiste a morir y a que mueran aquellos a quienes queremos. Estamos convencidos de que es sólo un paso, de que nos espera después la dicha, pero libramos una encarnecida batalla en el momento final; sabemos que aquellos a quienes amamos estarán mejor en las manos de Dios pero, sin embargo, quisiéramos teneros aún en nuestras manos y ello nos causa un sufrimiento indecible. Todo ello corresponde a nuestra naturaleza: amar, ver morir a quienes amamos y nos aman, sufrir, buscar la felicidad, reír, creer, confiar, desesperar, dudar, llorar, rebelarse contra la vida, esperar, morir y al final fundirnos en un abrazo eterno con Dios y nuestros seres queridos en ese Reino donde ya todo será alegría.
No podemos, sin embargo, pretender saltar de inmediato a la gloria, sin antes vivir lo demás. Queridas hijas, hermanas y madres: la fe no excluye el sufrimiento, pero sí nos da una nueva forma de vivirlo. Mis oraciones y pensamientos con ustedes y sus familias. Dios nos dé a todos la fuerza para no perder nunca de vista el cielo y nos conceda amigos que sequen nuestras lágrimas cuando éstas nos lo hagan borroso.