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El mundo de la literatura está de luto. Perú y el ámbito hispanohablante enfrentan una gran pérdida. La Real Academia Española ha izado su bandera a media asta en señal de respeto.
El mundo de la literatura está de luto. Perú y el ámbito hispanohablante enfrentan una gran pérdida. La Real Academia Española ha izado su bandera a media asta en señal de respeto. El día de ayer falleció en Lima, Perú, el escritor Mario Vargas Llosa, el último exponente del boom latinoamericano. Su legado literario y su aguda crítica social han dejado una huella indeleble en la cultura y el pensamiento de nuestra región.
Recuerdo mi primer acercamiento con su obra. Nunca olvidaré aquella tarde remota en la que, por azar, encontré en la valija de mi hermano un libro oxidado, comido por el comején. Ese libro era La ciudad y los perros, y fue una revelación -como lo fue para el propio Vargas Llosa descubrir Madame Bovary de Flaubert-. Con esa lectura comprendí que la literatura es un universo paralelo que nos permite mirar más profundamente lo que nos rodea, e incluso puede ser el refugio más honesto cuando no estamos de acuerdo con nuestro entorno.
Desde entonces, Vargas Llosa se convirtió en mi referente; sus novelas, obras de teatro, ensayos políticos y discursos fueron una brújula en el vasto mundo intelectual. El realismo crudo que encontré en sus páginas me llevó a dejar atrás mis intentos por la literatura fantástica. Además, tras leer sus análisis sobre el liberalismo, reconocí los errores y las consecuencias del comunismo, reflejadas en ejemplos como la Unión Soviética, Cuba y Corea del Norte.
Lo que más marcó mi formación —y definió mi vocación profesional como abogado— fue su influencia en mi forma de comprender el existencialismo francés. A través de Sartre y Camus, asumí que la existencia no tiene una esencia predeterminada: somos nosotros quienes le damos sentido. Es fácil afirmarlo hoy, pero en aquellas noches de desvelo, llegué a malinterpretarlo como una invitación al pesimismo.
Sin embargo, fue, leyendo a Vargas Llosa y descubriendo la complejidad de sus personajes —el teniente Gamboa en La ciudad y los perros, el capitán Pantoja en Pantaleón y las visitadoras, Zavalita en Conversación en La Catedral, Urania Cabral en La fiesta del Chivo, y entre otros—, que comprendí que la condición humana no es simple ni coherente, sino profundamente contradictoria. Sus protagonistas no eran héroes ni villanos, sino seres atrapados en estructuras sociales injustas, dilemas morales y búsquedas interiores que reflejan lo que realmente somos como sociedad.
Gracias a ellos descubrí que asumir nuestras contradicciones es la mejor manera de interpretar el mundo sin resignarnos a una decepción constante. Sus historias no embellecían la vida: la mostraban sin adornos, con todas sus tensiones, y por eso eran necesarias, auténticas y profundamente humanas.
La mejor casualidad que me ha sucedido fue leer La ciudad y los perros. Desde ese momento, me encontré con una voz literaria que no solo contaba historias:
sus libros eran espejos donde el mundo se fragmentaba, se distorsionaba y, al mismo tiempo, se volvía más claro. Vargas Llosa me enseñó que la literatura no es sólo un refugio ni una evasión, sino un campo de batalla donde se enfrentan la verdad y la mentira, la dignidad y la sumisión.
A través de su obra entendí que la libertad no es un estado, sino una tarea constante; que la condición humana no se evita, se enfrenta; y que el pesimismo puede convertirse en lucidez, si uno tiene el coraje de mirar el mundo sin filtros. Por eso, más allá del luto, queda la gratitud. La mejor forma de honrarlo no es la nostalgia, sino la lectura. Leerlo no como quien repite una doctrina, sino como quien acepta el desafío de pensar, de incomodarse, de ir contra lo que todos aplauden cuando sabemos que algo no encaja.
Por: Pablo Daniel Hernández Iguarán.
El mundo de la literatura está de luto. Perú y el ámbito hispanohablante enfrentan una gran pérdida. La Real Academia Española ha izado su bandera a media asta en señal de respeto.
El mundo de la literatura está de luto. Perú y el ámbito hispanohablante enfrentan una gran pérdida. La Real Academia Española ha izado su bandera a media asta en señal de respeto. El día de ayer falleció en Lima, Perú, el escritor Mario Vargas Llosa, el último exponente del boom latinoamericano. Su legado literario y su aguda crítica social han dejado una huella indeleble en la cultura y el pensamiento de nuestra región.
Recuerdo mi primer acercamiento con su obra. Nunca olvidaré aquella tarde remota en la que, por azar, encontré en la valija de mi hermano un libro oxidado, comido por el comején. Ese libro era La ciudad y los perros, y fue una revelación -como lo fue para el propio Vargas Llosa descubrir Madame Bovary de Flaubert-. Con esa lectura comprendí que la literatura es un universo paralelo que nos permite mirar más profundamente lo que nos rodea, e incluso puede ser el refugio más honesto cuando no estamos de acuerdo con nuestro entorno.
Desde entonces, Vargas Llosa se convirtió en mi referente; sus novelas, obras de teatro, ensayos políticos y discursos fueron una brújula en el vasto mundo intelectual. El realismo crudo que encontré en sus páginas me llevó a dejar atrás mis intentos por la literatura fantástica. Además, tras leer sus análisis sobre el liberalismo, reconocí los errores y las consecuencias del comunismo, reflejadas en ejemplos como la Unión Soviética, Cuba y Corea del Norte.
Lo que más marcó mi formación —y definió mi vocación profesional como abogado— fue su influencia en mi forma de comprender el existencialismo francés. A través de Sartre y Camus, asumí que la existencia no tiene una esencia predeterminada: somos nosotros quienes le damos sentido. Es fácil afirmarlo hoy, pero en aquellas noches de desvelo, llegué a malinterpretarlo como una invitación al pesimismo.
Sin embargo, fue, leyendo a Vargas Llosa y descubriendo la complejidad de sus personajes —el teniente Gamboa en La ciudad y los perros, el capitán Pantoja en Pantaleón y las visitadoras, Zavalita en Conversación en La Catedral, Urania Cabral en La fiesta del Chivo, y entre otros—, que comprendí que la condición humana no es simple ni coherente, sino profundamente contradictoria. Sus protagonistas no eran héroes ni villanos, sino seres atrapados en estructuras sociales injustas, dilemas morales y búsquedas interiores que reflejan lo que realmente somos como sociedad.
Gracias a ellos descubrí que asumir nuestras contradicciones es la mejor manera de interpretar el mundo sin resignarnos a una decepción constante. Sus historias no embellecían la vida: la mostraban sin adornos, con todas sus tensiones, y por eso eran necesarias, auténticas y profundamente humanas.
La mejor casualidad que me ha sucedido fue leer La ciudad y los perros. Desde ese momento, me encontré con una voz literaria que no solo contaba historias:
sus libros eran espejos donde el mundo se fragmentaba, se distorsionaba y, al mismo tiempo, se volvía más claro. Vargas Llosa me enseñó que la literatura no es sólo un refugio ni una evasión, sino un campo de batalla donde se enfrentan la verdad y la mentira, la dignidad y la sumisión.
A través de su obra entendí que la libertad no es un estado, sino una tarea constante; que la condición humana no se evita, se enfrenta; y que el pesimismo puede convertirse en lucidez, si uno tiene el coraje de mirar el mundo sin filtros. Por eso, más allá del luto, queda la gratitud. La mejor forma de honrarlo no es la nostalgia, sino la lectura. Leerlo no como quien repite una doctrina, sino como quien acepta el desafío de pensar, de incomodarse, de ir contra lo que todos aplauden cuando sabemos que algo no encaja.
Por: Pablo Daniel Hernández Iguarán.