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Cuando una ideología política se rigidiza en sus principios, estos pueden transformarse en dogmas, lo que conlleva el riesgo de provocar daños significativos. Esto es especialmente preocupante en el caso de las instituciones científicas vinculadas a dicha ideología.
Cuando una ideología política se rigidiza en sus principios, estos pueden transformarse en dogmas, lo que conlleva el riesgo de provocar daños significativos. Esto es especialmente preocupante en el caso de las instituciones científicas vinculadas a dicha ideología. En el contexto de una institución, cualquier intento de autocorrección a menudo desvía la culpa hacia individuos específicos, en lugar de abordar las fallas estructurales que pueden estar presentes. Como resultado, la verdadera autocorrección institucional se ve comprometida, y la responsabilidad se diluye.
Es lo que aconteció en la Unión Soviética bajo el gobierno personalista de Stalin.
El enunciado que escribo al comienzo, lo conecto con la siguiente narración que tomo del libro Nexus, al que me he referido en otras ocasiones: “Antes de que se convirtieran en las piedras angulares de la física del siglo XX, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica generaron amargas controversias, incluidos ataques personales de la vieja guardia a quienes proponían las nuevas teorías. De forma similar, cuando a finales del siglo XIX Georg Cantor desarrolló su teoría de los números infinitos, que se convirtió en la base de gran parte de las matemáticas del siglo XX, fue objeto de ataques personales por parte de algunos de los principales matemáticos de la época, como Henri Poincare y Leopold Kronecker. Los populistas están en lo cierto cuando piensan que los científicos son víctimas de los mismos perjuicios humanos que cualquier hijo de vecino. Sin embargo, gracias a los mecanismos de autocorrección institucionales, estos prejuicios pueden superarse. Si se proporciona suficiente evidencia empírica, a menudo solo hacen falta unas pocas décadas para que una teoría heterodoxa derroque el saber establecido y se convierta en el nuevo consenso.
“… Hubo épocas y lugares en los que los mecanismos de autocorrección científicos dejaron de funcionar y las discrepancias académicas sí desembocaron en torturas físicas, encarcelamiento y muertes. En la Unión Soviética, por ejemplo, poner en cuestión el dogma oficial respecto a cualquier materia -económica, genética o historia- podía conducir no solo al despido, sino a un par de años en el gulag o a la bala de un verdugo”.
El espacio periodístico se me agota y entonces debo resumir lo que sigue. Un caso de teoría falsa, entre otras, ocurrió en la Unión Soviética. Un “científico”, Trofim Lysenko, que rechazaba la teoría de la evolución por selección natural, propuso su propia teoría sosteniendo que la “reeducación” podía cambiar los rasgos de plantas y animales, incluso transformar una especie en otra. Esta teoría le vino como anillo al dedo a Stalin, quien en 1948 presionó a la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la Unión Soviética, para que anunciara que a partir de entonces las instituciones soviéticas enseñarían la teoría de Lysenko como única correcta; pero previamente había hecho juzgar y condenar a los científicos partidarios de la teoría de la evolución por selección natural, entre otros, a Nikolai Vavilov, quien lo creyera, había sido mentor, del ahora nuevo “científico”, Lysenko, muerto en un campo de concentración de Saratov, y fusilados, el botánico Leonid Govarov, el genetista, Georgia Karpechenko, el agrónomo Aleksandr Bondarenko.
Por este motivo, tal Academia dejó de ser científica y se pasó al bando ideológico.
El populismo, independientemente de su forma, no se desmorona por sus fracasos, ya que no constituye una institución en sí misma, pues se basa en una serie de ideas dispersas, que sabe reponer. En cambio, si se desmorona como científica una institución que carece de mecanismos propios de autocorrección.
Por: Rodrigo López Barros.
Cuando una ideología política se rigidiza en sus principios, estos pueden transformarse en dogmas, lo que conlleva el riesgo de provocar daños significativos. Esto es especialmente preocupante en el caso de las instituciones científicas vinculadas a dicha ideología.
Cuando una ideología política se rigidiza en sus principios, estos pueden transformarse en dogmas, lo que conlleva el riesgo de provocar daños significativos. Esto es especialmente preocupante en el caso de las instituciones científicas vinculadas a dicha ideología. En el contexto de una institución, cualquier intento de autocorrección a menudo desvía la culpa hacia individuos específicos, en lugar de abordar las fallas estructurales que pueden estar presentes. Como resultado, la verdadera autocorrección institucional se ve comprometida, y la responsabilidad se diluye.
Es lo que aconteció en la Unión Soviética bajo el gobierno personalista de Stalin.
El enunciado que escribo al comienzo, lo conecto con la siguiente narración que tomo del libro Nexus, al que me he referido en otras ocasiones: “Antes de que se convirtieran en las piedras angulares de la física del siglo XX, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica generaron amargas controversias, incluidos ataques personales de la vieja guardia a quienes proponían las nuevas teorías. De forma similar, cuando a finales del siglo XIX Georg Cantor desarrolló su teoría de los números infinitos, que se convirtió en la base de gran parte de las matemáticas del siglo XX, fue objeto de ataques personales por parte de algunos de los principales matemáticos de la época, como Henri Poincare y Leopold Kronecker. Los populistas están en lo cierto cuando piensan que los científicos son víctimas de los mismos perjuicios humanos que cualquier hijo de vecino. Sin embargo, gracias a los mecanismos de autocorrección institucionales, estos prejuicios pueden superarse. Si se proporciona suficiente evidencia empírica, a menudo solo hacen falta unas pocas décadas para que una teoría heterodoxa derroque el saber establecido y se convierta en el nuevo consenso.
“… Hubo épocas y lugares en los que los mecanismos de autocorrección científicos dejaron de funcionar y las discrepancias académicas sí desembocaron en torturas físicas, encarcelamiento y muertes. En la Unión Soviética, por ejemplo, poner en cuestión el dogma oficial respecto a cualquier materia -económica, genética o historia- podía conducir no solo al despido, sino a un par de años en el gulag o a la bala de un verdugo”.
El espacio periodístico se me agota y entonces debo resumir lo que sigue. Un caso de teoría falsa, entre otras, ocurrió en la Unión Soviética. Un “científico”, Trofim Lysenko, que rechazaba la teoría de la evolución por selección natural, propuso su propia teoría sosteniendo que la “reeducación” podía cambiar los rasgos de plantas y animales, incluso transformar una especie en otra. Esta teoría le vino como anillo al dedo a Stalin, quien en 1948 presionó a la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la Unión Soviética, para que anunciara que a partir de entonces las instituciones soviéticas enseñarían la teoría de Lysenko como única correcta; pero previamente había hecho juzgar y condenar a los científicos partidarios de la teoría de la evolución por selección natural, entre otros, a Nikolai Vavilov, quien lo creyera, había sido mentor, del ahora nuevo “científico”, Lysenko, muerto en un campo de concentración de Saratov, y fusilados, el botánico Leonid Govarov, el genetista, Georgia Karpechenko, el agrónomo Aleksandr Bondarenko.
Por este motivo, tal Academia dejó de ser científica y se pasó al bando ideológico.
El populismo, independientemente de su forma, no se desmorona por sus fracasos, ya que no constituye una institución en sí misma, pues se basa en una serie de ideas dispersas, que sabe reponer. En cambio, si se desmorona como científica una institución que carece de mecanismos propios de autocorrección.
Por: Rodrigo López Barros.