En estricto sentido, tienen razón quienes esgrimen que no se requiere ningún mecanismo de refrendación ciudadana para implementar los acuerdos de La Habana. El Congreso puede aprobar las reformas que sean necesarias. Pero allí lo que se impone es la lógica política y el compromiso que asumiera el presidente Santos, en las horas más difíciles […]
En estricto sentido, tienen razón quienes esgrimen que no se requiere ningún mecanismo de refrendación ciudadana para implementar los acuerdos de La Habana. El Congreso puede aprobar las reformas que sean necesarias. Pero allí lo que se impone es la lógica política y el compromiso que asumiera el presidente Santos, en las horas más difíciles de su popularidad y de envalentonamiento de la oposición, de ratificar los acuerdos de paz mediante pronunciamiento popular.
Es esa lógica política la que sugiere que por encima de los requisitos lo que prevalece es la refrendación como un acto simbólico de fortalecimiento e inclusión democrática. Más que como un gesto de mayorías, similar a los acontecimientos de marzo y mayo de 1990 que dieron vida a la Constituyente de 1991. Es por ello insensato esperar que los acuerdos que se alcancen en La Habana fueran legitimados a través de referendo, que demanda la participación como mínimo de ocho millones 400 mil ciudadanos, como se desprende de la norma constitucional, o, más aún, de un plebiscito, que según la Ley 1757 de 2015 exigiría el sufragio de por lo menos 16 millones 800 mil votantes.
Fue entonces acertado que el Gobierno Nacional enviara mensaje de urgencia para el trámite del proyecto de ley estatutaria que elimina el umbral del 50 por ciento del censo electoral para la validez del plebiscito. Una iniciativa del Senador Roy Barreras que el Gobierno también atinó en corregir en la propuesta de voto obligatorio porque la haría inconstitucional.
Aunque con probabilidad menos de cuatro o cinco millones de ciudadanos terminarían convalidando los acuerdos de paz, lo que la misma lógica política sugiere que puede seguir en adelante será el encumbramiento del avezado estratega y ajedrecista de la política como ha terminado siendo el presidente Juan Manuel Santos. Un resultado paradójico si se tiene en cuenta el poco entusiasmo popular por las negociaciones de paz, el escaso carisma de Santos, su estilo tecnocrático y lejano, y su raquítica favorabilidad hasta hace apenas dos meses.
No le ha sido fácil. Más que transitar por la delgada línea entre pasar a la historia como el presidente de la paz y las reformas o soportar una gran impopularidad, Santos jugó con fuego y arriesgó su gobernabilidad.
Pero con la paciencia y táctica del zorro, ha logrado no solo armar el rompecabezas de un proceso de paz que parecía un imposible, sino además abrir paso a un nuevo ciclo en la vida política del país. Un ciclo más complaciente y de menor encono, como describía Arthur Schlesinger en el memorándum “The Shape of National Politics to Come” (El carácter político futuro). Así, mientras el plebiscito estaría subordinado a ese imperativo, Santos va paulatinamente erigiéndose como el gran árbitro de la política nacional.
Por John Mario González
En estricto sentido, tienen razón quienes esgrimen que no se requiere ningún mecanismo de refrendación ciudadana para implementar los acuerdos de La Habana. El Congreso puede aprobar las reformas que sean necesarias. Pero allí lo que se impone es la lógica política y el compromiso que asumiera el presidente Santos, en las horas más difíciles […]
En estricto sentido, tienen razón quienes esgrimen que no se requiere ningún mecanismo de refrendación ciudadana para implementar los acuerdos de La Habana. El Congreso puede aprobar las reformas que sean necesarias. Pero allí lo que se impone es la lógica política y el compromiso que asumiera el presidente Santos, en las horas más difíciles de su popularidad y de envalentonamiento de la oposición, de ratificar los acuerdos de paz mediante pronunciamiento popular.
Es esa lógica política la que sugiere que por encima de los requisitos lo que prevalece es la refrendación como un acto simbólico de fortalecimiento e inclusión democrática. Más que como un gesto de mayorías, similar a los acontecimientos de marzo y mayo de 1990 que dieron vida a la Constituyente de 1991. Es por ello insensato esperar que los acuerdos que se alcancen en La Habana fueran legitimados a través de referendo, que demanda la participación como mínimo de ocho millones 400 mil ciudadanos, como se desprende de la norma constitucional, o, más aún, de un plebiscito, que según la Ley 1757 de 2015 exigiría el sufragio de por lo menos 16 millones 800 mil votantes.
Fue entonces acertado que el Gobierno Nacional enviara mensaje de urgencia para el trámite del proyecto de ley estatutaria que elimina el umbral del 50 por ciento del censo electoral para la validez del plebiscito. Una iniciativa del Senador Roy Barreras que el Gobierno también atinó en corregir en la propuesta de voto obligatorio porque la haría inconstitucional.
Aunque con probabilidad menos de cuatro o cinco millones de ciudadanos terminarían convalidando los acuerdos de paz, lo que la misma lógica política sugiere que puede seguir en adelante será el encumbramiento del avezado estratega y ajedrecista de la política como ha terminado siendo el presidente Juan Manuel Santos. Un resultado paradójico si se tiene en cuenta el poco entusiasmo popular por las negociaciones de paz, el escaso carisma de Santos, su estilo tecnocrático y lejano, y su raquítica favorabilidad hasta hace apenas dos meses.
No le ha sido fácil. Más que transitar por la delgada línea entre pasar a la historia como el presidente de la paz y las reformas o soportar una gran impopularidad, Santos jugó con fuego y arriesgó su gobernabilidad.
Pero con la paciencia y táctica del zorro, ha logrado no solo armar el rompecabezas de un proceso de paz que parecía un imposible, sino además abrir paso a un nuevo ciclo en la vida política del país. Un ciclo más complaciente y de menor encono, como describía Arthur Schlesinger en el memorándum “The Shape of National Politics to Come” (El carácter político futuro). Así, mientras el plebiscito estaría subordinado a ese imperativo, Santos va paulatinamente erigiéndose como el gran árbitro de la política nacional.
Por John Mario González