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Columnista - 14 marzo, 2012

El Ocaso del Arquero. Primera entrega.

Desde mí cocina Por Silvia Betancourt Si él no hubiera sido arquero, tenga la seguridad que jamás hubiera conocido a Silvia Ciudadana,  quien aún no había aprendido a sustraerse a la realidad que limita, pisotea, que escamotea ideales. Para entonces ella vivía en un edificio con cancha de fútbol y desde el balcón del piso […]

Desde mí cocina

Por Silvia Betancourt

Si él no hubiera sido arquero, tenga la seguridad que jamás hubiera conocido a Silvia Ciudadana,  quien aún no había aprendido a sustraerse a la realidad que limita, pisotea, que escamotea ideales. Para entonces ella vivía en un edificio con cancha de fútbol y desde el balcón del piso 12 donde estaba ubicado su apartamento, tenía una tribuna que ya hubiera querido el médico Ochoa.

Allí se libraban los más fieros combates entre hombres con perfecto capital esquelético; se cambiaban frente al público, así que Silvia Ciudadana aprendió cómo se ponían los suspensorios –era lo primero-, después la pantaloneta, y a continuación mínimo tres pares de medías; los guayos eran los penúltimos y por el ceremonial para chantárselos podía adivinar cuánto esfuerzo monetario le habían costado a cada uno de los gladiadores, por su aspecto podía pronosticar si habían sido debidamente trajinados, y por tanto, tenían un valor agregado que jamás poseería el balón, porque se juega con uno cualquiera, pero jugar bien, lo que se dice bien, sólo se logra con unos guayos que se hayan adaptado a cada cayo de cada pie, a cada centímetro de la piel que los forra.
Para el final quedaba siempre el ritual de la camiseta, esa prenda que es confeccionada con predeterminados colores que la hacen bandera, y que ondea en el campo a mínimo cincuenta kilómetros por hora, por ella hasta han asesinado a seguidores de un equipo; y sé que muchos hombres ya abuelos conservan varias (y las guardan con el sudor del último esfuerzo, como los guerreros hacen con sus trofeos).

Una mañana de domingo, el único de la semana en que podía levantarse tarde, a Silvia Ciudadana la  despertó una gritería aderezada con aplausos, se asomó a la tribuna y vio que muchos hombres y pocas mujeres estaban situados a los costados del arco que cuidaba un ser que casi no se veía estando de lado; tenía puesta una cinta en la frente y unas mechas de pelo castaño le colgaban por todos lados, en su atuendo usaba  los colores de que disponen los papagayos, y estaba estático como una araña esperando en su tela; Silvia Ciudadana abarcó con la mirada el área de las dieciocho y supo que se disponía a tapar un penalti ¡lo tapó! a tal velocidad y a tal altura que esa secuencia captada en su totalidad llegó a formar parte de su acervo de asombro.

El hombre-arquero, era casi un adolescente, no era caleño, por tanto no sabía bailar salsa, no conocía las proclamas de Rubén Blades que sudaban a toda velocidad  los nativos de la ‘Sucursal del Cielo’, no sabía lo que significaba comer sartas de pandebono y café con leche al desayuno, ni por qué se vendían chontaduros por todas las calles y plazas.

Se volvió célebre el arquero aquel, en el edificio, y en casi todas las canchas donde jugaban fútbol los más tesos, le pusieron un remoquete de otro famoso, pero argentino: Gatti, y muchos muchachos del norte de Cali (que eran el terror de todos los ‘oncenos’ de la ciudad, por su calidad)  lo querían en su equipo; renombrados fueron  Areiza, Álvaro Muñoz Castro, Tocayo Ceballos, Armando Manrique, Juan Betancourt, Pepe Bolaños,  Héctor Fabio Ceballos, El ‘Mono’ Laureano, el ‘Muñeco’ Montes.

Un día se apareció Gatti por la fábrica de transformadores de don Luis Enrique Cruz, donde trabajaba Silvia Ciudadana, la mujer de la tribuna, joven y con algunos atributos que saltaban a la vista, él quería que don ‘Bonifacio’ para sus amigos, le colaborara para arreglar las canchas, así que mientras miraba uno que otro tubo de hierro, le echaba ojeadas a Silvia Ciudadana, que mostraba todo el esplendor de su juventud metida en una oficina a mirada abierta: muchas ventanas de vidrio. Desde ese día se dedicó Gatti a cortejarla, pero ella tenía otras perspectivas y algunas obligaciones, por tanto, pasaron años antes de que el acaso los reuniera.

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Columnista
14 marzo, 2012

El Ocaso del Arquero. Primera entrega.

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Silvia Betancourt Alliegro

Desde mí cocina Por Silvia Betancourt Si él no hubiera sido arquero, tenga la seguridad que jamás hubiera conocido a Silvia Ciudadana,  quien aún no había aprendido a sustraerse a la realidad que limita, pisotea, que escamotea ideales. Para entonces ella vivía en un edificio con cancha de fútbol y desde el balcón del piso […]


Desde mí cocina

Por Silvia Betancourt

Si él no hubiera sido arquero, tenga la seguridad que jamás hubiera conocido a Silvia Ciudadana,  quien aún no había aprendido a sustraerse a la realidad que limita, pisotea, que escamotea ideales. Para entonces ella vivía en un edificio con cancha de fútbol y desde el balcón del piso 12 donde estaba ubicado su apartamento, tenía una tribuna que ya hubiera querido el médico Ochoa.

Allí se libraban los más fieros combates entre hombres con perfecto capital esquelético; se cambiaban frente al público, así que Silvia Ciudadana aprendió cómo se ponían los suspensorios –era lo primero-, después la pantaloneta, y a continuación mínimo tres pares de medías; los guayos eran los penúltimos y por el ceremonial para chantárselos podía adivinar cuánto esfuerzo monetario le habían costado a cada uno de los gladiadores, por su aspecto podía pronosticar si habían sido debidamente trajinados, y por tanto, tenían un valor agregado que jamás poseería el balón, porque se juega con uno cualquiera, pero jugar bien, lo que se dice bien, sólo se logra con unos guayos que se hayan adaptado a cada cayo de cada pie, a cada centímetro de la piel que los forra.
Para el final quedaba siempre el ritual de la camiseta, esa prenda que es confeccionada con predeterminados colores que la hacen bandera, y que ondea en el campo a mínimo cincuenta kilómetros por hora, por ella hasta han asesinado a seguidores de un equipo; y sé que muchos hombres ya abuelos conservan varias (y las guardan con el sudor del último esfuerzo, como los guerreros hacen con sus trofeos).

Una mañana de domingo, el único de la semana en que podía levantarse tarde, a Silvia Ciudadana la  despertó una gritería aderezada con aplausos, se asomó a la tribuna y vio que muchos hombres y pocas mujeres estaban situados a los costados del arco que cuidaba un ser que casi no se veía estando de lado; tenía puesta una cinta en la frente y unas mechas de pelo castaño le colgaban por todos lados, en su atuendo usaba  los colores de que disponen los papagayos, y estaba estático como una araña esperando en su tela; Silvia Ciudadana abarcó con la mirada el área de las dieciocho y supo que se disponía a tapar un penalti ¡lo tapó! a tal velocidad y a tal altura que esa secuencia captada en su totalidad llegó a formar parte de su acervo de asombro.

El hombre-arquero, era casi un adolescente, no era caleño, por tanto no sabía bailar salsa, no conocía las proclamas de Rubén Blades que sudaban a toda velocidad  los nativos de la ‘Sucursal del Cielo’, no sabía lo que significaba comer sartas de pandebono y café con leche al desayuno, ni por qué se vendían chontaduros por todas las calles y plazas.

Se volvió célebre el arquero aquel, en el edificio, y en casi todas las canchas donde jugaban fútbol los más tesos, le pusieron un remoquete de otro famoso, pero argentino: Gatti, y muchos muchachos del norte de Cali (que eran el terror de todos los ‘oncenos’ de la ciudad, por su calidad)  lo querían en su equipo; renombrados fueron  Areiza, Álvaro Muñoz Castro, Tocayo Ceballos, Armando Manrique, Juan Betancourt, Pepe Bolaños,  Héctor Fabio Ceballos, El ‘Mono’ Laureano, el ‘Muñeco’ Montes.

Un día se apareció Gatti por la fábrica de transformadores de don Luis Enrique Cruz, donde trabajaba Silvia Ciudadana, la mujer de la tribuna, joven y con algunos atributos que saltaban a la vista, él quería que don ‘Bonifacio’ para sus amigos, le colaborara para arreglar las canchas, así que mientras miraba uno que otro tubo de hierro, le echaba ojeadas a Silvia Ciudadana, que mostraba todo el esplendor de su juventud metida en una oficina a mirada abierta: muchas ventanas de vidrio. Desde ese día se dedicó Gatti a cortejarla, pero ella tenía otras perspectivas y algunas obligaciones, por tanto, pasaron años antes de que el acaso los reuniera.

[email protected]