En el nutrido santoral del cristianismo, existieron seres ejemplares a quienes todavía hoy algunos se encomiendan e imploran buenaventura, salud, prosperidad, protección, alivio ante la fatalidad y la desgracia y hasta el éxito en nuestras labores cotidianas dependiendo de la afinidad que los identifica y que por ello fueran reconocidos por la iglesia como santos […]
En el nutrido santoral del cristianismo, existieron seres ejemplares a quienes todavía hoy algunos se encomiendan e imploran buenaventura, salud, prosperidad, protección, alivio ante la fatalidad y la desgracia y hasta el éxito en nuestras labores cotidianas dependiendo de la afinidad que los identifica y que por ello fueran reconocidos por la iglesia como santos y algunos como patronos por sus especiales virtudes, a la trascendencia de su vida y al fervor que despertaron entre la comunidad para proteger un oficio, lugar, estado, actividad o vocación humana.
Pues bien, como es costumbre, hace unas noches cuando me disponía a dormir, agradecí al Gran Eterno el haberme permitido culminar la jornada diaria y encomendé mi descanso al ángel de la guarda, susurrando esa primera oración enseñada por mi madre y creo que por todas.
Aún en la vigilia, vino a mi mente el recuerdo de ella, sentada en frente del tocador con el rosario en la mano, supervisando antes de iniciar sus oraciones que todas las estampitas, hojitas, libritos y cualquier otro elemento que pudiera contener una oración estuvieran desplegadas en el mueble a su alcance, a pesar de que cada una de ellas las sabía de memoria. Era su rutina todas las noches, no importando cuántas veces cabeceara intentando vencer el sueño, pero no se acostaba sin antes haber pronunciado hasta la última de las oraciones.
Su peculiar biblioteca de devocionarios, por llamarla de alguna manera, remendados unos con cinta pegante transparente y la gran mayoría con sus páginas amarillentas, ocupaba como cualquier apasionado por la literatura su diminuta mesa de noche, compartiendo espacio con pequeñas figuras de yeso y otros materiales que daban vida a los santos, de los cuales era seguidora y devota, sin mencionar a las distintas vírgenes que vigilaban su sueño. A pesar de haber partido, y que seguramente está al lado de Dios, acompañada de ellos, como siempre lo pidió, la nostalgia me invade al observar aún aquel pequeño y especial montículo literario en su mesa de noche, el cual ha sido intocable a través del tiempo. El respeto ha sido absoluto hacia su devoción y las veces que me he acercado a su mesa de manera consciente no he dudado en tocarlos y santiguarme como ella lo hacía.
Sin embargo, hoy en día, si bien es cierto que la iglesia celebra sus días especiales en conmemoración, tampoco es menos cierto que ya ni siquiera aquellos (y me incluyo) que se encomendaban a su protección acudimos a ellos y hasta son pocos los que se acuerdan de ellos como tal. En mi caso, por ejemplo, siendo abogado de profesión y escritor por pasión, desconocía los nombres de los santos patronos de la iglesia a los que debo encomendarme en mis oficios y actividades, tales como San Ivo de Kermartin, Santo Tomás Moro, San Juan de Capistrano o Santa Catalina de Alejandría en cuanto a abogados se refiere; en lo que respecta al oficio de escritor, debo encomendarme a San Francisco de Sales y a Santa Lucía (lo cual ignoraba).
Tal vez la migración de muchos cristianos a otras vertientes del cristianismo ha contribuido al abandono de orar a los santos, como se hacía antes o, también, debido a la innovación tecnológica, el hecho de compartir determinada oración a una cantidad de contactos en nuestras redes permite de esta manera pensar que se ha cumplido con la encomienda al santo respectivo, supliendo las antiguas cadenas de cartas en papel por las que posteamos en nuestros perfiles y cuentas.
Lo cierto es que son pocos los santos que se recuerdan en las noches y también en los días, la solicitud que se les hacía para que intermediaran por nosotros parece que poco importa a estas alturas, ¿será falta de fe? Tal vez. Pero, independiente a la creencia sobre ellos y a ese reconocimiento de un lugar especial que la iglesia les ha reconocido, vale la pena al menos conocer la historia de esas personas que una vez vivieron vidas heroicamente virtuosas, que muchos ofrecieron sus vidas por los demás o fueron martirizados por la fe y que de una u otra forma merecen ser dignos de imitación por lo que hicieron por sus semejantes y aunque no lleguemos a ser santos vale la pena hacer hoy algo por los demás.
En el nutrido santoral del cristianismo, existieron seres ejemplares a quienes todavía hoy algunos se encomiendan e imploran buenaventura, salud, prosperidad, protección, alivio ante la fatalidad y la desgracia y hasta el éxito en nuestras labores cotidianas dependiendo de la afinidad que los identifica y que por ello fueran reconocidos por la iglesia como santos […]
En el nutrido santoral del cristianismo, existieron seres ejemplares a quienes todavía hoy algunos se encomiendan e imploran buenaventura, salud, prosperidad, protección, alivio ante la fatalidad y la desgracia y hasta el éxito en nuestras labores cotidianas dependiendo de la afinidad que los identifica y que por ello fueran reconocidos por la iglesia como santos y algunos como patronos por sus especiales virtudes, a la trascendencia de su vida y al fervor que despertaron entre la comunidad para proteger un oficio, lugar, estado, actividad o vocación humana.
Pues bien, como es costumbre, hace unas noches cuando me disponía a dormir, agradecí al Gran Eterno el haberme permitido culminar la jornada diaria y encomendé mi descanso al ángel de la guarda, susurrando esa primera oración enseñada por mi madre y creo que por todas.
Aún en la vigilia, vino a mi mente el recuerdo de ella, sentada en frente del tocador con el rosario en la mano, supervisando antes de iniciar sus oraciones que todas las estampitas, hojitas, libritos y cualquier otro elemento que pudiera contener una oración estuvieran desplegadas en el mueble a su alcance, a pesar de que cada una de ellas las sabía de memoria. Era su rutina todas las noches, no importando cuántas veces cabeceara intentando vencer el sueño, pero no se acostaba sin antes haber pronunciado hasta la última de las oraciones.
Su peculiar biblioteca de devocionarios, por llamarla de alguna manera, remendados unos con cinta pegante transparente y la gran mayoría con sus páginas amarillentas, ocupaba como cualquier apasionado por la literatura su diminuta mesa de noche, compartiendo espacio con pequeñas figuras de yeso y otros materiales que daban vida a los santos, de los cuales era seguidora y devota, sin mencionar a las distintas vírgenes que vigilaban su sueño. A pesar de haber partido, y que seguramente está al lado de Dios, acompañada de ellos, como siempre lo pidió, la nostalgia me invade al observar aún aquel pequeño y especial montículo literario en su mesa de noche, el cual ha sido intocable a través del tiempo. El respeto ha sido absoluto hacia su devoción y las veces que me he acercado a su mesa de manera consciente no he dudado en tocarlos y santiguarme como ella lo hacía.
Sin embargo, hoy en día, si bien es cierto que la iglesia celebra sus días especiales en conmemoración, tampoco es menos cierto que ya ni siquiera aquellos (y me incluyo) que se encomendaban a su protección acudimos a ellos y hasta son pocos los que se acuerdan de ellos como tal. En mi caso, por ejemplo, siendo abogado de profesión y escritor por pasión, desconocía los nombres de los santos patronos de la iglesia a los que debo encomendarme en mis oficios y actividades, tales como San Ivo de Kermartin, Santo Tomás Moro, San Juan de Capistrano o Santa Catalina de Alejandría en cuanto a abogados se refiere; en lo que respecta al oficio de escritor, debo encomendarme a San Francisco de Sales y a Santa Lucía (lo cual ignoraba).
Tal vez la migración de muchos cristianos a otras vertientes del cristianismo ha contribuido al abandono de orar a los santos, como se hacía antes o, también, debido a la innovación tecnológica, el hecho de compartir determinada oración a una cantidad de contactos en nuestras redes permite de esta manera pensar que se ha cumplido con la encomienda al santo respectivo, supliendo las antiguas cadenas de cartas en papel por las que posteamos en nuestros perfiles y cuentas.
Lo cierto es que son pocos los santos que se recuerdan en las noches y también en los días, la solicitud que se les hacía para que intermediaran por nosotros parece que poco importa a estas alturas, ¿será falta de fe? Tal vez. Pero, independiente a la creencia sobre ellos y a ese reconocimiento de un lugar especial que la iglesia les ha reconocido, vale la pena al menos conocer la historia de esas personas que una vez vivieron vidas heroicamente virtuosas, que muchos ofrecieron sus vidas por los demás o fueron martirizados por la fe y que de una u otra forma merecen ser dignos de imitación por lo que hicieron por sus semejantes y aunque no lleguemos a ser santos vale la pena hacer hoy algo por los demás.