De pequeños, por allá muy atrás en un recuerdo extraviado, durante nuestras primeras clases de ciencias sociales, nos enfrentaron por primera vez a la inmensidad de nuestra propia riqueza natural con un intimidante mapa de Colombia. En mi caso fue un pendón negro de techo a piso donde un croquis blanco de generosa escala dibujaba […]
De pequeños, por allá muy atrás en un recuerdo extraviado, durante nuestras primeras clases de ciencias sociales, nos enfrentaron por primera vez a la inmensidad de nuestra propia riqueza natural con un intimidante mapa de Colombia. En mi caso fue un pendón negro de techo a piso donde un croquis blanco de generosa escala dibujaba claramente la frontera con Brasil, Ecuador y Perú, mientras que las demás exigían un esfuerzo imaginativo un poco mayor. En hora y media, armado de polvorosas tizas de diferentes colores, hoy ya artefactos arqueológicos, mi profesor de aquel entonces nos explicó con la destreza de los cartógrafos por qué éramos el país con más suerte del mundo.
Pero más allá de la nación de los dos océanos, la infinidad de orquídeas o la fábrica de páramos, ninguno de nuestros maestros mencionó quizás que ser los poseedores de tales tesoros nos hace a la vez los más susceptibles a perderlos. Y es así cómo, a fuerza de titulares de noticias de última hora y emergencias ambientales, aprendimos que nuestro ecosistema es vulnerable y que las más leves alteraciones de calor o frío pueden acarrear consigo consecuencias de dimensiones catastróficas. La magia que nos ilustraron de niños poseía un lado frágil del que casi nunca caímos en cuenta.
Hoy el Fenómeno del Niño tiene al país acorralado con sus embalses al mínimo y poco a poco nos arrastra hasta el borde de un potencial racionamiento de energía. Su fuerza devastadora aún es incalculable, pues estamos apenas en las postrimerías de la tormenta, pero ya incluso la NASA envío su telegrama de preocupación por lo que puede ser el peor acontecimiento climático que se haya visto en décadas. El Presidente trata pero no logra disimular un dejo en su voz cuando habla de apagar los alumbrados el primer día de enero o de economizar líquido al máximo posible. Todos los indicios apuntan a que nos enfrentamos a algo grave y, peor aún, incontrolable.
Estos tiempos calurosamente aciagos, que muchos de nosotros tuvimos la oportunidad de constatar en propia piel durante la temporada de fiestas, nos dejan una tarea pendiente. No basta con aferrarnos a rezos fervorosos y cálculos de ábaco del IDEAM esperando que del cielo caiga algún riego salvador, hace falta que el gobierno diseñe una estrategia para contener lo incontenible. La situación no parece mejorar en el horizonte cercano y aunque seguramente saldremos de esta, es posible que no estemos tan bien preparados para lo que ha de acontecer en la siguiente temporada. Cruzar dedos y persignarse no puede ser nuestra política de estado ante el cambio climático.
De momento, El Niño arde y de paso nosotros también con él. Ahora el turno es para el Ministerio de Medio Ambiente, el cual no se sorprendan si a la vuelta de unos años deja de ser meramente decorativo y adquiere tal importancia como el de Defensa, pues tendrán que pensar cómo protegernos de nuestra algo bipolar fortuna natural. Confiamos todos en que hayan tenido un muy buen profesor de ciencias sociales.
De pequeños, por allá muy atrás en un recuerdo extraviado, durante nuestras primeras clases de ciencias sociales, nos enfrentaron por primera vez a la inmensidad de nuestra propia riqueza natural con un intimidante mapa de Colombia. En mi caso fue un pendón negro de techo a piso donde un croquis blanco de generosa escala dibujaba […]
De pequeños, por allá muy atrás en un recuerdo extraviado, durante nuestras primeras clases de ciencias sociales, nos enfrentaron por primera vez a la inmensidad de nuestra propia riqueza natural con un intimidante mapa de Colombia. En mi caso fue un pendón negro de techo a piso donde un croquis blanco de generosa escala dibujaba claramente la frontera con Brasil, Ecuador y Perú, mientras que las demás exigían un esfuerzo imaginativo un poco mayor. En hora y media, armado de polvorosas tizas de diferentes colores, hoy ya artefactos arqueológicos, mi profesor de aquel entonces nos explicó con la destreza de los cartógrafos por qué éramos el país con más suerte del mundo.
Pero más allá de la nación de los dos océanos, la infinidad de orquídeas o la fábrica de páramos, ninguno de nuestros maestros mencionó quizás que ser los poseedores de tales tesoros nos hace a la vez los más susceptibles a perderlos. Y es así cómo, a fuerza de titulares de noticias de última hora y emergencias ambientales, aprendimos que nuestro ecosistema es vulnerable y que las más leves alteraciones de calor o frío pueden acarrear consigo consecuencias de dimensiones catastróficas. La magia que nos ilustraron de niños poseía un lado frágil del que casi nunca caímos en cuenta.
Hoy el Fenómeno del Niño tiene al país acorralado con sus embalses al mínimo y poco a poco nos arrastra hasta el borde de un potencial racionamiento de energía. Su fuerza devastadora aún es incalculable, pues estamos apenas en las postrimerías de la tormenta, pero ya incluso la NASA envío su telegrama de preocupación por lo que puede ser el peor acontecimiento climático que se haya visto en décadas. El Presidente trata pero no logra disimular un dejo en su voz cuando habla de apagar los alumbrados el primer día de enero o de economizar líquido al máximo posible. Todos los indicios apuntan a que nos enfrentamos a algo grave y, peor aún, incontrolable.
Estos tiempos calurosamente aciagos, que muchos de nosotros tuvimos la oportunidad de constatar en propia piel durante la temporada de fiestas, nos dejan una tarea pendiente. No basta con aferrarnos a rezos fervorosos y cálculos de ábaco del IDEAM esperando que del cielo caiga algún riego salvador, hace falta que el gobierno diseñe una estrategia para contener lo incontenible. La situación no parece mejorar en el horizonte cercano y aunque seguramente saldremos de esta, es posible que no estemos tan bien preparados para lo que ha de acontecer en la siguiente temporada. Cruzar dedos y persignarse no puede ser nuestra política de estado ante el cambio climático.
De momento, El Niño arde y de paso nosotros también con él. Ahora el turno es para el Ministerio de Medio Ambiente, el cual no se sorprendan si a la vuelta de unos años deja de ser meramente decorativo y adquiere tal importancia como el de Defensa, pues tendrán que pensar cómo protegernos de nuestra algo bipolar fortuna natural. Confiamos todos en que hayan tenido un muy buen profesor de ciencias sociales.