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Columnista - 25 febrero, 2014

El lápiz del caracol

Por: Óscar Ariza  Cada vez que leo algún poema de Atuesta, experimento la sensación de estar mirando fotografías o frescos que evocan el tiempo poetizado por la nostalgia. Así lo reitero al enfrentarme a El Lápiz del caracol, su último poemario en el que dibuja, colorea los sonidosy le pone sonido al color, pintando incluso […]

Por: Óscar Ariza 

Cada vez que leo algún poema de Atuesta, experimento la sensación de estar mirando fotografías o frescos que evocan el tiempo poetizado por la nostalgia. Así lo reitero al enfrentarme a El Lápiz del caracol, su último poemario en el que dibuja, colorea los sonidosy le pone sonido al color, pintando incluso al viento que mueve su memoria infantil.

En el Lápiz del Caracol se reconstruye ese mundo de la infancia, imprimiéndole una extraña realidad que lo hace eterno, como es eterno quien pinta un cuadro porque consigue detener el tiempo para poetizarlo a través del color que tatúa para la eternidad la piel de recuerdo, que lo hace regresar a sus orígenes, así lo expresa el poeta:”El lápiz del Caracol es ajeno a la prisa del tiempo; desconoce las diatribas del ruido…. El lápiz del Caracol repasa en sí mismo sus pausadas huellas”

En la poética de Atuesta se percibe una angustia ante el paso inexorable de tiempo, una lucha contra ese fluir de los días que afianzan el camino a la muerte y convoca al silencio. Un motivo recurrente que habrá de mostrar la necesidad del canto para recordar que existimos: “El tiempo no hace trampas: se hace ajeno el viento al tambor de los oídos y blanco el silencio.”

Ese fluir continuo produce la necesidad de ser plasmado en multicolores para hacerlo universal, sin abandonar el patio como principio y origen de todo. Tal como se plasma en el poema Inseparables viajeros:“el silencio alarga la distancia en el invisible camino de los muertos, pero los años cada vez me acercan a la ausencia de mis padres. Sus imágenes posan en el patio del origen…… Inseparables viajan conmigo como fresca cicatriz en la memoria”

En este poema se reaviva la metáfora manriqueña que plantea el fluir continuo hacia la muerte ” todos los ríos van inevitablemente al mar para morir, y en su recorrido se acrecientan las huellas de ese viaje silencioso que deseoso de quedarse, araña al recuerdo, aferrándose con sus garras apalabradas a algún trayecto del camino silencioso para no sucumbir.

En la poesía de Atuesta habitan otros cantos que silenciosos tejen ese manto de fe que Penélope un día construye para luchar contra la agonía de la espera. Ese símbolo de la esperanza construido desde sus lecturas griegas evoca a Cavafis y su gran metáfora de Itaca, donde la fidelidad apela a la imaginación para sobrevivir: “toma las horas, arráncale el color a los minutos, pinta a tu gusto el tic tac de los segundos. Detén las manos en el mástil de olas imaginarias, cuenta los saltos blancos y azules del mar. No te des por vencida en la soledad de la espera. La tentación es frágil en la ausencia. Como la lluvia, nada perturba su caída, invoca a Penélope, teje con ella la fidelidad del regreso”.

Todo el poemario es un canto silencioso que festeja la vida, que oculta la agonía del poeta ante el paso del tiempo, pero que a su vez y en contradicción lo delata como un nostálgico, que se detiene en una especie de bestiario para hacerle homenaje a su tierra a través del perro, la lombriz de tierra, el mapurito, los pájaros y de otros elementos más que reivindican su terredad, para luego dar paso a las décimas, al canto construido desde versos rimados y compuestos a la manera de los grandes rapsodas, juglares de todos los tiempos que sostienen nuestra identidad.

@Oscararizadaza

Columnista
25 febrero, 2014

El lápiz del caracol

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Oscar Ariza Daza

Por: Óscar Ariza  Cada vez que leo algún poema de Atuesta, experimento la sensación de estar mirando fotografías o frescos que evocan el tiempo poetizado por la nostalgia. Así lo reitero al enfrentarme a El Lápiz del caracol, su último poemario en el que dibuja, colorea los sonidosy le pone sonido al color, pintando incluso […]


Por: Óscar Ariza 

Cada vez que leo algún poema de Atuesta, experimento la sensación de estar mirando fotografías o frescos que evocan el tiempo poetizado por la nostalgia. Así lo reitero al enfrentarme a El Lápiz del caracol, su último poemario en el que dibuja, colorea los sonidosy le pone sonido al color, pintando incluso al viento que mueve su memoria infantil.

En el Lápiz del Caracol se reconstruye ese mundo de la infancia, imprimiéndole una extraña realidad que lo hace eterno, como es eterno quien pinta un cuadro porque consigue detener el tiempo para poetizarlo a través del color que tatúa para la eternidad la piel de recuerdo, que lo hace regresar a sus orígenes, así lo expresa el poeta:”El lápiz del Caracol es ajeno a la prisa del tiempo; desconoce las diatribas del ruido…. El lápiz del Caracol repasa en sí mismo sus pausadas huellas”

En la poética de Atuesta se percibe una angustia ante el paso inexorable de tiempo, una lucha contra ese fluir de los días que afianzan el camino a la muerte y convoca al silencio. Un motivo recurrente que habrá de mostrar la necesidad del canto para recordar que existimos: “El tiempo no hace trampas: se hace ajeno el viento al tambor de los oídos y blanco el silencio.”

Ese fluir continuo produce la necesidad de ser plasmado en multicolores para hacerlo universal, sin abandonar el patio como principio y origen de todo. Tal como se plasma en el poema Inseparables viajeros:“el silencio alarga la distancia en el invisible camino de los muertos, pero los años cada vez me acercan a la ausencia de mis padres. Sus imágenes posan en el patio del origen…… Inseparables viajan conmigo como fresca cicatriz en la memoria”

En este poema se reaviva la metáfora manriqueña que plantea el fluir continuo hacia la muerte ” todos los ríos van inevitablemente al mar para morir, y en su recorrido se acrecientan las huellas de ese viaje silencioso que deseoso de quedarse, araña al recuerdo, aferrándose con sus garras apalabradas a algún trayecto del camino silencioso para no sucumbir.

En la poesía de Atuesta habitan otros cantos que silenciosos tejen ese manto de fe que Penélope un día construye para luchar contra la agonía de la espera. Ese símbolo de la esperanza construido desde sus lecturas griegas evoca a Cavafis y su gran metáfora de Itaca, donde la fidelidad apela a la imaginación para sobrevivir: “toma las horas, arráncale el color a los minutos, pinta a tu gusto el tic tac de los segundos. Detén las manos en el mástil de olas imaginarias, cuenta los saltos blancos y azules del mar. No te des por vencida en la soledad de la espera. La tentación es frágil en la ausencia. Como la lluvia, nada perturba su caída, invoca a Penélope, teje con ella la fidelidad del regreso”.

Todo el poemario es un canto silencioso que festeja la vida, que oculta la agonía del poeta ante el paso del tiempo, pero que a su vez y en contradicción lo delata como un nostálgico, que se detiene en una especie de bestiario para hacerle homenaje a su tierra a través del perro, la lombriz de tierra, el mapurito, los pájaros y de otros elementos más que reivindican su terredad, para luego dar paso a las décimas, al canto construido desde versos rimados y compuestos a la manera de los grandes rapsodas, juglares de todos los tiempos que sostienen nuestra identidad.

@Oscararizadaza